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domingo, 29 de marzo de 2015

50 años de "Los guaduales"


Domingo de Ramos y de guaduas


El Domingo de Ramos de 1965, mientras los católicos conmemoraba la entrada triunfante de Jesús a Jerusalén, en una vereda lejana de Acevedo, al sur del Huila, cerca de la Cueva de Los Guácharos, nació la guabina "Los guaduales", una canción que además de convertirse en símbolo de la ecología, entraña un elemental significado sobre los altibajos del diario vivir. 


Los nariñenses Arteaga y Rosero fueron los primeros 
en grabar Los guaduales.
  
Aunque en 1965 el maestro Jorge Villamil Cordovez creó ocho temas andinos y convirtió en porro la letra presentada por un espontáneo, ese año fue trascendental en su vida artística por el surgimiento de Los guaduales, un éxito rotundo que con los años conserva intacta su aureola de ícono musical colombiano.

Todo comenzó con una invitación a Jorge, Darío Garzón, Eduardo Collazos y otros amigos para visitar la Cueva de los Guácharos, un enigmático sistema de cavernas en el que habitan estas misteriosas aves nocturnas dotadas de una especie de radar natural, muy parecido al sistema de orientación de los murciélagos. Pese a que don Delio Tovar y su hijo Edgar, propietarios de la finca El Rubí —en Acevedo, sur del Huila—llevaban meses insistiendo en su invitación para los días previos a la Semana Santa, el paseo estuvo a punto de fracasar porque Darío y Eduardo cancelaron el viaje argumentando dificultades para su desplazamiento desde Bogotá y actividades artísticas de última hora. El resto de invitados, entre ellos el médico-compositor, se dejaron de perendengues, viajaron en avión desde Bogotá a Neiva, luego tomaron automóvil a Acevedo en donde una ‘chiva’ los llevó hasta San Adolfo, corregimiento en el que una recua de mulas los dejó en su destino final.

En el esplendor de su carrera, Garzón y Collazos 
también llevaron al acetato la entrañable guabina.

Entrada la tarde, disfrutaron desde lo alto el Valle del Suaza, un formidable tapete de todos los verdes del que brotan exóticas variedades silvestres de la orquídea, la flor nacional. El sábado hubo paseo, baño, música, sancocho de gallina a orillas del río Suaza y por la noche, cansados pero sin rendirse, armaron una agradable tertulia campesina abundante en cuentos de la mitología popular y música de la tierra en cuya interpretación, como es de suponer, toda la atención se centró en el compositor.

El viaje a la cueva localizada en inmediaciones del Suaza —vertiente occidental de la cordillera Oriental— quedó para el lunes ya que el domingo algunos invitados bajaron muy temprano hasta Acevedo para asistir a la ceremonia de bendición de los ramos y otros se quedaron en la finca para deleitarse con los matices celestes de las cordilleras, el gris serpenteante del río y las verdes matas de guadua enfiladas en las riberas. El enguayabado maestro duró una, dos o más horas ensimismado con esa vista singular en la que el susurro del follaje era la mejor sinfonía. Todo lo captaba sin decir ni tomar nota de nada: los grandes ventarrones sacudiendo a gigantes verdes como si fueran cometas, los caminos de herradura sepultados por torbellinos de polvo que morían en las nubes y el invierno amenazante tras las montañas.

Rodrigo Silva y Álvaro Villalba también la 
grabaron con Discos Phillips. 

Don Delio, que al mismo tiempo le ponía los últimos aliños al marrano y atizaba el horno de barro para tener listo el asado tan pronto llegara el resto de viajeros, lo interrumpió con sigilo sirviéndole una copa de ginebra con rodajas de limón. Al darse cuenta que no estaba ido, le acercó un taburete de cuero y sin vencer su timidez le pidió: «Maestro, inspírese para cantarle al paisaje». Así ocurrió porque en medio de esa paz que pueden brindar la vida silvestre y el alma transparente de un labriego comenzaron a surgir el tema y la melodía.

El autor, al evocar ese 11 de abril de 1965, Domingo de Ramos y de guaduales, destacaba el decisivo aporte campesino en esta composición:

En ese momento trataba de llover, hacía lluvia y hacía sol, había mucho viento, los guaduales del valle se estremecían y en los caminos se elevaban polvaredas, como remolinos de viento. Entonces yo dije: «Bailan los guaduales» porque de verdad se mecían mucho, pero una viejita que molía café al lado mío en un molino Corona me respondió: «No, doctor, los guaduales no bailan, lloran». Al preguntarle por qué, ella me contestó: «Porque también tienen alma». Y es que los campesinos los veían como si ellos estuvieran vivos o se frotaran, como si hablaran o se amacizaran. En verdad parecía como si todos esos guaduales verdes estuvieran llorando o jugando entre sí y esa apreciación fue definitiva porque cambió totalmente el significado de lo que yo estaba apreciando. En ese momento comencé a silbar y a tararear «Lloran, lloran los guaduales... porque también tienen alma / y los he visto llorando y los he visto llorando / cuando en las tardes los estremece el viento en los valles...»
 
Por supuesto, Emeterio y Felipe, le dieron su toque 
opita a la composición de Villamil.

Pasado el mediodía empezaron a regresar los vecinos de la vereda que habían asistido al oficio religioso. Sus coloridos vestidos domingueros daban vida a los zigzagueantes caminos, mientras en el ambiente se mezclaban los arpegios de pájaros con chirridos de grillos y chicharras que en vez de aturdir, levantaban el espíritu de nativos y extraños. Esa banda sonora amplificada por los rumores del Suaza, motivó aún más el silbido del poeta que tan pronto tuvo claras las primeras estrofas, las garrapateó en una amarillenta hoja escolar facilitada por el dueño de casa, aunque en su interior le quedó la sensación de haber hecho una guabina sin su verso final, esa parte que algunos músicos denominan el remate. Para infortunio suyo, esa incertidumbre no la pudo superar allí mismo porque el proceso compositivo fue interrumpido de un momento a otro por el bullicio de los visitantes, la música de un trío campesino y el inconfundible aroma del asado que invitaba a la mesa. 

En los años 70 el impacto de la canción era tan notorio, 
que boleristas famosos como Alci Acosta y el 
argentino Leo Marini, decidieron llevarla al disco.

  En los primeros días de 1966 Villamil se encontró en un estudio discográfico de Bogotá con Darío Garzón quien todavía lamentaba no haber podido disfrutar el paseo. Entre chistes y chanzas, ambos se enteraron que el dueto nariñense integrado por José Arteaga y Carlos Rosero estaba varado en la misma sala de grabación porque no había encontrado la última canción para un larga duración de doce temas. En ese momento Olga Lucía Ospina, quien hacía poco se había casado con Jorge y lo acompañaba en la reunión, recordó que en algún lugar de su apartamento había «una canción que habla como de guaduas» y sin pensarlo salió a buscar entre carpetas y apuntes empolvados la plana infantil regalada por don Delio en la que aparecía la composición. 

De regreso al estudio la entregaron a Arteaga y Rosero quienes la ensayaron una y otra vez buscando su punto ideal pero sin dejar satisfecho a su dueño que no descalificó la interpretación pero sí la sintió coja, «como si le faltara algo que redondeara la idea nacida en Acevedo». Allí mismo, dando vueltas, silbando, silbando y silbando, como era usual en su proceso creativo, emergió la síntesis requerida el día en que nació la primera parte y con la cual toda la canción adquirió más sentido y un mensaje más redondo.

La versión grabada a las carreras por Arteaga y Rosero no tuvo mayor resonancia y algo parecido sucedió con la que Garzón y Collazos incluyeron en el volumen Me llevarás en ti. En realidad quienes la popularizaron fueron los Hermanos Martínez quienes al interpretarla en la Conferencia Mundial de Orquideología, celebrada en Medellín en abril de 1967 en el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe, la proyectaron como un canto que entrelaza ecología con humanismo. Algunos de los presentes allí contaban que al ser ejecutada por el dueto santandereano todo el auditorio conformado por delegados nacionales y extranjeros se levantó para pedir su repetición.

Una versión moderna, en ritmo de balada, fue la 
del famoso cantante antioqueño Fausto.

«La canción de las guaduas», como cariñosamente la siguió llamando Olga Lucía de Villamil, pegó tanto que en escuelas y colegios la enseñaban dentro de una asignatura obligatoria llamada Música y Canto. Por sus ventas millonarias, Sonolux les otorgó a los Martínez discos de oro y platino y, según su autor, la belleza casi rústica de los instrumentos y el marcado acento de Jaime y Mario hicieron de su versión una de las mejores de las tantas que se han llevado al disco en Colombia y el exterior.

En Argentina, es conocida esta versión del coro 
Sociedad de Canto Harmonie, de San Carlos Sud, 
provinciade Santa Fe.

Tres décadas después, acompañado por el andariego periodista Héctor Mora Pedraza, el autor regresó al paraje en el que nació su célebre composición. Allí encontró que cerca de la finca El Rubí queda una vereda llamada Los guaduales en donde también se estableció una escuela pública que lleva el nombre del músico. Ya no estaban don Delio ni la viejita que molía café cerrero ni el horno de barro para los asados, pero los campesinos de coloridos atuendos siguen yendo religiosamente a batir palmas todos los Domingos de Ramos y los guaduales del Valle del Suaza, como si todos los días fueran una fiesta, siguen su romance a la vera del camino.

El padre de esta guabina la recordaba con especial cariño todos los Domingos de Ramos porque fue el 11 de abril de 1965, primer día de la Semana Santa, cuando brotó la inspiración al disfrutar, absorto, el verde valle del río Suaza. Pasado el tiempo, el protagonista decía que algo místico ocurrió aquella vez porque sin que él ni nadie lo propusiera ni lo programara con anticipación, surgió una feliz coincidencia entre la bendición de los ramos que todos los años conmemora la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén y las matas de guadua que aquel día se mecían en ese paraje como queriendo participar en la trascendental fiesta del cristianismo.

La prestigiosa Coral Armiz y Sine Nomine, 
de Granada, España, también hizo un montaje 
especial de la obra de Villamil.

Aparte de Arteaga y Rosero y los Hermanos Martínez, Los guaduales también figura en grabaciones de Garzón y Collazos, Silva & Villalba, Los Tolimenses, Los Tejada, Héctor y Víctor, Carlos Julio Ramírez, Berenice Chávez, Carmenza Duque, Beatriz Arellano, Carmiña Gallo, Víctor Hugo Ayala, Alci Acosta, Fausto y una indeterminada cantidad de tríos, duetos, estudiantinas y corales. En la modalidad instrumental, entre otros, hay discos de la Orquesta Sinfónica de Moscú, Jaime Llano, Oriol Rangel, Alfredo Rolando Ortiz, Gentil Montaña, Olga Acevedo, David Puerta, Francisco Zapata, Luis Enrique Parra, la Estudiantina Fuentes y Pedro Nel Martínez.
Esta obra colombianísima que llega al medio siglo de existencia este 11 de abril de 2015, aunque no exactamente el Domingo de Ramos, también ha sido montada por corales de alta calidad artística en diferentes países. En Argentina se destaca la versión de la Sociedad de Canto Harmonie, de San Carlos Sud, provincia de Santa Fe, y en España son conocidas las interpretaciones de la Coral Armíz y Sine Nomine, en la provincia de Granada; la Coral Voces del Guadalhorce, en Málaga, y el Orfeón Virgen de la Escalera. En estos cuatro casos las corales le hicieron una pequeña introducción que no corresponde a la versión original de Los guaduales.

   Además de la grabación que el propio Villamil hizo en México con el Mariachi Vargas de Tecalitlán, en la que el término ‘guaduales’ lo sustituyó por la palabra ‘otates’, denominación dada en ese país a esta graminácea (Guadua angustifolia), se conocen grabaciones salseras del venezolano Ray Pérez y del puertorriqueño Chamaco Rivera.
 
Chamaco Rivera, uno de los grandes de la salsa de 
Puerto Rico, hizo su particilar versión de la guabina opita.

En Huila y otras regiones de Colombia, la expresión Los guaduales superó su connotación musical, ecológica y de elemental filosofía popular para darle el nombre a barrios, veredas, escuelas, casetas, tiendas, tertuliaderos, conjuntos residenciales, edificios, centros comerciales, clubes y hasta vagabundeaderos.

La letra original, especialmente la palabra 'mirarse',  que de manera equivocada algunos intérpretes han cambiado por el término 'tirarse', es la que se transcribe a continuación, de conformidad con los archivos existentes en Sayco. El propio maestro al grabarla en su voz con el Mariachi Vargas de Tecalitlán, en 1969, utilizó la expresión el término tal como aquí aparece.   
 
Los guaduales
Guabina

Lloran...
lloran los guaduales
porque también tienen alma.

Y los he visto llorando
y los he visto llorando
cuando en las tardes los estremece
el viento, en los valles.

Lloran...
lloran los guaduales
porque también tienen alma.

Y los he visto llorando
y los he visto llorando
cuando en las tardes los estremece
el viento en los valles.

También los he visto alegres,
y entrelazados, mirarse al río;
danzar al agreste canto
que dan las mirlas y las cigarras.

O envueltos en polvaredas
que se levantan en los caminos,
caminos que azota el viento
al paso alegre del campesino.

También los he visto alegres,
y entrelazados, mirarse al río;
danzar al agreste canto
que dan las mirlas y las cigarras.

O envueltos en polvaredas
que se levantan en los caminos,
caminos que azota el viento
al paso alegre del campesino.

Y todos vamos llorando
o cantando por la vida:
somos como los guaduales
a la vera del camino.






martes, 23 de julio de 2013

Luis Alberto Osorio: auténtico juglar

Por Vicente Silva Vargas


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La fascinante historia de Luis Alberto Osorio, el músico andariego que compuso Alma del Huila, el pasillo que muchos años después, sin su permiso ni el de su familia, fue declarado himno folclórico del Huila.



 
Una de las pocas fotografías que se conocen del compositor
Luis Alberto Osorio Scarpetta.
 
 
 
Se llamaba Luis Alberto Osorio Scarpetta. Era un andariego impenitente, de esos que recorrían pueblos, campos y ciudades sin preocuparse del tiempo, la distancia o el dinero. Ya fuera con la guitarra al hombro o la trompeta en un desvencijado maletín, Osorio recorría el país con invitación o sin ella y hacía correrías interminables, unas veces al Huila y Cundinamarca en donde, de un momento a otro, armaba sus trebejos para llegar hasta los ardientes llanos del Tolima y de allí, sin otras razones diferentes a la música, se desplazaba a cualquier pueblo del Valle del Cauca para aparecer como un fantasma, en cuestión de días, dirigiendo una banda de nativos de San Andrés o deambulando en una chalupa por ríos y caños de la selva amazónica. 

Era músico de todo el día y todas las horas, rigor que adquirió gracias a sus estudios de composición y arte musical en el Conservatorio de Música Antonio María Valencia, en Cali. Allí, aparte de codearse con grandes maestros, aprendió armonía, composición e instrumentación para orquesta y banda. Fue un dedicado director musical y exigente profesor en colegios de Neiva, Ibagué, Chiquinquirá y Zipaquirá.
 
Quienes lo conocieron aseguran que era un gran maestro respetado por todos y recordado con cariño, especialmente por haber dirigido 31 bandas de músicos en regiones culturalmente diferentes, lo que constituye un auténtico récord mundial. La lista de sus agrupaciones ―en las que no figuran las estudiantinas ni los coros que fundó― muchas de las cuales creó casi que trabajando con las uñas, es envidiable: ocho en Huila (Aipe, Baraya, Colombia Campoalegre, Garzón, gigante, Palermo y Tello); siete en Tolima (Anzoátegui, Cajamarca, Espinal, Honda, Ibagué, San Luis y Valle de San Juan); cuatro en Cundinamarca (Anolaima, Fusagasugá, Girardot y la famosísima Banda del Batallón Guardia Presidencial); tres en Valle del Cauca (Cartago, La Victoria y Zarzal); tres en Boyacá (Chiquinquirá, Paipa y Sogamoso); tres en Quindío (Filandia, Montenegro y Quimbaya) y tres más en los mal llamados Territorios Nacionales (Florencia, San Andrés y Amazonas).

Además —y esa es una de sus facetas poco conocidas— dirigió orquestas de músicos en importantes circos colombianos y extranjeros y, como la gran mayoría de músicos de antes, nunca tuvo riquezas ni ambicionó tesoros porque para él primero estaban el arte y la diversión de los demás y luego el vil dinero, si es que este aparecía por algún lado o medio.

 
Quienes han estudiado su obra dicen que Osorio dejaba traslucir un sentimiento huilense y romántico genuino y que en el fondo de sus canciones había un dejo nostálgico propio de sus sinsabores, aspecto que para nada opaca su gigantesca obra musical consistente en más de 200 melodías, entre ellas, pasillos, bambucos, guabinas, joropos, pasodobles, rumbas criollas, rumbas antillanas, rancheras, valses y boleros. Además, tal vez influenciado por su maestro de música clásica en Bogotá, el respetable José Rozo Contreras, Luis Alberto compuso conciertos para flauta y piano, así como oberturas para trompeta y clarinete.

 
Osorio, nacido en Gigante el 24 de septiembre de 1907, fue el creador de Alma del Huila (“Con la ternura de la tierra mía que me vio nacer / canta mi alma con la dicha entera de  un amanecer…”), el hermoso pasillo que en 1995 —arbitrariamente, sin consultarle a nadie ni pagarle un peso a sus herederos— fue elevado a la categoría de himno oficial de este departamento y que, por fortuna, es cantado por los opitas sin rubores ni vergüenzas en eventos públicos como los partidos de fútbol y en certámenes académicos y gubernamentales. Para los que nacimos al sur del cerro del Pacandé y hoy vivimos fuera de nuestra tierra, este mágico canto tiene la virtud de provocar una infinita emoción que hace imposible ocultar los nostálgicos lagrimones.

Como si fuera poco, en una demostración de que viajar de la Seca a La Meca para crear bandas musicales y formar grupos artísticos era sólo una de sus obsesiones, a Osorio también le dio por inventar himnos oficiales de pueblos y ciudades (Baraya, Campoalegre, Florencia, Gigante e Íquira). No recibió nada a cambio en su momento y mucho menos sus herederos, ahora que su nombre ni siquiera es un recuerdo borroso en las páginas de esos lugares a los que entregó una parte de su talento.

 

Ese hombre excepcional que con sorprendente destreza ejecutaba tiple, guitarra, bandola, piano, trompeta, saxofón, tuba y clarinete, murió en la total inopia —en circunstancias muy parecidas a las de Crescencio Salcedo— y sin recibir un centavo por regalías y sin el reconocimiento de las autoridades, los sectores culturales y los gremios artísticos. Pese a ese desdén tan propio de un país más preocupado por lo foráneo que por lo nacional, su nombre hace muchos años pasó a la historia entre los grandes de la música andina colombiana. Es tal su huella que en Leticia, Amazonas, —a donde también llegó con su música para deleitar, enseñar y enamorar— cada año se celebra en su honor el Festival Internacional de Música Popular Amazonense el Pirarucú de Oro, un evento extraordinario que integra a artistas de Colombia, Perú y Brasil.

 
Su gloria no solo está plasmada en Alma del Huila, sino también en otras obras de gran factura inmortalizadas por Garzón y Collazos  y que forman parte de la antología del folclor de los Andes: los pasillos Flor del campo (“Cuando por vez primera mis labios te besaron / junto a los arrayanes que estaban tan floridos), y El ruiseñor (“En un playón del Putumayo / triste cantaba un ruiseñor…”); el bambuco Río Neiva (“Cerquita a río Neiva tengo mi choza y mi plantío…”); la guabina Tarde sobre el río, y la rumba criolla Sampedreando ―también conocida como San Pedro en El Espinal pero sin ninguna relación con el bambuco fiestero del mismo nombre creado por Milcíades Garavito― (“Quiero recorrer hasta el Espinal / y después tener lo que anhelo tanto…”). (Las canciones subrayadas pueden escucharse haciendo clic en el respectivo enlace).  

Ojalá alguna entidad pública o privada, muchas de las cuales despilfarran dineros en la publicación de libros, discos y videos de deplorables calidades artísticas, recopilara muy pronto toda su obra para que rememoremos la grandeza de un opita genial y exaltemos un trabajo artístico edificante pero poco divulgado.

Mientras tanto, desde la lejanía, ponemos una Flor del campo en la tumba de este auténtico juglar desconocido para Colombia e ignorado miserablemente en el Huila y para quien la música era un auténtico placer.  

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Algunos de los datos incluidos en este artículo fueron tomados de la página http://www.rumbayguateque.com/home-1/133-luis-alberto-osorio