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martes, 8 de diciembre de 2015


La tumba de un buen ladrón, la más popular en un cementerio del Huila

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Habitantes de Altamira recuerdan que en 1978 un extraño llegó a la población con el propósito de robarse una valiosa custodia de oro guardada con celo en la sacristía de la iglesia. El hombre, que según otras versiones robaba para ayudar a los pobres, fue abatido a tiros por la Policía a plena luz del día. Como nadie reclamó su cadáver después de varios días de permanecer a la intemperie, cinco prostitutas reunieron un poco de dinero para evitar que fuera enterrado en una fosa común.

Después de casi cuatro décadas, la tumba de Mauro Piñeros ―el 'Robin Hood' opita― es la más visitada y adornada del cementerio de Garzón, la ciudad de mayor fervor religioso en Huila, al sur de Colombia.


Flores de todos los colores y arreglos especiales nunca faltan en la tumba.


Hace poco menos de 40 años un policía mató a balazos a Mauro Piñeros en el atrio de la iglesia de Altamira, pero hasta ahora, nadie sabe si ese era su nombre y si en verdad se trataba de un ladrón que robaba a los ricos para favorecer a los más pobres. Lo que sí está comprobado es que era un forastero joven y de buena apariencia que al ser sorprendido cuando huía de la iglesia con una custodia de oro escondida entre su chaqueta de cuero negro, fue cosido a balazos por uno de los dos policiales que vigilaba la tradicional modorra que al medio día anestesia a muchos pueblos del Huila.

Testimonios de la época contrastados con personajes de hoy indican que Mauro alcanzó a decir su nombre, aprisionó la valiosa joya contra su pecho, confesó su vocación por los desvalidos y que poco antes de morir, con el policía todavía apuntándole a la cabeza, pidió perdón a Dios por todos sus pecados. Alertado por las beatas del lugar, al cura párroco poco le importó meterse en el charco de sangre para impartirle la extremaunción en latín y esparcirle agua bendita por todo el cuerpo. Cuando comprobó que había expirado, desengarzó con dificultad los dedos que atenazaban la custodia salpicada de sangre y ayudado por el purificador, un pequeño lienzo utilizado para tocar los ornamentos sagrados, logró recuperarlo y «limpiarle la mancha del sacrilegio».

Al contrario de lo dicho por Rubén Blades en su canción, ese día de 1978 hubo mucho ruido porque todo el pueblo salió a curiosear y a hacerse repetidas cruces delante del cadáver aún caliente. Sin embargo, como sí dice el panameño en su Pedro Navajas, «no hubo preguntas [ni] nadie lloró», quizá porque se trataba de un intruso llegado de lejos a perturbar la paz de un pueblo en el que sus mil almas acostumbraban a morirse de viejos cada veinte años. Además, Altamira, ―donde siempre se han fabricado las mejores achiras del mundo― era un pueblo tan pobre que escasamente tenía presupuesto para pagarle el sueldo cada tres meses al alcalde, a la tesorera y al personero y mal podía despilfarrar sus paupérrimos recursos en el entierro de un sacrílego.

El cuerpo estuvo varios días a la intemperie. Aunque todo el pueblo fue en romería hasta el camposanto para hacerle caso al alcalde que a través del megáfono encaramado en una guadua del parque principal había pedido su colaboración para identificar al difunto y «darle cristiana sepultura», todos vieron y olieron algo peor a lo que ya habían visto: una gruesa nube negra de chulos dando vueltas interminables en el cielo y un olor nauseabundo impregnándose en todo lo que parecía tener vida.
Placas de agradecimiento dan cuenta de los favores del 'Robin Hood' opita.
Tres días después, una comisión judicial llegó de Garzón con la doble misión de investigar los hechos y, como se dice en medios policiales, «reconocer plenamente al occiso». De nuevo, nadie lo distinguió ni habló de él. Ninguno lo había visto antes ni sabía de su familia ni conocía en la región a alguien con el apellido Piñeros y, como en el primer día, «no hubo preguntas [ni] nadie lloró», aunque sí se tomó la sesuda decisión de amortajarlo en una raída sábana de soldado y tirarlo como un bulto de yuca a una volqueta de la basura para llevarlo hasta Garzón, un pueblo más grande y con distrito judicial, en donde la identificación podría arrojar mejores resultados.

Luego de otros cinco días abandonado en el piso de otro lúgubre cuarto que hacía las veces de morgue del cementerio, la diligencia de reconocimiento, pese a los anuncios transmitidos cada media hora por Radio Garzón, llegó a la misma conclusión de los primeros días: no había pistas sobre el tal Mauro Piñeros y su llegada al Huila. Nadie hizo nada por buscar a su familia y confirmar su identidad, pese a que unos pocos alcanzaron a insinuarles a los investigadores que buscaran ayuda en Bogotá y Cundinamarca en donde ese apellido era muy reconocido.

Sepelio digno
El alcalde de Garzón autorizó una modesta partida para comprar un ataúd de madera desechable y ordenó, por razones de salubridad, el inmediato entierro del ‘Ladrón de la custodia de Altamira’ en una fosa común. El trámite de la partida presupuestal y la compra del cajón se refundieron entre firmas, sellos y vistos buenos y obligaron al administrador del cementerio, Darío Rivas, a llevar el cuerpo envuelto en la misma sábana de Altamira, hasta un pestilente hueco colindante con las tumbas de los suicidas. Jaime Rivas Polo, hijo de Darío, le contó al autor de este blog que justo en el momento en que Rivas abría una zanja para ubicar al nuevo inquilino cerca a los cuerpos descompuestos de otros NN, cinco mujeres a las que nunca había visto lo abordaron con múltiples preguntas que respondió entre dudas y monosílabos.

Como acostumbraban a hacerlo todos los lunes, las mujeres habían bajado de los vagabundeaderos de Moroco para rezarles a las almas del Purgatorio, pero en lugar de minifaldas de ocasión, mallas insinuantes y yines embutidos a la fuerza, vestían discretos faldones de tafetán que ocultaban los sensuales atractivos del amor comprado. No llevaban coloretes chillones, maquillajes extravagantes ni pelucas de colorines, tan solo unos sencillos mantos de encajes negros ocultaban sus rostros ajados por el fragor de besos babosos y la trasnocha de todos las horas.

Sepulturero y prostitutas hablaron apenas lo necesario. Ellas prometieron comprar el mejor ataúd que había en la Funeraria Milflorez, la única existente en el pueblo, e hicieron ‘vaca’ para adquirir con sus ajados billetes una tumba en tierra digna, distante del pabellón de suicidas y distinta a la fosa común. Sin importarles las habladurías ni los señalamientos de las rezanderas que todos los lunes también iban al cementerio a chismosear y no a rezar, las putas buscaron a tres amigos de farra, trago y amores para que hicieran la obra de caridad de preparar el cuerpo de un pobre cristiano al que la burocracia le negó un sepelio decente.

Carlos Fériz, David Boronas Gil y Omar Silva Vargas, aparecieron en un santiamén, limpiaron el cuerpo putrefacto, lo vistieron de saco y corbata, le pusieron zapatos nuevos, lo amortajaron con una sábana nueva comprada en el Almacén Tequendama y poco antes de que las campanas de la Catedral marcaran las seis de la tarde ―tras fracasar en la búsqueda de un sacerdote que le diera cristiana sepultura, siendo Garzón un pueblo atestado de curas―, los ocho deudos llevaron el féretro hasta la capilla del cementerio.
En tiempos de lluvia o de pleno sol, siempre hay flores para Mauro.
Allí rezaron el credo, un padrenuestro y tres avemarías, y luego, en un cortejo lúgubre y silencioso, apenas cortado por el gimoteo de las cinco mujeres, entregaron el ataúd a Darío quien les advirtió que por tratarse de una persona muerta violentamente su sepultura debía identificarse con claridad a fin de que las autoridades pudieran adelantaran «las investigaciones pertinentes», investigaciones pertinentes que nunca continuaron.

Los ‘deudos’ atendieron la recomendación al tomar una cruz de madera abandonada en una tumba sin muerto y le pusieron un cartón en el que escribieron lo único que sabían de su muerto: «Mauro Piñeros». Después de rezar en coro la oración de los difuntos («Dale, Señor, el descanso eterno / brille para él la luz perpetua»), cada uno dio tres golpes largos y secos en el cajón para pedirle al difunto, en silencio, un favor desde la eternidad. Enseguida, los hombres bajaron el cuerpo a la fosa, le lanzaron unas cuantas manotadas de tierra y dejaron que Darío lo tapara con lentas paladas, tan lentas que parecían lamentos de alma en pena.

La leyenda
Las cinco mujeres de Moroco ―el más antiguo prostíbulo del Huila― se convirtieron desde ese momento en las viudas de un hombre con el que nunca hablaron ni cruzaron palabras. Allí mismo, al borde de la fosa, acordaron cuidar la sepultura, le mandaron a decir misas cantadas y sin decir quiénes eran ni qué hacían, fueron hasta el convento de las monjas Clarisas para pedirles que lo incluyeran en su lista de intenciones por las almas del Purgatorio.

Fueron aquellas muchachas desconocidas y estigmatizadas las que en el voz a voz con sus clientes, amigas y comadres empezaron a regar el cuento de un delincuente desconocido que desde el más allá les hizo milagros como conseguirles un empleo decente para retirarse del oficio, conquistar a un hombre soltero que las sacara a vivir juiciosas, levantar un billete para construir la casa de sus viejos, librarlas por siempre de la trampa del aguardiente o alejarlas del cigarrillo y la marihuana. Desde los puteaderos, el cuento del buen ladrón se regó como pólvora y llegó a todo el pueblo rezandero y al no creyente, se metió entre la ‘gente bien’ del Club Social y caló hondo en la ‘gente mal’ que no sabía de clubes ni tenía apellidos encopetados.

Cuatro décadas después, su imagen ―etérea y desconocida― está presente en la más visitada, cuidada y florida tumba de la conventual Garzón. Alberto Sanabria, un veterano sepulturero que conoce muy bien la leyenda del 'Robin Hood de Altamira' y sus alrededores recordó con el cronista algunos detalles que la memoria colectiva ha ido alimentado. «En la medida que creció el rumor de la muerte a tiros del hombre que dizque robaba para darle lo robado a los pobres, fue aumentando la peregrinación. Su tumba, que no es la más bonita ni la más lujosa o la de mayor tamaño, poco a poco empezó a llenarse de flores, placas de agradecimiento, velas y veladoras», asegura este hombre que lleva más de 30 años cuidando el cementerio que es propiedad de la Diócesis de Garzón.
Aunque es muy modesto, el sepulcro se destaca desde
cualquier lugar del cementerio.
«La sepultura estuvo abandonada durante un tiempo, apenas con la cruz de madera que le dejaron las mujeres que lo enterraron, pero un día vino de Cali una señora muy elegante y emperifollada que le prometió cuidar su tumba si le hacía un milagro. Y debió hacerle el favor porque al poco tiempo volvió y la mandó a arreglar dejándola muy bonita», afirma Alberto Cabrera, otro trabajador del cementerio que se volvió viejo viendo el diario desfile de fieles de Mauro.

Oliva, una mujer que hace más de 30 años vende flores a la entrada del cementerio, dice que «todos los lunes una señora llamada Mercedes llega a las ocho en punto de la mañana a barrer, limpiar la tumba, ponerle flores y cambiarle el agua a los floreros». Oliva no sabe quién es la misteriosa mujer ni qué hace porque, según ella, tan pronto compra los arreglos entra al cementerio de donde sale una hora después sin dar ninguna explicación.

«Es impresionante, desde el momento en que abrimos el puesto, llega gente muy diferente a pedir las flores más bonitas para ese señor, pero cuando más vendemos es los lunes que es el día de la misa de difuntos», asegura Teresa, otra vendedora que nunca ha preguntado a sus clientes si Piñeros les ha hecho milagros o no.
Empleados del cementerio aseguran que por lo menos un centenar
de personas visitan el lugar en días normales.
Según versiones de los fieles que frecuentan el camposanto, el ‘buen ladrón’ es visitado por personas de todas las condiciones sociales. «Viene de todo, desde gente adinerada del antiguo Club Social, hasta gente muy pobre que no tiene dónde caer muerta. También lo visitan los políticos del pueblo, empleados públicos, profesionales reconocidos, las prostitutas de Moroco y otros ‘metederos’ y hasta guerrilleros, paramilitares y personas del bajo mundo como raponeros y vendedores de drogas», asegura Alberto Chávarro, un pensionado que los primeros lunes de todos los meses visita el lugar «para darle las gracias a Mauro por el milagrito que me hizo», un favor que él se niega a revelar.  

«Muchos vienen con flores, le rezan un rato, se arrodillan y le prenden una esperma o una veladora. Otros hacen el rosario, le ponen una placa de agradecimiento y al final dan tres golpes lentos y secos en la cruz de concreto o en el nicho para pedirle favores, especialmente trabajo, salud o la solución a problemas económicos o familiares», atestigua con seguridad Alberto Sanabria.

Aunque la Iglesia católica no avala ni cuestiona estas manifestaciones de religiosidad popular, Sanabria y Cabrera, que nunca han golpeado con los dedos los lugares de reposo de sus vecinos para pedirles un milagro, manifiestan que junto a la florida y concurrida sepultura han escuchado muchos testimonios de personas que, Biblia en mano, juran haber recibido sorprendentes favores del 'Robin Hood opita'.

Bogotá, D. C., 7 de diciembre de 2015