Por
Vicente Silva Vargas
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La fascinante historia de Luis Alberto Osorio, el músico andariego que compuso Alma del Huila, el pasillo que muchos años después, sin su permiso ni el de su familia, fue declarado himno folclórico del Huila.
Una de las pocas fotografías que se conocen del compositor
Luis Alberto Osorio Scarpetta.
Se llamaba Luis
Alberto Osorio Scarpetta. Era un andariego impenitente, de esos que recorrían
pueblos, campos y ciudades sin preocuparse del tiempo, la distancia o el
dinero. Ya fuera con la guitarra al hombro o la trompeta en un desvencijado maletín,
Osorio recorría el país con invitación o sin ella y hacía correrías
interminables, unas veces al Huila y Cundinamarca en donde, de un momento a
otro, armaba sus trebejos para llegar hasta los ardientes llanos del Tolima y de
allí, sin otras razones diferentes a la música, se desplazaba a cualquier
pueblo del Valle del Cauca para aparecer como un fantasma, en cuestión de días,
dirigiendo una banda de nativos de San Andrés o deambulando en una chalupa por
ríos y caños de la selva amazónica.
Era músico de todo
el día y todas las horas, rigor que adquirió gracias a sus estudios de
composición y arte musical en el Conservatorio de Música Antonio María Valencia,
en Cali. Allí, aparte de codearse con grandes maestros, aprendió armonía,
composición e instrumentación para orquesta y banda. Fue un dedicado director
musical y exigente profesor en colegios de Neiva, Ibagué,
Chiquinquirá y Zipaquirá.
Quienes lo
conocieron aseguran que era un gran maestro respetado por todos y recordado con
cariño, especialmente por haber dirigido 31 bandas de músicos en regiones
culturalmente diferentes, lo que constituye un auténtico récord mundial. La lista
de sus agrupaciones ―en las que no figuran las estudiantinas ni los coros que
fundó― muchas de las cuales creó casi que trabajando con las uñas, es
envidiable: ocho en Huila (Aipe, Baraya, Colombia Campoalegre, Garzón, gigante,
Palermo y Tello); siete en Tolima (Anzoátegui, Cajamarca, Espinal, Honda, Ibagué,
San Luis y Valle de San Juan); cuatro en Cundinamarca (Anolaima, Fusagasugá, Girardot
y la famosísima Banda del Batallón Guardia Presidencial); tres en Valle del
Cauca (Cartago, La Victoria y Zarzal); tres en Boyacá (Chiquinquirá, Paipa y Sogamoso);
tres en Quindío (Filandia, Montenegro y Quimbaya) y tres más en los mal
llamados Territorios Nacionales (Florencia, San Andrés y Amazonas).
Además —y esa es
una de sus facetas poco conocidas— dirigió orquestas de músicos en importantes
circos colombianos y extranjeros y, como la gran mayoría de músicos de antes,
nunca tuvo riquezas ni ambicionó tesoros porque para él primero estaban el arte
y la diversión de los demás y luego el vil dinero, si es que este aparecía por algún lado o medio.
Osorio, nacido en
Gigante el 24 de septiembre de 1907, fue el creador de Alma del Huila (“Con la ternura de la tierra mía que me vio nacer /
canta mi alma con la dicha entera de un
amanecer…”), el hermoso pasillo que en
1995 —arbitrariamente, sin consultarle a nadie ni pagarle un peso a sus herederos— fue elevado a la categoría de himno oficial de este departamento y que, por
fortuna, es cantado por los opitas sin rubores ni vergüenzas en eventos
públicos como los partidos de fútbol y en certámenes académicos y
gubernamentales. Para los que nacimos al sur del cerro del Pacandé y hoy
vivimos fuera de nuestra tierra, este mágico canto tiene la virtud de provocar
una infinita emoción que hace imposible ocultar los nostálgicos lagrimones.
Como si fuera poco,
en una demostración de que viajar de la Seca a La Meca para crear bandas musicales
y formar grupos artísticos era sólo una de sus obsesiones, a Osorio también le
dio por inventar himnos oficiales de pueblos y ciudades (Baraya, Campoalegre, Florencia,
Gigante e Íquira). No recibió nada a cambio en su momento y mucho menos sus herederos, ahora
que su nombre ni siquiera es un recuerdo borroso en las páginas de
esos lugares a los que entregó una parte de su talento.
Ese hombre
excepcional que con sorprendente destreza ejecutaba tiple, guitarra, bandola, piano,
trompeta, saxofón, tuba y clarinete, murió en la total inopia —en
circunstancias muy parecidas a las de Crescencio Salcedo— y sin recibir un
centavo por regalías y sin el reconocimiento de las autoridades, los sectores
culturales y los gremios artísticos. Pese a ese desdén tan propio de un país
más preocupado por lo foráneo que por lo nacional, su nombre hace muchos años pasó
a la historia entre los grandes de la música andina colombiana. Es tal su
huella que en Leticia, Amazonas, —a donde también llegó con su música para
deleitar, enseñar y enamorar— cada año se celebra en su honor el Festival
Internacional de Música Popular Amazonense el Pirarucú de Oro, un evento
extraordinario que integra a artistas de Colombia, Perú y Brasil.
Ojalá
alguna entidad pública o privada, muchas de las cuales despilfarran dineros en la publicación de libros, discos y videos de deplorables calidades artísticas, recopilara muy pronto toda su obra para que
rememoremos la grandeza de un opita genial y exaltemos un trabajo artístico edificante
pero poco divulgado.
Mientras tanto, desde la lejanía, ponemos una Flor del campo en la tumba de este auténtico juglar desconocido para Colombia e ignorado miserablemente en el Huila y para quien la música era un auténtico placer.
Mientras tanto, desde la lejanía, ponemos una Flor del campo en la tumba de este auténtico juglar desconocido para Colombia e ignorado miserablemente en el Huila y para quien la música era un auténtico placer.
Algunos
de los datos incluidos en este artículo fueron tomados de la página http://www.rumbayguateque.com/home-1/133-luis-alberto-osorio
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