viernes, 7 de agosto de 2015

Desde el atrio, blog de Vicente Silva Vargas: Las tierras del yariseño

Desde el atrio, blog de Vicente Silva Vargas: Las tierras del yariseño:     Después de muchos (muchísimos años), regresé con un grupo de colegas a las tierras de San Vicente de Caguán para producir un documenta...

Las tierras del yariseño

  Después de muchos (muchísimos años), regresé con un grupo de colegas a las tierras de San Vicente de Caguán para producir un documental de televisión sobre su fiesta más popular: el Baile del Yariseño, una colorida mezcla de bambuco, joropo y pasillo que lo sanvicentunos adoran como una reliquia.

 

Se trata de una coreografía montada con base en El yariseño, un joropo llaneo compuesto por Jorge Villamil Cordovez a mediados de los años 60 cuando en Colombia se despertó una especie de fiebre segregacionista de diversas regiones que deseaban romper para siempre con el colonialista centralismo de algunas capitales. Por todas partes surgieron comités cívicos y políticos dedicados solamente a promover ante el Congreso y el Gobierno la creación de nuevos departamentos e intendencias. Fruto de esas 'gestas' descentralizadoras surgieron La Guajira, Cesar, Sucre, Risaralda, Quindío y Caldas. 



En Caquetá, que era de inferior categoría administrativa por ser apenas una intendencia, surgió un comité pro comisaría del Yarí, del cual San Vicente del Caguán sería su capital. Sin embargo, su sueño se frustró por intereses políticos y, porque a decir verdad, a los gobiernos nacionales, a la academia y al empresariado nunca les ha importado una tierra rica y generosa formada a punta de hacha, machete y tesón por modestos colonizadores huilenses, tolimenses, cundinamarqueses y llaneros.


En una de esas tantas reuniones organizadas por los yariseños por quitarse el 'yugo' florenciano estuvo el maestro Jorge Villamil Cordovez, quien por entonces tenía su hacienda Alejandría en predios de El Pato, que está en jurisdicción de San Vicente del Caguán. Luego de discursos, declaraciones firmadas, compromisos políticos que nunca se cumplieron y de mil promesas que poco después quedaron enterradas en la selva de la burocracia, la reunión concluyó en una parranda ya que los invitados de Neiva y Bogotá no pudieron regresar porque el único avión de Taxi Aéreo Opita -TAO-, que viajaba una vez a la semana hasta esa población, se quedó varado en el aeropuerto por la falta de un repuesto que solo se encontraba en Bogotá. 


En medio de chistes, leyendas de la selva, comentarios políticos y mucho aguardiente, un cura italiano de la Consolata, el padre Mateo Gritti, apareció con una guitarra y obligó a Villamil, casi a la fuerza, a componer una himno a la región para utilizarlo como emblema musical de la independencia yariseña. 


Como en otras ocasiones, el ya renombrado artista se negó, pero al final, envalentonado con unos cuatro aguardientes, inventó en un dos por tres un joropo llanero que pinta con asombroso realismo el paisaje natural de selva y de llanura y rinde homenaje a quienes se atrevieron a descuajar montaña para sembrar progreso en una zona por siempre abanadonada de la modernidad.
   

 San Vicente y otros pueblos del Yarí (que limita con Meta, Huila y Putumayo), se quedaron viendo un chispero porque su proyecto fracasó y pasó a engrosar las leyenda locales, como aquellas que relatan las tropelías de los caucheros y las aventuras de comerciantes de quina que en el siglo XIX y gran parte del XX extrajeron sus riquezas y sembraron violencia. 

La canción de Villamil fue grabada por Los Tolimenses poco después y luego los sanvicentunos la declararon su himno folclórico y hasta le montaron una hermosa coreografía que se debe a dos abnegadas educadoras, Nelly Perdomo de Falla y Myriam de Campos. Niños y jóvenes la bailan con devoción; chicos y grandes la cantan con emoción y artesanas del pueblo elaboran a mano trajes para hombres y mujeres que muestran las cosas bellas de allá: aves, peces, ganado, paisaje y la sencillez de miles de personas nacidas y criadas valientemente en medio de la adversidad.



Por supuesto, no se puede desconocer el gigantesco aporte a la educación, la cultura, la religiosidad y la reconciliación de los sacerdotes italianos de la Consolata. Comparto unas pocas fotos de nuestro gran grupo de trabajo, de paisajes y de gente valiosa injustamente incomprendida y estigmatizada por décadas. Por ejemplo, hallamos en una vereda perdida a una pareja de esposos que en una pequeña camioneta llevan libros, teatro, videos y ejercicios lúdicos a niños campesinos que nunca han visto un texto o carecen de un televisor.


Allí también hay grupos de niños y jóvenes que bailan con preciosura danzas folclóricas regionales y de otras regiones del país, así como de otras naciones, sin haber salido nunca de sus casas. Hay músicos talentosos de 10 y 12 años y profesores comprometidos en ofrecerles a las nuevas generaciones una alternativa muy diferente a las armas y la raspadura de coca.


Los paisajes son formidables e impactantes, la vegetación es de un verde rotundo, los cielos una mixtura de azules y blancos que de un momento a otro regalan aguaceros fenomenales que parecieran anunciar el diluvio universal. Allí se observan guacamayas gigantes de mil colores que solo se ven en los afiches promocionales de las compañías de turismo, toros monumentales que caminan dormidos, pájaros diostedé (yátaros o tucanes) que en un santiamén te rapan tu porción de arazá, cascadas que invitan a quedarse por siempre y un calor humano expresado en atenciones, música, la cadencia de su baile y una tímida despedida que compromete por siempre: "¿cuando vuelve?"


Al observar con admiración el trabajo cultural de los jóvenes del Caguán  y de todos los amigos de los Llanos del Yarí, sin otros recursos diferentes a una infinita vocación amorosa por su tierra, lo menos que puede decirles un periodista que ha recorrido Colombia disfrutando su cultura popular es: ¡Siempre estaré con ustedes!

viernes, 3 de julio de 2015

El Balseadero, un puente quebrado que con nada curaremos

Hace algunos días, trabajando para una nueva propuesta televisiva, regresé a Altamira, La Jagua, Agrado, Garzón y Gigante, localidades del Huila, al sur de Colombia,  afectadas en todo sentido por la construcción de la represa de El Quimbo, un monumental proyecto hidroeléctrico que obligó a desviar por segunda vez en la historia al río Magdalena, el más importante del país.

Fotografía tomada desde el nuevo viaducto. Al fondo, el fracturado
puente del Balseadero rodeado de terrenos talados en los que
antes había especies arbóreas nativas. 
(Foto de Vicente Silva Vargas tomada el 24 de junio de 2015).
  
El panorama es deprimente. En el Balseadero, un bañadero natural que debe su nombre al paso obligado de balsas entre Garzón y El Agrado en tiempos remotos cuando no había puentes ni lanchas movidas a motor, desapareció todo lo que muchas generaciones de huilenses conocimos y disfrutamos. Los escampaderos  de piedra, arena y pasto, formados por el uso de la gente para los ancestrales paseos de olla, fueron arrasados por poderosas máquinas retroexcavadoras y sus arbustos nativos que otrora brindaban frescor, se convirtieron en horrendos chamiceros. De la comunidad de La Escalereta, una parcelación formada por modestas familias campesinas que en los años 60 y 70 reclamaron al Estado tierras de engorde para trabajarlas y volverlas productivas hasta el punto de convertirse modelo nacional de reforma agraria, solo queda un parche de tierra rojiza.

Muchas labranzas de cacao, sembradíos naturales que existían en las riberas del río antes de la llegada de los conquistadores españoles, también se esfumaron con lo cual el Huila dejará de ser una de las regiones líderes en la producción del llamado ‘alimento de los dioses’. Ya no hay canoas ni chiles ni anzuelos y mucho menos peces porque los pescadores también debieron salir como si fueran parias.

Otra gran cantidad de árboles de las orillas del Magdalena fueron talados sin misericordia y hoy sus restos son aserrados a las carreras dizque para evitar su descomposición tan pronto las aguas del río empiecen a transformarse en aguas de lago artificial. Tal vez sus trozos de madera sirvan dentro de poco para que a orillas del Magdalena represado (¿o apresado?) ciertos empresarios emergentes de la región levanten sus lujosos chalets.

El puente de acero y concreto construido en los años 40 del siglo pasado, todos los días pierde un trozo de su otrora refulgente figura ya sea porque los martillazos lo trituran o bien porque su espinazo no soporta más el triste final de una vida sobre el río que fue compañero y rival. Al ver su cascarón inerme e inservible en la distancia, junto al portal de otro puente aún más viejo, a él se le puede cantar con ternura aquella cantinela infantil: «El puente está quebrado / con qué lo curaremos...» Seguramente, digo yo, no será con cáscaras de huevo porque el Balseadero, en pocos días, será devorado ya no por su acompañante de siempre sino por otro rival más sano y más fuerte que acabó con los dos al mismo tiempo. 

Este es el puente sobre el paso de El Balseadero que en pocos
 días desaparecerá para siempre. A un lado, a la izquierda,
el portal de un viaducto más antiguo.
(Fotografía de jafiur@gmail.com, tomada del sitio
Panoramio / Google Maps).
El paisaje natural fue transformado salvajemente por la mano del hombre, el poder del dinero, la avaricia de la multinacional europea Emgesa y la nula creatividad de políticos y gobernantes que en contravía de las alternativas probadas por otros países como la energía solar, no ven soluciones distintas a saturar el Guacacayo o río de las Tumbas, como lo llamaban los aborígenes, de represas y más represas como la proyectada en Pericongo. En su página electrónica ―con un imperdonable error de redacción― la multinacional pregona que El Quimbo «Aporta significativamente a la insuficiencia energética de la Nación» (SIC), al suministrar el 8 % de su demanda de electricidad, pero en ninguna parte indica que los miles de kilovatios que generará serán sinónimo de calidad en el servicio o tarifas más cómodas para los usuarios. Tampoco resulta creíble ésta frase de cajón: «impulsará el desarrollo y crecimiento del Huila en línea con la agenda de competitividad del departamento, generando dinamismo económico en la región».

Mucho se ha dicho en Huila y muy poco a nivel nacional, sobre las responsabilidades políticas, sociales, económicas y éticas del proyecto convertido en realidad y los efectos devastadores del Quimbo en el medio ambiente y en la comunidad. Para no entrar en discusiones interminables, basta tomar uno de los apartes de la encíclica Laudato si' promulgada el 24 de mayo de 2015 por el papa Francisco y en la que el sucesor de Pedro hace una profunda reflexión sobre el desenfreno mercantilista y la torpeza política, dos males que aupados por las grandes potencias golpean a los países más pobres:

«Esta hermana [la tierra] clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que ‘gime y sufre dolores de parto’ (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura».  

Nunca antes un viaje a la tierra de mis viejos ―la hermana tierra de la que entrañablemente hablara san Francisco de Asís― me había conmovido tanto como el último día de San Juan en el que volví a misa de cinco de la mañana y en la recordé mientras comulgaba a Omar, mi sampedrino hermano bailador, bebedor y enamorador. Allí en Garzón, en la plaza de mercado donde todos los sabores, colores y olores forman un banquete celestial, volví a tomar colada de achira en tazón de esmalte y otra vez engullí como un desaforado los inimitables tamales de arroz, hogo, zanahoria, tajada de huevo, tocino, carne de res y pollo, envueltos en primorosas hojas de bijao. Tan solo la vitalidad de unos jóvenes y viejos cultores de nuestros sanjuaneros y rajaleñas y la pasión por el trabajo cultural al lado de gente del pueblo lograron paliar la tristeza que no pudo ocultar el Doble Anís. No lo puedo negar ni lo he podido superar: me siento tan arrasado como los sembrados y la vegetación del Balseadero.

Al observar la debacle desde el puente de 1.708 metros que según el Gobierno será el más largo de Colombia tan solo por unos años, hoy más que nunca me golpea el mensaje tristón de El Caracolí, la guabina de Jorge Villamil que para mí es el himno de este desastre ambiental y sentimental:
Busqué en las playas del inmenso río
que en el pasado feliz recorrí
hallé el sendero cubierto de abrojos
las casas viejas se cayeron ya.

Y aquellas barcas de los pescadores
que reposaban sobe el arenal
ya no se encuentran, ya no se encadenan
al añoso tronco del caracolí.

En ese enlace podrá escuchar la canción El Caracolí.
Como muchos amigos, especialmente jóvenes, escribieron para que hablara de El Caracolí y su relación con un comentario mío en Facebook sobre El Quimbo y el puente del Balseadero, les cuento que se trata de una canción sobre la vieja Neiva, cuando esa ciudad era un puerto importante sobre el Magdalena al cual llegaban grandes embarcaciones con mercaderías de todo el mundo. Allí había un comercio vibrante y, por supuesto, muchas casas para diversión de adultos (para no ponerme tan fino: eran puteaderos).
En 1939, cuando el maestro apena tenía diez años, su padre, don Jorge Villamil Ortega, lo llevó a conocer ese lugar que vivía sus momentos de mayor esplendor y se sorprendió al ver su vitalidad, el movimiento mercantil, al diversidad de personajes y el colorido portuario. Veinte años después, en 1959, pocos meses después de muerto su padre, el recién graduado médico quiso recordar aquellos paseos al puerto de Caracolí y encontró que todo el agite y la luminosidad de otros tiempos habían muerto para siempre pero que muchos de sus lugares, momentos y personajes estaban vivos entre recuerdos y nostalgias.

Algo parecido me sucedió (sin puteaderos) cuando volví hace unos días al Balseadero y La Escalereta, dos lugares a los que muchas veces fuimos de paseo a fincas de amigos y a fiestas en casas de viejos conocidos que salieron de sus predios como si los hubiera expulsado un demonio exterminador. Allí estuvimos con mi padre y todos sus nietos en el último paseo de su vida ya que tres días después de haber gozado en ese lugar el remate de las fiestas de San Pedro que él contribuyó a crear en Garzón, partió para siempre. Ese fue mi último paseo al Magdalena pues no me imagino dentro de unos años, viejo e inútil, sentado en un restaurante de cadena tratando de identificar el sabor de un sancocho de gallina campesina al lado de un lago artificial que en poco tiempo hará su notable aporte al calentamiento global, ni me ubico en un resort tratando de comer un tamal envuelto en una bolsa de polietileno.
 
Vicente Silva Falla en El Balseadero con sus nietas
María del Mar Chávarro Silva y Daniela y María
Alejandra Silva Chamat.
(Archivo familiar).

Esta postal opita tiene música nostálgica y adioses como los de la mujer de Lot que no se atrevió a mirar atrás para no convertirse en estatua de sal. Son más las preguntas con respuestas huecas y los llantos con sabor al Yuma, el río en el que, como decía el filósofo griego, nunca nos volveremos a bañar.




Garzón, 29 de junio de 2015. 






domingo, 29 de marzo de 2015

50 años de "Los guaduales"


Domingo de Ramos y de guaduas


El Domingo de Ramos de 1965, mientras los católicos conmemoraba la entrada triunfante de Jesús a Jerusalén, en una vereda lejana de Acevedo, al sur del Huila, cerca de la Cueva de Los Guácharos, nació la guabina "Los guaduales", una canción que además de convertirse en símbolo de la ecología, entraña un elemental significado sobre los altibajos del diario vivir. 


Los nariñenses Arteaga y Rosero fueron los primeros 
en grabar Los guaduales.
  
Aunque en 1965 el maestro Jorge Villamil Cordovez creó ocho temas andinos y convirtió en porro la letra presentada por un espontáneo, ese año fue trascendental en su vida artística por el surgimiento de Los guaduales, un éxito rotundo que con los años conserva intacta su aureola de ícono musical colombiano.

Todo comenzó con una invitación a Jorge, Darío Garzón, Eduardo Collazos y otros amigos para visitar la Cueva de los Guácharos, un enigmático sistema de cavernas en el que habitan estas misteriosas aves nocturnas dotadas de una especie de radar natural, muy parecido al sistema de orientación de los murciélagos. Pese a que don Delio Tovar y su hijo Edgar, propietarios de la finca El Rubí —en Acevedo, sur del Huila—llevaban meses insistiendo en su invitación para los días previos a la Semana Santa, el paseo estuvo a punto de fracasar porque Darío y Eduardo cancelaron el viaje argumentando dificultades para su desplazamiento desde Bogotá y actividades artísticas de última hora. El resto de invitados, entre ellos el médico-compositor, se dejaron de perendengues, viajaron en avión desde Bogotá a Neiva, luego tomaron automóvil a Acevedo en donde una ‘chiva’ los llevó hasta San Adolfo, corregimiento en el que una recua de mulas los dejó en su destino final.

En el esplendor de su carrera, Garzón y Collazos 
también llevaron al acetato la entrañable guabina.

Entrada la tarde, disfrutaron desde lo alto el Valle del Suaza, un formidable tapete de todos los verdes del que brotan exóticas variedades silvestres de la orquídea, la flor nacional. El sábado hubo paseo, baño, música, sancocho de gallina a orillas del río Suaza y por la noche, cansados pero sin rendirse, armaron una agradable tertulia campesina abundante en cuentos de la mitología popular y música de la tierra en cuya interpretación, como es de suponer, toda la atención se centró en el compositor.

El viaje a la cueva localizada en inmediaciones del Suaza —vertiente occidental de la cordillera Oriental— quedó para el lunes ya que el domingo algunos invitados bajaron muy temprano hasta Acevedo para asistir a la ceremonia de bendición de los ramos y otros se quedaron en la finca para deleitarse con los matices celestes de las cordilleras, el gris serpenteante del río y las verdes matas de guadua enfiladas en las riberas. El enguayabado maestro duró una, dos o más horas ensimismado con esa vista singular en la que el susurro del follaje era la mejor sinfonía. Todo lo captaba sin decir ni tomar nota de nada: los grandes ventarrones sacudiendo a gigantes verdes como si fueran cometas, los caminos de herradura sepultados por torbellinos de polvo que morían en las nubes y el invierno amenazante tras las montañas.

Rodrigo Silva y Álvaro Villalba también la 
grabaron con Discos Phillips. 

Don Delio, que al mismo tiempo le ponía los últimos aliños al marrano y atizaba el horno de barro para tener listo el asado tan pronto llegara el resto de viajeros, lo interrumpió con sigilo sirviéndole una copa de ginebra con rodajas de limón. Al darse cuenta que no estaba ido, le acercó un taburete de cuero y sin vencer su timidez le pidió: «Maestro, inspírese para cantarle al paisaje». Así ocurrió porque en medio de esa paz que pueden brindar la vida silvestre y el alma transparente de un labriego comenzaron a surgir el tema y la melodía.

El autor, al evocar ese 11 de abril de 1965, Domingo de Ramos y de guaduales, destacaba el decisivo aporte campesino en esta composición:

En ese momento trataba de llover, hacía lluvia y hacía sol, había mucho viento, los guaduales del valle se estremecían y en los caminos se elevaban polvaredas, como remolinos de viento. Entonces yo dije: «Bailan los guaduales» porque de verdad se mecían mucho, pero una viejita que molía café al lado mío en un molino Corona me respondió: «No, doctor, los guaduales no bailan, lloran». Al preguntarle por qué, ella me contestó: «Porque también tienen alma». Y es que los campesinos los veían como si ellos estuvieran vivos o se frotaran, como si hablaran o se amacizaran. En verdad parecía como si todos esos guaduales verdes estuvieran llorando o jugando entre sí y esa apreciación fue definitiva porque cambió totalmente el significado de lo que yo estaba apreciando. En ese momento comencé a silbar y a tararear «Lloran, lloran los guaduales... porque también tienen alma / y los he visto llorando y los he visto llorando / cuando en las tardes los estremece el viento en los valles...»
 
Por supuesto, Emeterio y Felipe, le dieron su toque 
opita a la composición de Villamil.

Pasado el mediodía empezaron a regresar los vecinos de la vereda que habían asistido al oficio religioso. Sus coloridos vestidos domingueros daban vida a los zigzagueantes caminos, mientras en el ambiente se mezclaban los arpegios de pájaros con chirridos de grillos y chicharras que en vez de aturdir, levantaban el espíritu de nativos y extraños. Esa banda sonora amplificada por los rumores del Suaza, motivó aún más el silbido del poeta que tan pronto tuvo claras las primeras estrofas, las garrapateó en una amarillenta hoja escolar facilitada por el dueño de casa, aunque en su interior le quedó la sensación de haber hecho una guabina sin su verso final, esa parte que algunos músicos denominan el remate. Para infortunio suyo, esa incertidumbre no la pudo superar allí mismo porque el proceso compositivo fue interrumpido de un momento a otro por el bullicio de los visitantes, la música de un trío campesino y el inconfundible aroma del asado que invitaba a la mesa. 

En los años 70 el impacto de la canción era tan notorio, 
que boleristas famosos como Alci Acosta y el 
argentino Leo Marini, decidieron llevarla al disco.

  En los primeros días de 1966 Villamil se encontró en un estudio discográfico de Bogotá con Darío Garzón quien todavía lamentaba no haber podido disfrutar el paseo. Entre chistes y chanzas, ambos se enteraron que el dueto nariñense integrado por José Arteaga y Carlos Rosero estaba varado en la misma sala de grabación porque no había encontrado la última canción para un larga duración de doce temas. En ese momento Olga Lucía Ospina, quien hacía poco se había casado con Jorge y lo acompañaba en la reunión, recordó que en algún lugar de su apartamento había «una canción que habla como de guaduas» y sin pensarlo salió a buscar entre carpetas y apuntes empolvados la plana infantil regalada por don Delio en la que aparecía la composición. 

De regreso al estudio la entregaron a Arteaga y Rosero quienes la ensayaron una y otra vez buscando su punto ideal pero sin dejar satisfecho a su dueño que no descalificó la interpretación pero sí la sintió coja, «como si le faltara algo que redondeara la idea nacida en Acevedo». Allí mismo, dando vueltas, silbando, silbando y silbando, como era usual en su proceso creativo, emergió la síntesis requerida el día en que nació la primera parte y con la cual toda la canción adquirió más sentido y un mensaje más redondo.

La versión grabada a las carreras por Arteaga y Rosero no tuvo mayor resonancia y algo parecido sucedió con la que Garzón y Collazos incluyeron en el volumen Me llevarás en ti. En realidad quienes la popularizaron fueron los Hermanos Martínez quienes al interpretarla en la Conferencia Mundial de Orquideología, celebrada en Medellín en abril de 1967 en el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe, la proyectaron como un canto que entrelaza ecología con humanismo. Algunos de los presentes allí contaban que al ser ejecutada por el dueto santandereano todo el auditorio conformado por delegados nacionales y extranjeros se levantó para pedir su repetición.

Una versión moderna, en ritmo de balada, fue la 
del famoso cantante antioqueño Fausto.

«La canción de las guaduas», como cariñosamente la siguió llamando Olga Lucía de Villamil, pegó tanto que en escuelas y colegios la enseñaban dentro de una asignatura obligatoria llamada Música y Canto. Por sus ventas millonarias, Sonolux les otorgó a los Martínez discos de oro y platino y, según su autor, la belleza casi rústica de los instrumentos y el marcado acento de Jaime y Mario hicieron de su versión una de las mejores de las tantas que se han llevado al disco en Colombia y el exterior.

En Argentina, es conocida esta versión del coro 
Sociedad de Canto Harmonie, de San Carlos Sud, 
provinciade Santa Fe.

Tres décadas después, acompañado por el andariego periodista Héctor Mora Pedraza, el autor regresó al paraje en el que nació su célebre composición. Allí encontró que cerca de la finca El Rubí queda una vereda llamada Los guaduales en donde también se estableció una escuela pública que lleva el nombre del músico. Ya no estaban don Delio ni la viejita que molía café cerrero ni el horno de barro para los asados, pero los campesinos de coloridos atuendos siguen yendo religiosamente a batir palmas todos los Domingos de Ramos y los guaduales del Valle del Suaza, como si todos los días fueran una fiesta, siguen su romance a la vera del camino.

El padre de esta guabina la recordaba con especial cariño todos los Domingos de Ramos porque fue el 11 de abril de 1965, primer día de la Semana Santa, cuando brotó la inspiración al disfrutar, absorto, el verde valle del río Suaza. Pasado el tiempo, el protagonista decía que algo místico ocurrió aquella vez porque sin que él ni nadie lo propusiera ni lo programara con anticipación, surgió una feliz coincidencia entre la bendición de los ramos que todos los años conmemora la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén y las matas de guadua que aquel día se mecían en ese paraje como queriendo participar en la trascendental fiesta del cristianismo.

La prestigiosa Coral Armiz y Sine Nomine, 
de Granada, España, también hizo un montaje 
especial de la obra de Villamil.

Aparte de Arteaga y Rosero y los Hermanos Martínez, Los guaduales también figura en grabaciones de Garzón y Collazos, Silva & Villalba, Los Tolimenses, Los Tejada, Héctor y Víctor, Carlos Julio Ramírez, Berenice Chávez, Carmenza Duque, Beatriz Arellano, Carmiña Gallo, Víctor Hugo Ayala, Alci Acosta, Fausto y una indeterminada cantidad de tríos, duetos, estudiantinas y corales. En la modalidad instrumental, entre otros, hay discos de la Orquesta Sinfónica de Moscú, Jaime Llano, Oriol Rangel, Alfredo Rolando Ortiz, Gentil Montaña, Olga Acevedo, David Puerta, Francisco Zapata, Luis Enrique Parra, la Estudiantina Fuentes y Pedro Nel Martínez.
Esta obra colombianísima que llega al medio siglo de existencia este 11 de abril de 2015, aunque no exactamente el Domingo de Ramos, también ha sido montada por corales de alta calidad artística en diferentes países. En Argentina se destaca la versión de la Sociedad de Canto Harmonie, de San Carlos Sud, provincia de Santa Fe, y en España son conocidas las interpretaciones de la Coral Armíz y Sine Nomine, en la provincia de Granada; la Coral Voces del Guadalhorce, en Málaga, y el Orfeón Virgen de la Escalera. En estos cuatro casos las corales le hicieron una pequeña introducción que no corresponde a la versión original de Los guaduales.

   Además de la grabación que el propio Villamil hizo en México con el Mariachi Vargas de Tecalitlán, en la que el término ‘guaduales’ lo sustituyó por la palabra ‘otates’, denominación dada en ese país a esta graminácea (Guadua angustifolia), se conocen grabaciones salseras del venezolano Ray Pérez y del puertorriqueño Chamaco Rivera.
 
Chamaco Rivera, uno de los grandes de la salsa de 
Puerto Rico, hizo su particilar versión de la guabina opita.

En Huila y otras regiones de Colombia, la expresión Los guaduales superó su connotación musical, ecológica y de elemental filosofía popular para darle el nombre a barrios, veredas, escuelas, casetas, tiendas, tertuliaderos, conjuntos residenciales, edificios, centros comerciales, clubes y hasta vagabundeaderos.

La letra original, especialmente la palabra 'mirarse',  que de manera equivocada algunos intérpretes han cambiado por el término 'tirarse', es la que se transcribe a continuación, de conformidad con los archivos existentes en Sayco. El propio maestro al grabarla en su voz con el Mariachi Vargas de Tecalitlán, en 1969, utilizó la expresión el término tal como aquí aparece.   
 
Los guaduales
Guabina

Lloran...
lloran los guaduales
porque también tienen alma.

Y los he visto llorando
y los he visto llorando
cuando en las tardes los estremece
el viento, en los valles.

Lloran...
lloran los guaduales
porque también tienen alma.

Y los he visto llorando
y los he visto llorando
cuando en las tardes los estremece
el viento en los valles.

También los he visto alegres,
y entrelazados, mirarse al río;
danzar al agreste canto
que dan las mirlas y las cigarras.

O envueltos en polvaredas
que se levantan en los caminos,
caminos que azota el viento
al paso alegre del campesino.

También los he visto alegres,
y entrelazados, mirarse al río;
danzar al agreste canto
que dan las mirlas y las cigarras.

O envueltos en polvaredas
que se levantan en los caminos,
caminos que azota el viento
al paso alegre del campesino.

Y todos vamos llorando
o cantando por la vida:
somos como los guaduales
a la vera del camino.






martes, 23 de diciembre de 2014

Dos policías, los protagonistas del villancico "Campanas de Navidad"

Campanas de Navidad, el bambuco sanjuanero compuesto por el maestro Jorge Villamil en 1958 fue creado a partir de dos historias diferentes pero ocurridas el mismo día en Bogotá. 40 años después, el maestro contó cómo en sus primeros días en calidad de médico halló a los protagonistas que le sirvieron para componer una sentida melodía que muestra dos caras opuestas de la Navidad. Los personajes: un modesto policía y un alto oficial de esa institución.


   Escuche una de las primeras versiones de Campanas de Navidad 
en las voces de Garzón y Collazos.


Este villancico en ritmo de sanjuanero muestra las contradicciones de la Navidad. Por un lado, la tristeza de quienes padecen algún dolor del cuerpo o el alma y por otro, la actitud de quienes entienden la llegada del Niño Dios como un motivo para la opulencia.

Su composición comenzó la noche del 24 de diciembre de 1957 con una llamada al servicio de medicina domiciliaria de la Policía Nacional donde un joven médico, identificado internamente como Villamil Cordovez Jorge Augusto, cumplía su turno obligatorio como parte de los requisitos exigidos para obtener el título de médico cirujano de la Pontificia Universidad Javeriana. Al otro lado de la línea un agente de la institución le pidió con insistencia su visita hasta el deprimido sector de Los Laches, al suroccidente de Bogotá, para atender a un niño que pese a los medicamentos suministrados llevaba varias horas con fiebre muy alta, escalofríos, delirios, manchas rojas en la piel y debilidad.

Al llegar encontró al policía, su señora y al pequeño apiñados en una estrecha pieza de inquilinato en la que dormían, preparaban sus alimentos y a veces medio jugaban. Después examinó en un rudimentario camastro al niño y encontró un agudo cuadro de sarampión el cual decidió tratar con reposo total y medicamentos especiales recomendados para atacar la infección. El policía y su mujer, sorprendidos por la sencillez y la manera pedagógica como el médico les explicó la enfermedad, el tratamiento a seguir y las recomendaciones para evitar que la enfermedad se propagara a otros niños de la posada, le dieron las gracias y en señal de agradecimiento le brindaron una copa de vino de manzana y un par de galletas La Rosa conservadas en una caja de cartón. Por su parte, el interno quedó abrumado al comprobar que el vino criollo, las colaciones, un pesebre con figuras de caucho y la Novena de Aguinaldos de la madre María Ignacia, eran los bienes más preciados de aquella familia para celebrar la Nochebuena. No sobraban los regalos ni abundaban las tarjetas, pero en el niño y la pareja, el joven científico decía haber visto la humildad de la familia de Belén.


El cantante neivano Fernando Tafur también hizo 
una gran versión de este villancico sanjuanero.


De regreso, observó por la ventanilla de un viejo campero policial cómo las luces de bengala inundaban los cielos capitalinos, mientras en las emisoras sonaban sin cesar los alegres sones de Guillermo Buitrago y los nostálgicos villancicos del venezolano Oswaldo Oropeza. Ya en el consultorio pensó en su difunta madre, recordó a don Jorge en su lecho de moribundo, le pareció ver a sus hermanas y sobrinos abriendo costosos regalos en Neiva y por un momento creyó estar de nuevo en El Cedral en una de las fantásticas reuniones de familiares y amigos, con mucha música, trago y baile hasta la madrugada. La dura realidad lo llevó de nuevo a esa víspera navideña, allí junto a una camilla, vestido de blanco y a la espera de nuevos pacientes que no tardaron en requerir sus servicios.

Esta vez el panorama fue diferente porque tuvo que partir hacia el exclusivo barrio El Chicó, al norte de Bogotá, para atender el llamado urgente de un general de la Policía Nacional. El alto oficial, vestido de etiqueta, y su señora, con traje largo, lo recibieron cariacontecidos en la puerta para informarle que uno de sus niños también tenía fiebre, delirios, escalofrío y estaba muy decaído. Villamil, después de auscultarlo y dictaminar que el muchacho tenía un severo resfriado, formuló descongestionantes, antihistamínicos y analgésicos y le recomendó tomar mucha agua y reposo absoluto. 

Los padres se tranquilizaron con el diagnóstico y los consejos del médico a quien invitaron a conocer la casa y a tomar algo en un espléndido salón en el que parejas especialmente ataviadas para la ocasión tiraban paso al compás de la estridente música tropical que no permitía ninguna conversación.

Hacia 1976 la cantante Vicky popularizó otra versión, 
tipo balada, de la canción de Villamil.


Al tiempo que los esposos le hablaban de sus éxitos y de su familia modelo, el médico seguía pasmado con tanta ostentación: montañas de regalos de todos los tamaños, pinos navideños que rozaban el techo, muñecos escandinavos del tamaño de un gigante, ululantes trenes movidos con baterías, engominados banqueteros repartiendo cantidades pantagruélicas de caviar, jamones y quesos que se acompañaban con rebosantes copas de champaña francesa y whisky escocés.

«Eso me impresionó muchísimo ―confesaba el médico-compositor― porque en un mismo día encontré dos polos opuestos: primero, la condición del policía que vivía hacinado en una piecita muy humilde y, segundo, la opulencia del general en su mansión. Ese contraste tan impresionante sirvió de inspiración y me llevó con rapidez al consultorio para escribir la letra, precisamente cuando se vivía en todas partes el espíritu de la Navidad».

La primera grabación de Campanas de Navidad la hicieron Las Dominicas, cuatro religiosas cubanas que al ser expulsadas de su país se asilaron en Colombia donde promovieron programas de rehabilitación de niños oriundos de zonas campesinas. Uno de sus medios de financiación fue la grabación de elepés comerciales, tarea en la que recibieron el apoyo del empresario Simón Daro, dueño del sello musical Discos Daro, quien vio en ellas altas calidades artísticas y la posibilidad de apoyar una buena causa.

La Grandiosa, de Neiva, le dio un delicioso 
toque tropical a Campanas de Navidad.

Después de una primera producción exitosa en 1964, las monjas se arriesgaron de nuevo y en 1966 lanzaron Alegre voy... Cantan las Dominicas las nuevas canciones del Dr. Jorge Villamil en la que además de Campanas de Navidad, grabaron Lucero de la tarde, La hamaca, Señor de Monserrate, Alegre voy, Alas de plata, Llorando por amor, Sor Alegría; Noche de azahares, Playas de San Andrés, Los remansos y Espumas.

De este villancico de clara estirpe colombiana ―jamás de origen nicaragüense como lo escuchó el autor de esta nota en un canal latino de televisión en una noche de Navidad en Estados Unidos son muy conocidas las versiones de Vicky, Garzón y Collazos, la Orquesta La Grandiosa, Fernando Tafur y el dueto de los Hermanos Tejada.

Su letra es la siguiente:


Campanas de Navidad,
Campanas de Navidad.

Campanas de Navidad
que van sonando,
con sus alegres repiques
van anunciando ¡Noche de paz!

Campanas de Navidad,
campanas de Navidad.

Se escuchan ya
los cantares de Nochebuena
que invaden todos los campos,
todos los sitios de la ciudad.
Campanas de Navidad,
campanas de Navidad.

Son muchos los que se alegran
y olvidan penas
hay otros que se recuerdan
con su sonar.

Que nada tienen en esta vida,
que todo llega y todo se olvida
y entonces lloran en Navidad.

Que nada tienen en esta vida,
que todo llega y todo se olvida
y entonces lloran en Navidad.

Campanas de Navidad
con alegría sonad, sonad,
porque ha llegado el Mesías
para salvar a la humanidad.

Campanas de Navidad
con alegría sonad, sonad,
porque ha llegado el Mesías
para salvar a la humanidad.

Campanas de Navidad,
campanas de Navidad.

Campanas de Navidad
que van sonando,
con sus alegres repiques
van anunciando ¡Noche de paz!

Campanas de Navidad,
campanas de Navidad.

Se escuchan ya
los cantares de Nochebuena
que invaden todos los campos,
todos los sitios de la ciudad.

Campanas de Navidad,
campanas de Navidad.

Son muchos los que se alegran
y olvidan penas
hay otros que recuerdan
con su sonar.

Que nada tienen en esta vida,
que todo llega y todo se olvida
y entonces lloran en Navidad.

Que nada tienen en esta vida,
que todo llega y todo se olvida
y entonces lloran en Navidad.

Campanas de Navidad
con alegría sonad, sonad,
porque ha llegado el Mesías
para salvar a la humanidad.

Campanas de Navidad
con alegría sonad, sonad,
porque ha llegado el Mesías
para salvar a la humanidad.