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martes, 8 de diciembre de 2015


La tumba de un buen ladrón, la más popular en un cementerio del Huila

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Habitantes de Altamira recuerdan que en 1978 un extraño llegó a la población con el propósito de robarse una valiosa custodia de oro guardada con celo en la sacristía de la iglesia. El hombre, que según otras versiones robaba para ayudar a los pobres, fue abatido a tiros por la Policía a plena luz del día. Como nadie reclamó su cadáver después de varios días de permanecer a la intemperie, cinco prostitutas reunieron un poco de dinero para evitar que fuera enterrado en una fosa común.

Después de casi cuatro décadas, la tumba de Mauro Piñeros ―el 'Robin Hood' opita― es la más visitada y adornada del cementerio de Garzón, la ciudad de mayor fervor religioso en Huila, al sur de Colombia.


Flores de todos los colores y arreglos especiales nunca faltan en la tumba.


Hace poco menos de 40 años un policía mató a balazos a Mauro Piñeros en el atrio de la iglesia de Altamira, pero hasta ahora, nadie sabe si ese era su nombre y si en verdad se trataba de un ladrón que robaba a los ricos para favorecer a los más pobres. Lo que sí está comprobado es que era un forastero joven y de buena apariencia que al ser sorprendido cuando huía de la iglesia con una custodia de oro escondida entre su chaqueta de cuero negro, fue cosido a balazos por uno de los dos policiales que vigilaba la tradicional modorra que al medio día anestesia a muchos pueblos del Huila.

Testimonios de la época contrastados con personajes de hoy indican que Mauro alcanzó a decir su nombre, aprisionó la valiosa joya contra su pecho, confesó su vocación por los desvalidos y que poco antes de morir, con el policía todavía apuntándole a la cabeza, pidió perdón a Dios por todos sus pecados. Alertado por las beatas del lugar, al cura párroco poco le importó meterse en el charco de sangre para impartirle la extremaunción en latín y esparcirle agua bendita por todo el cuerpo. Cuando comprobó que había expirado, desengarzó con dificultad los dedos que atenazaban la custodia salpicada de sangre y ayudado por el purificador, un pequeño lienzo utilizado para tocar los ornamentos sagrados, logró recuperarlo y «limpiarle la mancha del sacrilegio».

Al contrario de lo dicho por Rubén Blades en su canción, ese día de 1978 hubo mucho ruido porque todo el pueblo salió a curiosear y a hacerse repetidas cruces delante del cadáver aún caliente. Sin embargo, como sí dice el panameño en su Pedro Navajas, «no hubo preguntas [ni] nadie lloró», quizá porque se trataba de un intruso llegado de lejos a perturbar la paz de un pueblo en el que sus mil almas acostumbraban a morirse de viejos cada veinte años. Además, Altamira, ―donde siempre se han fabricado las mejores achiras del mundo― era un pueblo tan pobre que escasamente tenía presupuesto para pagarle el sueldo cada tres meses al alcalde, a la tesorera y al personero y mal podía despilfarrar sus paupérrimos recursos en el entierro de un sacrílego.

El cuerpo estuvo varios días a la intemperie. Aunque todo el pueblo fue en romería hasta el camposanto para hacerle caso al alcalde que a través del megáfono encaramado en una guadua del parque principal había pedido su colaboración para identificar al difunto y «darle cristiana sepultura», todos vieron y olieron algo peor a lo que ya habían visto: una gruesa nube negra de chulos dando vueltas interminables en el cielo y un olor nauseabundo impregnándose en todo lo que parecía tener vida.
Placas de agradecimiento dan cuenta de los favores del 'Robin Hood' opita.
Tres días después, una comisión judicial llegó de Garzón con la doble misión de investigar los hechos y, como se dice en medios policiales, «reconocer plenamente al occiso». De nuevo, nadie lo distinguió ni habló de él. Ninguno lo había visto antes ni sabía de su familia ni conocía en la región a alguien con el apellido Piñeros y, como en el primer día, «no hubo preguntas [ni] nadie lloró», aunque sí se tomó la sesuda decisión de amortajarlo en una raída sábana de soldado y tirarlo como un bulto de yuca a una volqueta de la basura para llevarlo hasta Garzón, un pueblo más grande y con distrito judicial, en donde la identificación podría arrojar mejores resultados.

Luego de otros cinco días abandonado en el piso de otro lúgubre cuarto que hacía las veces de morgue del cementerio, la diligencia de reconocimiento, pese a los anuncios transmitidos cada media hora por Radio Garzón, llegó a la misma conclusión de los primeros días: no había pistas sobre el tal Mauro Piñeros y su llegada al Huila. Nadie hizo nada por buscar a su familia y confirmar su identidad, pese a que unos pocos alcanzaron a insinuarles a los investigadores que buscaran ayuda en Bogotá y Cundinamarca en donde ese apellido era muy reconocido.

Sepelio digno
El alcalde de Garzón autorizó una modesta partida para comprar un ataúd de madera desechable y ordenó, por razones de salubridad, el inmediato entierro del ‘Ladrón de la custodia de Altamira’ en una fosa común. El trámite de la partida presupuestal y la compra del cajón se refundieron entre firmas, sellos y vistos buenos y obligaron al administrador del cementerio, Darío Rivas, a llevar el cuerpo envuelto en la misma sábana de Altamira, hasta un pestilente hueco colindante con las tumbas de los suicidas. Jaime Rivas Polo, hijo de Darío, le contó al autor de este blog que justo en el momento en que Rivas abría una zanja para ubicar al nuevo inquilino cerca a los cuerpos descompuestos de otros NN, cinco mujeres a las que nunca había visto lo abordaron con múltiples preguntas que respondió entre dudas y monosílabos.

Como acostumbraban a hacerlo todos los lunes, las mujeres habían bajado de los vagabundeaderos de Moroco para rezarles a las almas del Purgatorio, pero en lugar de minifaldas de ocasión, mallas insinuantes y yines embutidos a la fuerza, vestían discretos faldones de tafetán que ocultaban los sensuales atractivos del amor comprado. No llevaban coloretes chillones, maquillajes extravagantes ni pelucas de colorines, tan solo unos sencillos mantos de encajes negros ocultaban sus rostros ajados por el fragor de besos babosos y la trasnocha de todos las horas.

Sepulturero y prostitutas hablaron apenas lo necesario. Ellas prometieron comprar el mejor ataúd que había en la Funeraria Milflorez, la única existente en el pueblo, e hicieron ‘vaca’ para adquirir con sus ajados billetes una tumba en tierra digna, distante del pabellón de suicidas y distinta a la fosa común. Sin importarles las habladurías ni los señalamientos de las rezanderas que todos los lunes también iban al cementerio a chismosear y no a rezar, las putas buscaron a tres amigos de farra, trago y amores para que hicieran la obra de caridad de preparar el cuerpo de un pobre cristiano al que la burocracia le negó un sepelio decente.

Carlos Fériz, David Boronas Gil y Omar Silva Vargas, aparecieron en un santiamén, limpiaron el cuerpo putrefacto, lo vistieron de saco y corbata, le pusieron zapatos nuevos, lo amortajaron con una sábana nueva comprada en el Almacén Tequendama y poco antes de que las campanas de la Catedral marcaran las seis de la tarde ―tras fracasar en la búsqueda de un sacerdote que le diera cristiana sepultura, siendo Garzón un pueblo atestado de curas―, los ocho deudos llevaron el féretro hasta la capilla del cementerio.
En tiempos de lluvia o de pleno sol, siempre hay flores para Mauro.
Allí rezaron el credo, un padrenuestro y tres avemarías, y luego, en un cortejo lúgubre y silencioso, apenas cortado por el gimoteo de las cinco mujeres, entregaron el ataúd a Darío quien les advirtió que por tratarse de una persona muerta violentamente su sepultura debía identificarse con claridad a fin de que las autoridades pudieran adelantaran «las investigaciones pertinentes», investigaciones pertinentes que nunca continuaron.

Los ‘deudos’ atendieron la recomendación al tomar una cruz de madera abandonada en una tumba sin muerto y le pusieron un cartón en el que escribieron lo único que sabían de su muerto: «Mauro Piñeros». Después de rezar en coro la oración de los difuntos («Dale, Señor, el descanso eterno / brille para él la luz perpetua»), cada uno dio tres golpes largos y secos en el cajón para pedirle al difunto, en silencio, un favor desde la eternidad. Enseguida, los hombres bajaron el cuerpo a la fosa, le lanzaron unas cuantas manotadas de tierra y dejaron que Darío lo tapara con lentas paladas, tan lentas que parecían lamentos de alma en pena.

La leyenda
Las cinco mujeres de Moroco ―el más antiguo prostíbulo del Huila― se convirtieron desde ese momento en las viudas de un hombre con el que nunca hablaron ni cruzaron palabras. Allí mismo, al borde de la fosa, acordaron cuidar la sepultura, le mandaron a decir misas cantadas y sin decir quiénes eran ni qué hacían, fueron hasta el convento de las monjas Clarisas para pedirles que lo incluyeran en su lista de intenciones por las almas del Purgatorio.

Fueron aquellas muchachas desconocidas y estigmatizadas las que en el voz a voz con sus clientes, amigas y comadres empezaron a regar el cuento de un delincuente desconocido que desde el más allá les hizo milagros como conseguirles un empleo decente para retirarse del oficio, conquistar a un hombre soltero que las sacara a vivir juiciosas, levantar un billete para construir la casa de sus viejos, librarlas por siempre de la trampa del aguardiente o alejarlas del cigarrillo y la marihuana. Desde los puteaderos, el cuento del buen ladrón se regó como pólvora y llegó a todo el pueblo rezandero y al no creyente, se metió entre la ‘gente bien’ del Club Social y caló hondo en la ‘gente mal’ que no sabía de clubes ni tenía apellidos encopetados.

Cuatro décadas después, su imagen ―etérea y desconocida― está presente en la más visitada, cuidada y florida tumba de la conventual Garzón. Alberto Sanabria, un veterano sepulturero que conoce muy bien la leyenda del 'Robin Hood de Altamira' y sus alrededores recordó con el cronista algunos detalles que la memoria colectiva ha ido alimentado. «En la medida que creció el rumor de la muerte a tiros del hombre que dizque robaba para darle lo robado a los pobres, fue aumentando la peregrinación. Su tumba, que no es la más bonita ni la más lujosa o la de mayor tamaño, poco a poco empezó a llenarse de flores, placas de agradecimiento, velas y veladoras», asegura este hombre que lleva más de 30 años cuidando el cementerio que es propiedad de la Diócesis de Garzón.
Aunque es muy modesto, el sepulcro se destaca desde
cualquier lugar del cementerio.
«La sepultura estuvo abandonada durante un tiempo, apenas con la cruz de madera que le dejaron las mujeres que lo enterraron, pero un día vino de Cali una señora muy elegante y emperifollada que le prometió cuidar su tumba si le hacía un milagro. Y debió hacerle el favor porque al poco tiempo volvió y la mandó a arreglar dejándola muy bonita», afirma Alberto Cabrera, otro trabajador del cementerio que se volvió viejo viendo el diario desfile de fieles de Mauro.

Oliva, una mujer que hace más de 30 años vende flores a la entrada del cementerio, dice que «todos los lunes una señora llamada Mercedes llega a las ocho en punto de la mañana a barrer, limpiar la tumba, ponerle flores y cambiarle el agua a los floreros». Oliva no sabe quién es la misteriosa mujer ni qué hace porque, según ella, tan pronto compra los arreglos entra al cementerio de donde sale una hora después sin dar ninguna explicación.

«Es impresionante, desde el momento en que abrimos el puesto, llega gente muy diferente a pedir las flores más bonitas para ese señor, pero cuando más vendemos es los lunes que es el día de la misa de difuntos», asegura Teresa, otra vendedora que nunca ha preguntado a sus clientes si Piñeros les ha hecho milagros o no.
Empleados del cementerio aseguran que por lo menos un centenar
de personas visitan el lugar en días normales.
Según versiones de los fieles que frecuentan el camposanto, el ‘buen ladrón’ es visitado por personas de todas las condiciones sociales. «Viene de todo, desde gente adinerada del antiguo Club Social, hasta gente muy pobre que no tiene dónde caer muerta. También lo visitan los políticos del pueblo, empleados públicos, profesionales reconocidos, las prostitutas de Moroco y otros ‘metederos’ y hasta guerrilleros, paramilitares y personas del bajo mundo como raponeros y vendedores de drogas», asegura Alberto Chávarro, un pensionado que los primeros lunes de todos los meses visita el lugar «para darle las gracias a Mauro por el milagrito que me hizo», un favor que él se niega a revelar.  

«Muchos vienen con flores, le rezan un rato, se arrodillan y le prenden una esperma o una veladora. Otros hacen el rosario, le ponen una placa de agradecimiento y al final dan tres golpes lentos y secos en la cruz de concreto o en el nicho para pedirle favores, especialmente trabajo, salud o la solución a problemas económicos o familiares», atestigua con seguridad Alberto Sanabria.

Aunque la Iglesia católica no avala ni cuestiona estas manifestaciones de religiosidad popular, Sanabria y Cabrera, que nunca han golpeado con los dedos los lugares de reposo de sus vecinos para pedirles un milagro, manifiestan que junto a la florida y concurrida sepultura han escuchado muchos testimonios de personas que, Biblia en mano, juran haber recibido sorprendentes favores del 'Robin Hood opita'.

Bogotá, D. C., 7 de diciembre de 2015

viernes, 3 de julio de 2015

El Balseadero, un puente quebrado que con nada curaremos

Hace algunos días, trabajando para una nueva propuesta televisiva, regresé a Altamira, La Jagua, Agrado, Garzón y Gigante, localidades del Huila, al sur de Colombia,  afectadas en todo sentido por la construcción de la represa de El Quimbo, un monumental proyecto hidroeléctrico que obligó a desviar por segunda vez en la historia al río Magdalena, el más importante del país.

Fotografía tomada desde el nuevo viaducto. Al fondo, el fracturado
puente del Balseadero rodeado de terrenos talados en los que
antes había especies arbóreas nativas. 
(Foto de Vicente Silva Vargas tomada el 24 de junio de 2015).
  
El panorama es deprimente. En el Balseadero, un bañadero natural que debe su nombre al paso obligado de balsas entre Garzón y El Agrado en tiempos remotos cuando no había puentes ni lanchas movidas a motor, desapareció todo lo que muchas generaciones de huilenses conocimos y disfrutamos. Los escampaderos  de piedra, arena y pasto, formados por el uso de la gente para los ancestrales paseos de olla, fueron arrasados por poderosas máquinas retroexcavadoras y sus arbustos nativos que otrora brindaban frescor, se convirtieron en horrendos chamiceros. De la comunidad de La Escalereta, una parcelación formada por modestas familias campesinas que en los años 60 y 70 reclamaron al Estado tierras de engorde para trabajarlas y volverlas productivas hasta el punto de convertirse modelo nacional de reforma agraria, solo queda un parche de tierra rojiza.

Muchas labranzas de cacao, sembradíos naturales que existían en las riberas del río antes de la llegada de los conquistadores españoles, también se esfumaron con lo cual el Huila dejará de ser una de las regiones líderes en la producción del llamado ‘alimento de los dioses’. Ya no hay canoas ni chiles ni anzuelos y mucho menos peces porque los pescadores también debieron salir como si fueran parias.

Otra gran cantidad de árboles de las orillas del Magdalena fueron talados sin misericordia y hoy sus restos son aserrados a las carreras dizque para evitar su descomposición tan pronto las aguas del río empiecen a transformarse en aguas de lago artificial. Tal vez sus trozos de madera sirvan dentro de poco para que a orillas del Magdalena represado (¿o apresado?) ciertos empresarios emergentes de la región levanten sus lujosos chalets.

El puente de acero y concreto construido en los años 40 del siglo pasado, todos los días pierde un trozo de su otrora refulgente figura ya sea porque los martillazos lo trituran o bien porque su espinazo no soporta más el triste final de una vida sobre el río que fue compañero y rival. Al ver su cascarón inerme e inservible en la distancia, junto al portal de otro puente aún más viejo, a él se le puede cantar con ternura aquella cantinela infantil: «El puente está quebrado / con qué lo curaremos...» Seguramente, digo yo, no será con cáscaras de huevo porque el Balseadero, en pocos días, será devorado ya no por su acompañante de siempre sino por otro rival más sano y más fuerte que acabó con los dos al mismo tiempo. 

Este es el puente sobre el paso de El Balseadero que en pocos
 días desaparecerá para siempre. A un lado, a la izquierda,
el portal de un viaducto más antiguo.
(Fotografía de jafiur@gmail.com, tomada del sitio
Panoramio / Google Maps).
El paisaje natural fue transformado salvajemente por la mano del hombre, el poder del dinero, la avaricia de la multinacional europea Emgesa y la nula creatividad de políticos y gobernantes que en contravía de las alternativas probadas por otros países como la energía solar, no ven soluciones distintas a saturar el Guacacayo o río de las Tumbas, como lo llamaban los aborígenes, de represas y más represas como la proyectada en Pericongo. En su página electrónica ―con un imperdonable error de redacción― la multinacional pregona que El Quimbo «Aporta significativamente a la insuficiencia energética de la Nación» (SIC), al suministrar el 8 % de su demanda de electricidad, pero en ninguna parte indica que los miles de kilovatios que generará serán sinónimo de calidad en el servicio o tarifas más cómodas para los usuarios. Tampoco resulta creíble ésta frase de cajón: «impulsará el desarrollo y crecimiento del Huila en línea con la agenda de competitividad del departamento, generando dinamismo económico en la región».

Mucho se ha dicho en Huila y muy poco a nivel nacional, sobre las responsabilidades políticas, sociales, económicas y éticas del proyecto convertido en realidad y los efectos devastadores del Quimbo en el medio ambiente y en la comunidad. Para no entrar en discusiones interminables, basta tomar uno de los apartes de la encíclica Laudato si' promulgada el 24 de mayo de 2015 por el papa Francisco y en la que el sucesor de Pedro hace una profunda reflexión sobre el desenfreno mercantilista y la torpeza política, dos males que aupados por las grandes potencias golpean a los países más pobres:

«Esta hermana [la tierra] clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que ‘gime y sufre dolores de parto’ (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura».  

Nunca antes un viaje a la tierra de mis viejos ―la hermana tierra de la que entrañablemente hablara san Francisco de Asís― me había conmovido tanto como el último día de San Juan en el que volví a misa de cinco de la mañana y en la recordé mientras comulgaba a Omar, mi sampedrino hermano bailador, bebedor y enamorador. Allí en Garzón, en la plaza de mercado donde todos los sabores, colores y olores forman un banquete celestial, volví a tomar colada de achira en tazón de esmalte y otra vez engullí como un desaforado los inimitables tamales de arroz, hogo, zanahoria, tajada de huevo, tocino, carne de res y pollo, envueltos en primorosas hojas de bijao. Tan solo la vitalidad de unos jóvenes y viejos cultores de nuestros sanjuaneros y rajaleñas y la pasión por el trabajo cultural al lado de gente del pueblo lograron paliar la tristeza que no pudo ocultar el Doble Anís. No lo puedo negar ni lo he podido superar: me siento tan arrasado como los sembrados y la vegetación del Balseadero.

Al observar la debacle desde el puente de 1.708 metros que según el Gobierno será el más largo de Colombia tan solo por unos años, hoy más que nunca me golpea el mensaje tristón de El Caracolí, la guabina de Jorge Villamil que para mí es el himno de este desastre ambiental y sentimental:
Busqué en las playas del inmenso río
que en el pasado feliz recorrí
hallé el sendero cubierto de abrojos
las casas viejas se cayeron ya.

Y aquellas barcas de los pescadores
que reposaban sobe el arenal
ya no se encuentran, ya no se encadenan
al añoso tronco del caracolí.

En ese enlace podrá escuchar la canción El Caracolí.
Como muchos amigos, especialmente jóvenes, escribieron para que hablara de El Caracolí y su relación con un comentario mío en Facebook sobre El Quimbo y el puente del Balseadero, les cuento que se trata de una canción sobre la vieja Neiva, cuando esa ciudad era un puerto importante sobre el Magdalena al cual llegaban grandes embarcaciones con mercaderías de todo el mundo. Allí había un comercio vibrante y, por supuesto, muchas casas para diversión de adultos (para no ponerme tan fino: eran puteaderos).
En 1939, cuando el maestro apena tenía diez años, su padre, don Jorge Villamil Ortega, lo llevó a conocer ese lugar que vivía sus momentos de mayor esplendor y se sorprendió al ver su vitalidad, el movimiento mercantil, al diversidad de personajes y el colorido portuario. Veinte años después, en 1959, pocos meses después de muerto su padre, el recién graduado médico quiso recordar aquellos paseos al puerto de Caracolí y encontró que todo el agite y la luminosidad de otros tiempos habían muerto para siempre pero que muchos de sus lugares, momentos y personajes estaban vivos entre recuerdos y nostalgias.

Algo parecido me sucedió (sin puteaderos) cuando volví hace unos días al Balseadero y La Escalereta, dos lugares a los que muchas veces fuimos de paseo a fincas de amigos y a fiestas en casas de viejos conocidos que salieron de sus predios como si los hubiera expulsado un demonio exterminador. Allí estuvimos con mi padre y todos sus nietos en el último paseo de su vida ya que tres días después de haber gozado en ese lugar el remate de las fiestas de San Pedro que él contribuyó a crear en Garzón, partió para siempre. Ese fue mi último paseo al Magdalena pues no me imagino dentro de unos años, viejo e inútil, sentado en un restaurante de cadena tratando de identificar el sabor de un sancocho de gallina campesina al lado de un lago artificial que en poco tiempo hará su notable aporte al calentamiento global, ni me ubico en un resort tratando de comer un tamal envuelto en una bolsa de polietileno.
 
Vicente Silva Falla en El Balseadero con sus nietas
María del Mar Chávarro Silva y Daniela y María
Alejandra Silva Chamat.
(Archivo familiar).

Esta postal opita tiene música nostálgica y adioses como los de la mujer de Lot que no se atrevió a mirar atrás para no convertirse en estatua de sal. Son más las preguntas con respuestas huecas y los llantos con sabor al Yuma, el río en el que, como decía el filósofo griego, nunca nos volveremos a bañar.




Garzón, 29 de junio de 2015. 






martes, 18 de junio de 2013

¡Me robaron el asado!


Por Vicente Silva Vargas

 

Crónica sampedrina sobre una experiencia personal vivida hace más de 20 años cuando, de manera inexplicable, una remesa que contenía el delicioso asado de cerdo huilense, desapareció entre el Huila y Bogotá. No es cuento opita ni es otro embuste del Embajador de la India. Sucedió tal como se relata en las siguientes líneas.

 
 
 
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El cerdo es cuidado durante meses y sacrificado en vísperas del
San Juan para reparar el plato emblemático del Huila.
Foto del libro Alto Magdalena, publicado por la Central Hidroeléctrica de Betania (1987).
 
 

sábado, 1 de junio de 2013

El profesor de Física

 La noticia del deceso del ilustre profesor caucano Jorge Rengifo Reina sí resultó cierta esta vez. Hace un par de meses el síndrome de la chiva lo mató pero él siguió firme en su refugio de Campoalegre. No ha habido en Garzón un educador que haya dejado tan larga, profunda y constructiva huella entre sus estudiantes y colegas.

Esta breve crónica la escribí hace 17 años para el periódico El Pichinche cuando el profesor había sido notificado de su jubilación y buscaba con afán que el Estado colombiano, después de varios meses de reconocerle el derecho, le pagara la primera mesada de su pensión. Está tal como salió impresa y preferí dejarla así porque prefiero guardar en la memoria el recuerdo vivo de mis muertos en lugar de imaginarlos en la frialdad de una tumba. Homenaje.



  
El profesor Jorge Rengifo Reina, al centro, en la
ceremonia de  graduación de bachilleres del Colegio
Nacional Simón Bolívar en 1978.

Todas las mañanas, cinco minutos antes de empezar su clase, ya estaba parado al frente de la puerta esperando a sus alumnos e impecablemente vestido: pantalón de paño inglés, camisa blanca con puños y cuellos arreglados con almidón de yuca, mancornas de oro, corbata francesa de seda con pisacorbata dorado y su escaso cabello lustrado con fijador ‘Lechuga’.
Bajo el brazo izquierdo, sin falta alguna, llevaba sus armas más poderosas: la escuadra, la regla y el compás de madera. En la mano derecha portaba un viejo pero cuidado maletín de cuero en el que siempre tenían sitio la almohadilla rellena de tripas de tela vieja, una caja de tiza blanca y el libro blanquiazul de Física que era el terror de quienes veíamos en la matemática la fuente de todos nuestros males.

Su presencia era imponente, pero más lo eran el tono de su voz, su porte marcial, las acotaciones a la disciplina alemana y el infaltable llamado a lista por orden alfabético en el que siempre había regaño para el incumplido, el desaseado, el indisciplinado o simplemente para el que no era de sus afectos. Nadie en el Colegio Nacional Simón Bolívar, en Garzón —al sur de Colombia— se perdía sus clases no por el temor que podía generar o por la amenaza de una falla que hiciera perder la materia, sino por el espectáculo que eran sus disertaciones llenas de humanismo, cultura universal e infinidad de apuntes históricos y en las que brotaban, en cualquier momento, bromas promovidas por él y rifirrafes con estudiantes que no pasaban de ser puestas en escena para enseñar divirtiendo.

Sin duda, la marca mayor de su particular estilo pedagógico eran las expresiones acuñadas durante años para remarcar un hecho, simplificar una enseñanza o contar el cuento sin muchos adornos. Todas sus frases que muchas veces parecían una sentencia, pasaron a ser parte de la vida y los dichos cotidianos de sus discípulos que hoy las recuerdan de memoria como si fueran la marca registrada de su legado. “Calce escuadra”, significaba poner sin vacilaciones sobre el tablero aquel útil escolar. “Raya que manda”, era la orden para trazar una línea recta, nítida y firme en el la pizarra. “No tiemble como una gallina”, equivalía a dar la lección sin temores. Con “el que duda, no sabe” se refería a los vacilantes. "El pájaro de acero" era el símil para hablar de los aviones, según él, el mayor invento del hombre. Y "No le ponga perendengues" era una advertencia para decir o hacer las cosas de manera sencilla y sin arabescos.  

El amor nunca estuvo ausente en sus charlas.  Sus referencias hacia las mujeres siempre fueron galantes, algunas de ellas cargadas de fino humor payanés sin llegar nunca a la chabacanería o el irrespeto.  Para ellas, este impenitente solterón que casó ya bastante mayor, siempre tenía a flor de labios un gracejo o una frase halagadora. No importaba sí eran casadas o solteras, viudas o señoras respetables, voluptuosas damas de dudosa actividad o florecientes niñas del Cooperativo.

 El profesor Rengifo, al centro, con camisa y corbata, en una
ceremonia cívica en Garzón. En la foto aparecen la alcaldesa
Lola Ramírez de Ramón, el concejal Hernán Valderrama
y los comunicadores Alonso Barreiro y Vicente Silva Vargas. 

Se jactaba de su estirpe  del Valle y el Cauca y hablaba con propiedad de los Caicedo, los Holguín, los Lloreda, los Rengifo y los Valencia de quienes había sido condiscípulo o profesor ya fuera en Popayán o en Cali.  Era un amante desenfrenado de todo lo colombiano y a sus alumnos les transmitía con sinceridad el afecto hacia su patria, la música, el folclor, la historia y sus paisajes. Si bien Europa era su sueño eterno —en particular Francia y Alemania— Colombia estaba por encima de cualquier cosa, a pesar de su anarquía, la pereza  y lo que él llamaba "la falta de grandeza". Mención aparte merece el dominio perfecto del francés que tenía su mayor expresión en la entonada versión de La Marsellesa (vea la interpretación de Edith Piaff) y en el canto de Nathalie, al estilo Gilbert Becaud. (Ver versión original).

Muchos años después de haber enseñado a varias generaciones de huilenses, compañeros y alumnos cuentan que Jorge Rengifo Reina, el profesor de física, es una sombra en el Bolívar de sus amores. Sus compañeros de entonces —Antonio Navarro, Luis Pérez, Fortunato Figueroa, Elías Luna, Diego Parra y José Nahúm Martínez— lo han imaginado bajando por las escaleras antes de las ocho de la mañana rumbo al salón de clases sin dejar nunca la corbata ni su gomina y mucho menos, la escuadra, la regla, el compás y el abominable libro de Física.

Pajarito, uno de los viejos porteros del colegio, contó que hace poco creyó verlo en el laboratorio, limpiando pipetas y tubos de ensayo. José Ramiro Chávarro, sobrio como siempre, dice haberlo visto junto a la palma de cuesco probando su experimento acción-reacción con un botellón repleto de agua. Teodoro García aseguró que lo vio de verdad y no en visiones, paseando su solitaria dignidad por algunas calles de Garzón. En diciembre, Jorge Triana, un taxista de la Plaza de Bolívar, lo observó bajar a toda prisa por la séptima, dando la vuelta por la calle Real hasta llegar a San Isidro. Y hasta las muchachas del Cooperativo —exalumnas suyas y hoy son abnegadas esposas— aseguran que hasta remilgado se volvió a la hora de echarles piropos.

Un colega suyo contó que tan pronto le notificaron la resolución que ordenaba su pensión de jubilación, su ímpetu creativo disminuyó y que apenas lo desvincularon del servicio en el colegio, sintió como si le hubieran dicho: "Viejo, usted ya no sirve más”. “Desde que lo pensionaron no volvió a ser el mismo", relató Marina, una exitosa bacterióloga de Tarqui para quien Rengifo Reina es el modelo ideal de maestro y persona que el paso de los años y los nuevos vientos educativos ha borrado de los claustros colombianos. .

Ahora, cuando los muchachos dicen que los colegios son más 'bacanos' por permitir el libre desarrollo de la personalidad de compañeros y profesores y porque las buenas maneras y el conocimiento son una 'mamera', añoramos más que nunca los tiempos de cientos de Rengifos olvidados que deambulan en Colombia con una misérrima mesada en la mano y su caudal de conocimientos arrumados en un viejo maletín de cuero.


Bogotá, D. C., víspera del San Juan de 1996.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Medio siglo del escándalo del Embajador de la India

"Señores voy a contarles lo que en Neiva sucedió..."

 
 
 
Jaime Torres Holguín, el hombre que
hace 50 años se hizo pasar como
embajador de la India en Colombia. 
(Foto de la familia Torres Quintero cedida
al periodista Olmedo Polanco).


 

 

Esta semana ―del 10 al 17 de diciembre― se cumplen 50 años del escándalo protagonizado en Neiva por un hombre que se hizo pasar como embajador de la India en Colombia. Este risible episodio que marcó a los huilenses como ingenuos y bobos y que ha servido para hacer canciones, un película y hasta bromas de mal gusto, es reconstruido en las siguientes líneas paso a paso. Memoria.


Por Vicente Silva Vargas

 
   Todo empezó la segunda semana de diciembre de 1962 cuando llegó a Neiva Jaime Torres Holguín, «antiguo seminarista de la ciudad de Garzón», un hombre con gran poder de convicción, genuina capacidad para imitar personajes, dominio perfecto del latín e impecable manejo del inglés, el italiano y el francés. En el autoferro que viajaba de Bogotá a la capital del Huila este hombre se topó con un ingeniero bogotano que adelantaba un trabajo especializado en una reconocida empresa de la región. Al comentarle a su ocasional compañero de viaje sobre el insoportable calor, Torres Holguín le respondió en un extraño acento revuelto con español lo que descrestó al profesional que enseguida empezó a preguntarle de todo como si fuera un viejo conocido.
 
   El extraño le dijo en su enredo que iba «a conocer las ruinas de San Agustín» y bajando la voz le confesó que era el embajador de la India en Colombia aunque le pidió discreción debido a su jerarquía. No obstante, tan pronto se dio cuenta de que su ocasional compañero había mordido el anzuelo empezó a hablar más de la cuenta. Primero explicó que viajaba en tren porque su lujoso automóvil oficial se había varado en Espinal y enseguida anotó que tan pronto fuera reparado por mecánicos enviados de Bogotá su chofer particular lo llevarían hasta Neiva con su equipaje para proseguir hasta el Parque Arqueológico.
 
   Su conocimiento sobre la cultura india, el rostro cetrino, el cabello negro y grasoso, su convicción en cada tema abordado y los gestos que le parecían idénticos a los del Mahatma Gandhi que él había visto en las películas en blanco y negro, dejaron atónito al ingeniero. Desde ese momento empezó a tratarlo como una personalidad única en su vida que no podía pasar desapercibida por esas tierras y por eso, tan pronto llegó bien de mañana ese lunes 10 de diciembre a la vieja estación de Neiva donde era esperado por el comerciante Alvaro Díaz Chávarro, se ahorró los saludos y gritando desde el estribo del tren decidió compartir la gran primicia: «¡Les presento al señor Embajador de la India, pero no digan nada porque viene de incógnito!».
 
 Jaime Torres Holguín, a la derecha, se dedicó al comercio de
mariscos en Estados Unidos y en New Haven, donde murió,
fue un personaje destacado de la comunidad.
(Foto de la familia Torresquintero cedida al
periodista Olmedo Polanco).  

   Los primeros en apuntarse a la lista de este memorable capítulo de la lambonería nacional, tan pintoresco como muchos relatos del realismo mágico de Gabriel García Márquez, fueron el ingeniero que lo descubrió, Díaz Chávarro ―llamado Aldíchar, como su almacén y otros hombres que se volvieron expertos en reverencias y genuflexiones. Los siguieron otros personajes de la banca, el comercio y la industria que a las carreras desempolvaron el Manuel de Urbanidad y buenas maneras de don Francisco Carreño para poner en práctica anticuadas normas de protocolo, así fuera sólo por las apariencias.

    Otros se fueron por la más fácil y llamaron a las autoridades para que no pasaran por la vergüenza de ignorar a un dignatario de esa categoría que por primera vez honraba con su presencia a las gentes de aquellas tierras olvidadas. Aunque en un comienzo el gobernador Gustavo Salazar Tapiero no se tragó el cuento porque la Cancillería no se tomó la molestia de notificarle semejante acontecimiento, muy pronto la gran cantidad de llamadas y de visitas al despacho le hicieron cambiar de parecer. El argumento era sencillo: se trataba de una visita no oficial sobre el cual el Embajador había pedido absoluta reserva.
 
   Su advertencia no sirvió de nada. Al contrario, la noticia sobre la llegada de un personaje exótico proveniente de un país igualmente exótico se regó como pólvora. El gobernador, los secretarios del Departamento, el alcalde de Neiva y el gabinete municipal dejaron de trabajar. Los altos mandos militares y de policía cesaron la persecución de los últimos pájaros y chusmeros y empezaron a lustrar sus charreteras para salir en las fotos. Los comerciantes encargaron sus negocios a los dependientes y la media docena de periodistas, acostumbrados a los incendiarios agarrones verbales entre liberales y conservadores, por fin tuvieron una chiva y un personaje de talla mundial.

 
     Entre lisonjas y ágapes
    Desde el instante en que llegó, el administrador del Hotel Plaza, el más importante de la ciudad, se fajó en atenciones. De entrada, le asignó la suite presidencial y ordenó acondicionarla conforme a los gustos orientales del visitante. Sin consultarle nada al huésped, dispuso una permanente dieta vegetariana ajustada a sus costumbres y pidió vigilancia policial para que nadie interrumpiera su sesión de yoga ni lo distrajera durante sus oraciones sagradas. De ñapa, instruyó a meseros y camareros para que saludaran inclinándose con reverencia y mandó que en los altoparlantes sólo se escuchara música de la India.
 
   Según relataba el cronista Víctor Cortes Castro en el semanario El Debate, ya entrada la tarde, el gobernador, su gabinete en pleno y unos cuantos colados decidieron caerle de sorpresa para presentarle una saludo protocolario, pero al llegar les tocó parar en seco cuando vieron que el Embajador no estaba embutido en un elegante traje de etiqueta sino parado en la cabeza, en aparente estado de meditación. Después de largos minutos de espera, Torres aparentó regresar a la realidad identificándose como Shri Lacshama Dharhamdahaj y aunque quiso mostrar unas credenciales que no tenía, el gesto fue rechazado porque su indumentaria —una túnica blanca y un turbante armados con sábanas del hotel— no dejaron la menor duda de que se trataba de un hombre llegado de lejanas tierras «para fortalecer los lazos de amistad y cooperación entre dos naciones hermanas».
 
   Informados de que el ‘diplomático’ no tenía su vestuario, funcionarios y miembros de la alta sociedad ejercieron como sapos de oficio y a las volandas buscaron costureras para que le improvisaran atuendos parecidos a los de algunas castas hindúes. Torres Holguín ―apersonado de su papel― les pidió que no se molestaran porque estaba a la espera de su equipaje para proseguir hacia el sur, pero los anfitriones insistieron y dejaron que el dueño de Mi Lord ―el almacén de ropa más importante de la ciudad― pusiera todos sus inventarios a disposición del visitante. Lo mismo hicieron otros personajes que formaron comités para que todos sus caprichos del Embajador fueran atendidos al instante. Uno de ellos fue Miguel Ángel El sapo Villoria, periodista y poeta que haciendo alarde de su apodo le regaló un anillo con el escudo familiar. Algo parecido hizo el prestigioso médico Abelardo García Salas ―Cavicas― al desprenderse de una fina camisa de seda griega comprada por su suegro en Europa.
 

   Hasta don Oliverio Lara Borrero, uno de los empresarios más importantes de Colombia, cayó en las redes de Torres. Ambos hicieron tan buenas migas que en los continuos homenajes al visitante se les escuchó hablar con propiedad del buey Apis ―el toro mitológico de la cultura egipcia― y de la posible importación de bovinos desde la India a Colombia debido a la sobrepoblación originada por la prohibición hinduista de consumir carne de animales sagrados. Se dijo entonces que don Oliverio ―quién sí conocía ese país y Torres que lo había visto en enciclopedias― compararon al Ganges y el Brahmaputra con el Magdalena y el Cauca, elogiaron las milenarias riquezas culturales de Calcuta y Bombay y hasta les hallaron similitudes entre Popayán y Cartagena.
 

   Así como Lara lo atendió, otro grupo le organizó un homenaje con comida, música, baile y aguardiente en una hacienda llamada El Viso. Allí el Embajador quedó extasiado con la imponencia del paisaje y los árboles de totumo que en su postizo acento ―haciéndose el ignorante― se empeñó en llamar ‘tutumas’. Como si fuera poco, aparentó sus convicciones religiosas cuando los dueños de casa le sirvieron provocativas bandejas repletas de lomo fino de res y auténtico asado de cerdo huilense. El incidente fue superado cuando le llevaron desde Campoalegre ensaladas de frutas y verduras que devoró a regañadientes. Mas adelante, el exembajador contó que esa fue la prueba más difícil ya que estuvo a punto de caer en la tentación de probar al menos un bocado de la gran cantidad de humeantes rebanadas puestas a su disposición.
 


En 1963 Emeterio y Felipe convirtieron en éxito
nacional el sanjuanero El Embajador, de Jorge Villamil.
(Carátula del elepé El Embajador).
 
El hombre de largo e impronunciable identidad que se ufanaba de ser descendiente de una vieja casta hindú no se limitó a ser atendido pues desde un comienzo ofreció favores a todos los pedigüeños que se le atravesaron. Las primeras fueron agraciadas damas de todas las edades que hicieron cola para que su excelencia, metro en mano, les tomara las medidas para confeccionarles el sari, el traje típico de las mujeres de su país. Aún se comenta que abuelitas ilustres, señoras dedo parado, algunas solteronas y ciertas señoritas en edad de merecer, le imploraron que les regalara vestidos en colores brillantes, tal como mostraban las revistas de la época a una señora llamada Indira Gandhi. Los hombres no se quedaron atrás a la hora de pedir. A Alberto Vargas Meza le prometió llevárselo para que estudiara farmacia y lavandería, al aviador Héctor el Loro Jiménez le dijo que pensaba contratarlo como piloto de Indian Airlines, al periodista Jorge Andrade le anunció una beca para especializarse en periodismo, al empresario Ignacio Solano le quedó de enviar semillas de pasto del desierto y a Aldíchar le regaló un lente de cine que nunca le llegó.
 
Vicente Silva Falla, corresponsal de El Espectador, relató que Torres Holguín ―oriundo de Yaguará y sobrino del respetabilísimo monseñor Félix María Torres quien años después fue arzobispo de Barranquilla― estaba seguro del final de su película en cuestión de horas. Por eso apuró los preparativos de un banquete de gala en el Hotel Plaza para 250 invitados especiales a quienes quería corresponder en persona por «las generosas e inmerecidas atenciones brindadas». Para no dejar nada al azar e impedir que fuera descubierto antes de tiempo, el propio Embajador mandó a timbrar tarjetas para el martes 18 y encargó a un famoso restaurante bogotano la preparación de la cena y el envío a Neiva, en avión, de banqueteros, cubiertos, mantelería y bebidas. De remate, tan pronto como se escabullera del hotel sin su atuendo junto con compinche de Garzón, pensaba dejar debajo de los platos de cada invitado un mensaje demoledor: «No soy embajador de la India, soy Jaime Torres Holguín. Chupen por opitas, lambones y pendejos. Cada quien paga su plato».
 
    El señor exembajador
Seguro de que jugaba en el filo de la navaja, Torres decidió continuar con su papel al aceptar dos homenajes más. El primero fue el viernes 14 de diciembre cuando recibió los honores militares ofrecidos por el Batallón Tenerife y su comandante, coronel José Pepe Rivas, con motivo de la fiesta de Santa Bárbara, la patrona de la artillería. Esta vez, tal como contemplaba el protocolo militar, los invitados especiales ingresaron con anticipación al casino de oficiales y luego, muy circunspectos lo hicieron el gobernador Salazar Tapiero y el alcalde Julio César García. Por último, el señor embaucador  fue saludado con honores militares reservados a los jefes de Estado y música marcial interpretada por la banda de guerra. Luego, todos los invitados pasaron a manteles.
 
    El sábado 15 el turno fue para el Club Campestre que ofreció una elegante recepción en la que la selecta concurrencia fue vestida de gala: de esmoquin los hombres y con traje largo las mujeres. Para infortunio de Torres ―o tal vez para su beneficio― un condiscípulo suyo en el Seminario Conciliar de Garzón lo reconoció esa noche cuando intentaba bailar un complicado sanjuanero y envalentonado por varios anises entre pecho y espalda decidió romper el protocolo para gritar con marcado acento opita: «Oooole Jaime Torres, ¿usted qué hace por aquiiiiiì?» El Embajador, sorprendido y asustado, le guiñó un ojo y sólo atinó a responderle: «usted estar equivocado». Urbano Cabrera, como se llamaba el excompañero, fue retirado a la fuerza por soldados del batallón que lo amenazaron con mandarlo al calabozo por borracho e irrespeto a la autoridad. Superado el incidente, el gobernador le pidió a su excelencia que abriera el baile en su honor. Mujeres de todas las edades bailaron con él e incluso hubo varias que le coquetearon de frente para ganar sus afectos y tener la remota esperanza de convertirse algún día en una de las tantas mujeres de su harén. Pero la suerte de Jaime estaba marcada para esa noche y ese lugar porque Cabrera, herido por haber sido sacado a empellones y convencido de conocer al impostor, buscó a Ignacio Solano Manrique, secretario de Hacienda del Huila, para contarle su verdad.
 
    Cabrera, cabreado’ como estaba, habló sin rodeos: «Ese no es ningún embajador de la India, ese es Jaime Torres Holguín, compañero mío del seminario de Garzón. A él le decíamos el Caleño porque tenía vínculos con el Valle y hasta allá se fue hace mucho tiempo». Una vez superó la sorpresa, Solano Manrique le informó a Salazar Tapiera para que acabara con la farsa pero el gobernador, más preocupado por la ridiculez en la que estaba envuelto, primero le pidió a la Policía que confiscara y destruyera todos los rollos fotográficos en poder de los fotógrafos que estaban en la fiesta y en los cuales, con toda seguridad, aparecían él y muchas familias linajudas rindiéndole pleitesía al embajador de un país que muy pocos sabían dónde quedaba. Luego, muy a su pesar, encaró a Torres Holguín, que con mansedumbre admitió su verdadera identidad, tiró al suelo su colorido turbante y una falsa piedra preciosa en la mitad y les gritó a todos que no era diplomático ni nada parecido y que fueron ellos mismos quienes, en un alarde de zalamería e idiotez, lo nombraron Embajador.
 
   Los avergonzados opitas que hasta minutos antes le habían sobado la chaqueta, cambiaron de semblante al vilipendiarlo con un variado repertorio de palabras vulgares de la región y hasta intentaron agarrarlo a trompadas. En un permanente de la Policía, esposado e incomunicado en el calabozo, Torres Holguín pasó todo el domingo en carácter de exembajador y solo hasta el lunes 17 fue enviado ante un juez municipal que lo interrogó hasta la saciedad porque, supuestamente, había cometido cuatro delitos. Al final de la tarde, el funcionario lo dejó libre al concluir que no robó por ponerse ropa que le regalaron ni al lucir adornos prestados. Tampoco falsificó documentos públicos o privados porque nunca los exhibió o le fueron exigidos, ni estafó a nadie porque no firmó documentos o contratos ni tumbó al hotel ya que alguien pagó su cuenta. Por último, se determinó que no hubo suplantación de autoridad extranjera alguna porque si bien India y Colombia tenían relaciones diplomáticas y comerciales desde 1959, en ese entonces no había embajador ni embajada en Bogotá (la legación india apenas se estableció en 1973).
 
   Dicen las malas lenguas que al día siguiente, muy temprano, los numerosos anfitriones y sus familias que en la última semana miraron por encima del hombro a vecinos y amigos por estar detrás del Embajador, desaparecieron de Neiva y sus contornos sin ninguna explicación. Unos fueron hospitalizados porque no resistieron la humillación aunque dijeron que se trataba de chequeos de rutina. Otros viajaron a Bogotá, Cartagena y Miami dizque en viajes de negocios en plena Navidad cuando lo cierto es que trataban de evadir la tomadura de pelo de amigos y enemigos. Los demás, al no quedar ni una sola foto acusadora de su arribismo, negaron haber visto en sus vidas a un tal Lacshama y hasta llegaron a decir que no sabían de qué tribu india les hablaban. Es más, con el paso del tiempo ha sido casi imposible hallar un testigo directo de aquellas jornadas de ridículas reverencias como si los hechos hubieran sido arrastrados por una avalancha.
 
    Los coletazos del escándalo
No pasó nada extraordinario en el Huila luego de la humillante visita de su excelencia. El gobernador y el alcalde continuaron en sus cargos durante varios meses. El comandante del batallón siguió su carrera militar. Los secretarios del Departamento y el gabinete municipal volvieron a sus tareas al empezar el nuevo año. Los comerciantes, los banqueros y los hacendados que se codearon con Torres regresaron a sus actividades sin darle mayor importancia al incidente. Los periodistas dejaron una que otra constancia sobre aquella memorable visita y al otro día de la liberación de Jaime retomaron sus noticias sobre las pugnas entre godos y cachiporros.
 
Aparte de las indagaciones del juez a Torres, no hubo juicios políticos y mucho menos investigaciones de la Contraloría o la Procuraduría, como se estila ahora hasta para la caída de una uña. Todo volvió a la tradicional modorra neivana. Sólo un joven abogado llamado Guillermo Plazas Alcid, que por ese entonces sacaba un periódico cada vez que podía, dejó una constancia histórica en la que señala que esa semana de bobería no fue de todos los huilenses sino de un minúsculo grupo de la crema y nata de Neiva: «El advenedizo Jaime Torres Holguín evidenció públicamente la falta de visión, la escasez de prudencia, la mentalidad yérmica, la cortesía frívola y la espesa ignorancia que distingue a nuestra empinada élite político-social».

Llama la atención que medio siglo después de este hecho visto como una simple anécdota provinciana o una pintoresca historia urbana no se hayan realizado estudios o debates que contribuyan a la autocrítica y al análisis social. Todavía es hora de que las universidades locales ―que pululan por todo lado y gradúan profesionales en proporciones industriales― promuevan trabajos académicos desde la Antropología, la Sociología, el Derecho, las Artes o la Comunicación. Qué bueno sería tener tesis y monografías de grado sobre la actitud de los protagonistas, el resentimiento de los marginados del festín, la indignación de la gente del común, las conductas indebidas o no de homenajeado y aduladores. También sería un gran aporte a la memoria llevar a la escena teatral, con nuevos elementos, aquellos días trepidantes. De la misma manera, sería interesante la reconstrucción periodística a partir de la tenue investigación judicial, los registros de los periódicos nacionales y la voz de los pocos testigos que sobreviven. Como se puede ver, hay mucha tela de dónde cortar, distinta de la seda para los saris que el señor Embajador les ofreció «a muchas damas de Neiva».
 
 Mientras esos estudios aparecen, es imprescindible mencionar el más valioso de todos los testimonios de entonces. Se trata de El Embajador, formidable crónica sanjuanera de Jorge Villamil Cordovez que al ser interpretada por los irreverentes Emeterio y Felipe, amplificó el escándalo y dejó vivo en el chip colectivo la constancia histórica de que el humillante arribismo prohijado por unos pocos, trastocado injustamente en una estupidez regional, nunca debe repetirse ni transmitirse a otras generaciones. Gracias a la obra de Villamil aquel momento no quedó sepultado para siempre en el olvido tal como pretendían quienes destruyeron las pruebas, se escondieron y tragaron su vergüenza.    

    Ya en la parte musical y folclórica ―independiente del debate sociológico, ético y político― es encomiable el matiz diferente que los siempre recordados Jorge y Lizardo le dieron a la canción para convertirla en éxito rotundo del San Pedro de 1963 y tema preferido por los colombianos de todas las regiones. Dos aspectos adicionales para destacar de su versión: la introducción con un sitâr, instrumento típico de la India emparentado con el laúd y cuyas cinco cuerdas producen un sonido muy particular, y el simpático diálogo entre el Embajador y un opita en el que Neiva y Garzón aparecen con las pintorescas denominaciones anglicadas de Neivayork y Garzonville.

Además de la genial versión de Villamil y Los Tolimenses ―sin duda, el principal aporte histórico del caso― hay otras versiones destacadas del canto inicial. Una de las primeras la hizo en merengue, pero sin letra, el famoso Sexteto Daro (1964). Junto con la producción de la película dirigida por Mario Ribero en 1986 se conoció la interpretación, con cierto toque de rajaleña, de Ulises Charry y su grupo folclórico Aires de Peñablanca. Al año siguiente, para conmemorar los 25 años de la 'visita' de Shri Lacshama Dharhamdahaj, salió al mercado De San Pedro en el Huila con el Embajador de la India, elepé del dueto Víctor y Daniel, producido por el mismo Villamil con Ramiro Chávarro Vargas.

Daniel Samper Pizano y Bernardo Romero Pereiro también adaptaron en 1989 dos capítulos de la popular comedia de televisión Dejémonos de vainas para recordar las peripecias de Torres y en 2001, el productor radial  Rito Polo Lozada y la orquesta La Bomba montaron una novedosa propuesta al mezclar el acordeón con una banda de pueblo para recordar al 'diplomático' y sus anfitriones. Poco después, Fernando Tafur hizo una magnífica interpretación con el acompañamiento de un pichinche y más recientemente, se conoció el ingenioso montaje en rock de Yersinia Pestis, una banda  integrada por jóvenes rockeros de la Universidad Surcolombiana.
 
 
Los 25 años de «la llegada de la India de un supuesto
Embajador», fue celebrada por Jorge Villamil, Ramiro Chávarro
y el dueto Víctor y Daniel con la publicación de este elepé. 
En la carátula (1997), aparece Hugo Gómez, el actor que un año
atrás protagonizó la película El Embajador de la India.
 
 ¿Y qué paso con Torres Holguín? Poco después del arrollador éxito de El Embajador le escribió a Villamil para darle las gracias por inmortalizarlo en el sanjuanero. Por su correspondencia se supo que fue un hábil comerciante en la costa Caribe colombiana de donde pasó a San Juan de Puerto Rico y luego a Miami. En sus últimos años se residenció en New Haven, Connecticut, Estados Unidos, donde se destacó como empresario e impulsor de importantes obras sociales. Allí murió de un infarto cardíaco a finales de la década del 80. Sus cenizas fueron repatriadas por su esposa e hijos a comienzos de los años 90 y enterradas en un cementerio de Neiva.
 
    En 1986 las peripecias de este personaje que se burló de la ingenuidad de un grupo de neivanos fueron llevadas a la pantalla grande por Mario Ribero y el productor laboyano Abelardo Quintero en una de las mejores producciones del cine nacional financiada por Focine. Esta película protagonizada por un gran artista como Hugo Gómez y en la que participaron varios actores  naturales de Neiva, no podía tener otro nombre distinto a El embajador de la India. 

Desde aquel diciembre de 1962 ―¡la bicoca de hace medio siglo!― se dice que el karma que consume a los gobernadores del Huila no está en el exiguo presupuesto oficial ni en la marca registrada de su proverbial abulia, sino en la presencia de un verdadero embajador. Por eso, cuando se anuncia la visita del representante de algún gobierno extranjero, el gobernador de turno no duda en responder: «Díganle que coma mierda».


 
Fuentes:

Noticias publicadas por Vicente Silva Falla en El Espectador.
Entrevistas con Jorge Villamil  Cordovez y Lizardo Díaz Muñoz.
Crónica Los cinco días con Embajador de la india. Sensacional aventura de un seminarista extraviado, de Víctor Cortés Castro.


 
 
El Embajador
Sanjuanero
Compositor: Jorge Villamil Cordovez
 
Señores, voy a contarles lo que en Neiva sucedió,
señores, voy a contarles lo que en Neiva sucedió
que ha llegado de la India de un supuesto Embajador,
que ha llegado de la India de un supuesto Embajador.

 
Por todas partes practican el yoga y genuflexión,
los Ferros y los Solanos y el señor gobernador.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el Embajador,
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador.
 
A don Oliverio Lara el buey apis le vendió,
a don Oliverio Lara el buey apis le vendió,
pa’ servir en Trapichito como gran reproductor,
pa’ servir en Trapichito como gran reproductor.

 
Y como si fuera poco entre honores militares
Pepe Rivas lo llevó al casino de oficiales.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el embajador
Sumatra, Sumatra, contesta el Gobernador.

 
De Neivapur a Calcuta, de Bombay hasta Garzón,
de Neivapur a Calcuta, de Bombay hasta Garzón,
volaba El loro Jiménez por contrato que firmó
volaba El loro Jiménez por contrato que firmó.

 
Calcuta, Calcuta... Ahí vuelve el embajador,
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador.

 
A muchas damas de Neiva las medidas les tomó
para enviarles de la India el traje de la nación.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el Embajador
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador

 
Al gran Cavicas García la camisa le estrenó,
y el anillo de los Villoria el Sapo le regaló
Aldíchar, el gran amigo, elefantes compraría
y Vargas Mesa marchaba a estudiar lavandería.
 
 
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el Embajador
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador

 
Quesillos y más quesillos, quesillos de Puerto Seco
quesillos y más quesillos, quesillos de Puerto Seco
le enseñaba Adán Gutiérrez al Embajador a hacerlos
le enseñaba Adán Gutiérrez al Embajador a hacerlos.
 
Y aquí termina la historia del supuesto Embajador
y aquí termina la historia del supuesto Embajador
antiguo seminarista de la ciudad de Garzón,
antiguo seminarista de la ciudad de Garzón.
 
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el embajador
Sumatra, la sutra, contesta el Gobernador.