jueves, 27 de agosto de 2015

Las cuatro horas de un periodista 'preso' en Venezuela

En septiembre de 1987, un grupo de reporteros acompañó a una comisión de la Cámara de Representantes que debía inspeccionar varias zonas del territorio colombiano en litigio con Venezuela desde muchos años atrás. Lo que en un principio parecía un cubrimiento rutinario se convirtió en un incidente fronterizo en el que el periodista se convirtió en protagonista.

Por Vicente Silva Vargas 


La corbeta ARC Caldas, una especie de florero de Llorente en
el incidente colombo-venezolano de 1987.

Un mes antes, el 9 de agosto para ser precisos, se había producido el ingreso de la corbeta Caldas de la Armada de Colombia al golfo de Venezuela, aguas que por su inmenso valor estratégico y económico siguen en discusión pese a múltiples intentos fallidos de ambos países. Lo cierto, es que Colombia y Venezuela estuvieron a punto de ir a la guerra, primero porque Bogotá insistía en la soberanía colombiana sobre lo que se ha llamado el golfo de Coquivacoa, y segundo, porque Venezuela siempre ha defendido esta zona como suya hasta el punto de que no solo ejerce soberanía sobre ella explotándola económicamente, sino que también ha cerrado las puertas de mil maneras para tratar de hallar una solución diplomática y pacífica que deje satisfechas a las dos partes.


En todo caso, después de que el presidente Jaime Lusinchi 'le mostrara los dientes' al Gobierno del presidente Virgilio Barco ordenando la militarización de las fronteras, enviando modernos aviones, barcos y submarinos de guerra al golfo para sacar corriendo a la modesta corbeta Caldas, la intentona bélica venezolana y el ejercicio soberano de la embarcación colombiana, quedaron para la historia. Algunos historiadores de ambos países sostienen que aquella vez la guerra se evitó gracias a la mediación del presidente argentino Raúl Alfonsín y del secretario general de la OEA, Joao Baena Soárez. 



¿En qué consistió el incidente de la corbeta Caldas? Entre al siguiente enlace: 



Pocas semanas después del incidente diplomático, los presidentes
de Colombia, Virgilio Barco, y de Venezuela, Jaime Lusinchi coincidieron
 en una cumbre en Acapulco, México. Al lado izquierdo del mandatario
colombiano aparece el presidente argentino, Raúl Alfonsín,
artífice de la solución pacífica.
En medio de ese clima de tensión, que no había cedido pese al retiro de la corbeta y la supuesta disminución de los operativos militares venezolanos, una docena de periodistas llegamos hasta La Guajira con los congresistas para conocer en el terreno de qué manera Colombia dizque seguía ejerciendo soberanía en la zona en litigio, especialmente en la zona de Castillete, y cómo los venezolanos, al contrario de lo que decía la Cancillería colombiana, controlaban la totalidad del área en disputa.
Al fondo, se observa a dos militares venezolanos llevando
hasta un puesto fronterizo al periodista colombiano. 
La presencia venezolana, además de su ostentoso armamento, se hacía evidente en los más débiles: modestos comerciantes y ciudadanos desarmados que pasaban mercaderías de un lado a otro en ejercicio del libre derecho al rebusque. Sus presas favoritas eran las mujeres wayuús a quienes les decomisaban sus mercancías, insultaban y agredían físicamente. 


Esa escena la captamos los sorprendidos periodistas llegados de Bogotá que, sin pensarlo dos veces ni consultarle a nadie, empezamos a grabar con nuestras grabadoras y cámaras fotográficas y de video. Era una pelea entre David y Goliat: mujeres pequeñitas ataviadas con sus mantas multicolores, atrapadas como pájaros por hombres gigantones y armados; ancianas que habían recogido unos pocos pesos para comprar cachivaches y comercializarlos en Paraguachón o Maicao, arrastradas como si fueran bultos; decenas de jóvenes madres que con sus hijos de brazos trataban de escapar de uniformados que en lugar de ser garantes de los derechos ciudadanos actuaban como auténticos depredadores.
Militares venezolano 'entregaron' al periodista a autoridades
y congresistas colombianos en la llamada tierra de nadie.
Embebidos en nuestro cuento reporteril, seguros de que teníamos una noticia gruesa muy diferente a los almibarados comunicados diplomáticos que nada decían, los reporteros de radio grabábamos entrevista, los de televisión hacían malabares para captar la mejor toma y los colegas de prensa con sus fotógrafos buscaban el momento exacto para mostrar a través de la gente del común la realidad política y social de una frontera que es una histórica colección de atropellos de la vera de allá y de sumisión del lado de acá.
El 'preso' fue recibido por congresistas colombianos
y autoridades de La Guajira.
 En ese ir y venir de indígenas huyendo, de guardias nacionales venezolanos tratando de capturar infractores y de periodistas cazando la noticia, el autor de esta blog ―en ese entonces reportero político de la cadena Todelar― fue atrapado en territorio colombiano y llevado hasta un moderno puesto fronterizo venezolano en donde estuvo 'preso' por lo menos durante cuatro horas que fueron una eternidad. Allí, al rayo de sol sentado, de pie o arrodillado―, amenazado con ser llevado ante un consejo de guerra que le podía imponer una condena de hasta seis años de cárcel por denigrar de las fuerzas militares venezolanas, sin derecho a ir al baño y sin ninguna posibilidad  de probar un sorbo de agua, el autor vivió uno de los momentos más tensos de su trayectoria periodística.

No sobra anotar que en ese entonces no existían los teléfonos celulares, internet era lo mas parecido a un invento de ciencia ficción, las redes sociales no estaban en la mente de nadie en el mundo y las comunicaciones satelitales solo las tenían los grandes medios de comunicación de Estados Unidos, Japón y Europa. Así las cosas, la única manera de comunicarse con Bogotá para "echar" la noticia, era encontrar una destartalada oficina de Telecom en Maicao o buscar un alma caritativa del lado colombiano que prestara un teléfono particular, de aquellos de disco lento, que hoy en día solo se ven en los museos. 

Hoy, al ver a  los miles de colombianos humildes atropellados y ultrajados en la frontera, cargando toda su riqueza material a las costillas, simplemente porque ellos nunca han sido importantes para los gobiernos de allá (excepto con fines electorales) y mucho menos para el de acá, estoy convencido de que el 'carcelazo' fue una modestísima piñata de primera comunión frente a las humillaciones de estos compatriotas a muchos de los cuales se les conoce como 'bachaqueros'.

El periodista, de entrevistador cotidiano, de un momento
a otro se convirtió en "noticia" para sus colegas
.
Comparto con los lectores una entrevista realizada hace 28 años por el colega Manuel Vicente Peña, quien la publicó un magnífico libro llamado La guerra fría de Venezuela, y en la que además de este caso personal, en nada comparable con la tragedia de los colombianos perseguidos por el Gobierno de Nicolás Maduro, se documentan cientos de atropellos que durante décadas han cometidos las administraciones venezolanas (dirigidas por adecos y copeyanos) y que en materia de abusos, tropelías y humillaciones no se diferencian para nada de los procedimientos inhumanos aplicados por los 'progresistas' gobiernos bolivarianos del Socialismo del siglo XXI.
Alejandra Balcázar, el Negro Bolaños y José Antonio Rocha,
tres de los colegas de aventuras en Paraguachón.
Además de los textos de Peña, se incluyen seis fotografías guardadas en el baúl de las viejeras, conocida tan solo por la familia y que por las dolorosas noticias de los últimos días recobraron actualidad en los recuerdos del autor. En ellas el ágil reportero gráfico José Barrera registró la 'captura', la liberación por parte de la Guardia Nacional, la entrega a los congresistas y autoridades colombianas del 'peligroso periodista' y la alborozada recepción de los colegas, entre ellos, el Negro José María Bolaño, Alejandra Balcázar, José Antonio Rocha, Myriam Gómez y otros compañeros de brega diaria.

No sobra anotar que esa noche, un diputado guajiro de apellido Iguarán, organizó una acto de 'desagravio' en el brillaron el Old Parr y los buenos vallenatos.








                       






viernes, 7 de agosto de 2015

Desde el atrio, blog de Vicente Silva Vargas: Las tierras del yariseño

Desde el atrio, blog de Vicente Silva Vargas: Las tierras del yariseño:     Después de muchos (muchísimos años), regresé con un grupo de colegas a las tierras de San Vicente de Caguán para producir un documenta...

Las tierras del yariseño

  Después de muchos (muchísimos años), regresé con un grupo de colegas a las tierras de San Vicente de Caguán para producir un documental de televisión sobre su fiesta más popular: el Baile del Yariseño, una colorida mezcla de bambuco, joropo y pasillo que lo sanvicentunos adoran como una reliquia.

 

Se trata de una coreografía montada con base en El yariseño, un joropo llaneo compuesto por Jorge Villamil Cordovez a mediados de los años 60 cuando en Colombia se despertó una especie de fiebre segregacionista de diversas regiones que deseaban romper para siempre con el colonialista centralismo de algunas capitales. Por todas partes surgieron comités cívicos y políticos dedicados solamente a promover ante el Congreso y el Gobierno la creación de nuevos departamentos e intendencias. Fruto de esas 'gestas' descentralizadoras surgieron La Guajira, Cesar, Sucre, Risaralda, Quindío y Caldas. 



En Caquetá, que era de inferior categoría administrativa por ser apenas una intendencia, surgió un comité pro comisaría del Yarí, del cual San Vicente del Caguán sería su capital. Sin embargo, su sueño se frustró por intereses políticos y, porque a decir verdad, a los gobiernos nacionales, a la academia y al empresariado nunca les ha importado una tierra rica y generosa formada a punta de hacha, machete y tesón por modestos colonizadores huilenses, tolimenses, cundinamarqueses y llaneros.


En una de esas tantas reuniones organizadas por los yariseños por quitarse el 'yugo' florenciano estuvo el maestro Jorge Villamil Cordovez, quien por entonces tenía su hacienda Alejandría en predios de El Pato, que está en jurisdicción de San Vicente del Caguán. Luego de discursos, declaraciones firmadas, compromisos políticos que nunca se cumplieron y de mil promesas que poco después quedaron enterradas en la selva de la burocracia, la reunión concluyó en una parranda ya que los invitados de Neiva y Bogotá no pudieron regresar porque el único avión de Taxi Aéreo Opita -TAO-, que viajaba una vez a la semana hasta esa población, se quedó varado en el aeropuerto por la falta de un repuesto que solo se encontraba en Bogotá. 


En medio de chistes, leyendas de la selva, comentarios políticos y mucho aguardiente, un cura italiano de la Consolata, el padre Mateo Gritti, apareció con una guitarra y obligó a Villamil, casi a la fuerza, a componer una himno a la región para utilizarlo como emblema musical de la independencia yariseña. 


Como en otras ocasiones, el ya renombrado artista se negó, pero al final, envalentonado con unos cuatro aguardientes, inventó en un dos por tres un joropo llanero que pinta con asombroso realismo el paisaje natural de selva y de llanura y rinde homenaje a quienes se atrevieron a descuajar montaña para sembrar progreso en una zona por siempre abanadonada de la modernidad.
   

 San Vicente y otros pueblos del Yarí (que limita con Meta, Huila y Putumayo), se quedaron viendo un chispero porque su proyecto fracasó y pasó a engrosar las leyenda locales, como aquellas que relatan las tropelías de los caucheros y las aventuras de comerciantes de quina que en el siglo XIX y gran parte del XX extrajeron sus riquezas y sembraron violencia. 

La canción de Villamil fue grabada por Los Tolimenses poco después y luego los sanvicentunos la declararon su himno folclórico y hasta le montaron una hermosa coreografía que se debe a dos abnegadas educadoras, Nelly Perdomo de Falla y Myriam de Campos. Niños y jóvenes la bailan con devoción; chicos y grandes la cantan con emoción y artesanas del pueblo elaboran a mano trajes para hombres y mujeres que muestran las cosas bellas de allá: aves, peces, ganado, paisaje y la sencillez de miles de personas nacidas y criadas valientemente en medio de la adversidad.



Por supuesto, no se puede desconocer el gigantesco aporte a la educación, la cultura, la religiosidad y la reconciliación de los sacerdotes italianos de la Consolata. Comparto unas pocas fotos de nuestro gran grupo de trabajo, de paisajes y de gente valiosa injustamente incomprendida y estigmatizada por décadas. Por ejemplo, hallamos en una vereda perdida a una pareja de esposos que en una pequeña camioneta llevan libros, teatro, videos y ejercicios lúdicos a niños campesinos que nunca han visto un texto o carecen de un televisor.


Allí también hay grupos de niños y jóvenes que bailan con preciosura danzas folclóricas regionales y de otras regiones del país, así como de otras naciones, sin haber salido nunca de sus casas. Hay músicos talentosos de 10 y 12 años y profesores comprometidos en ofrecerles a las nuevas generaciones una alternativa muy diferente a las armas y la raspadura de coca.


Los paisajes son formidables e impactantes, la vegetación es de un verde rotundo, los cielos una mixtura de azules y blancos que de un momento a otro regalan aguaceros fenomenales que parecieran anunciar el diluvio universal. Allí se observan guacamayas gigantes de mil colores que solo se ven en los afiches promocionales de las compañías de turismo, toros monumentales que caminan dormidos, pájaros diostedé (yátaros o tucanes) que en un santiamén te rapan tu porción de arazá, cascadas que invitan a quedarse por siempre y un calor humano expresado en atenciones, música, la cadencia de su baile y una tímida despedida que compromete por siempre: "¿cuando vuelve?"


Al observar con admiración el trabajo cultural de los jóvenes del Caguán  y de todos los amigos de los Llanos del Yarí, sin otros recursos diferentes a una infinita vocación amorosa por su tierra, lo menos que puede decirles un periodista que ha recorrido Colombia disfrutando su cultura popular es: ¡Siempre estaré con ustedes!

viernes, 3 de julio de 2015

El Balseadero, un puente quebrado que con nada curaremos

Hace algunos días, trabajando para una nueva propuesta televisiva, regresé a Altamira, La Jagua, Agrado, Garzón y Gigante, localidades del Huila, al sur de Colombia,  afectadas en todo sentido por la construcción de la represa de El Quimbo, un monumental proyecto hidroeléctrico que obligó a desviar por segunda vez en la historia al río Magdalena, el más importante del país.

Fotografía tomada desde el nuevo viaducto. Al fondo, el fracturado
puente del Balseadero rodeado de terrenos talados en los que
antes había especies arbóreas nativas. 
(Foto de Vicente Silva Vargas tomada el 24 de junio de 2015).
  
El panorama es deprimente. En el Balseadero, un bañadero natural que debe su nombre al paso obligado de balsas entre Garzón y El Agrado en tiempos remotos cuando no había puentes ni lanchas movidas a motor, desapareció todo lo que muchas generaciones de huilenses conocimos y disfrutamos. Los escampaderos  de piedra, arena y pasto, formados por el uso de la gente para los ancestrales paseos de olla, fueron arrasados por poderosas máquinas retroexcavadoras y sus arbustos nativos que otrora brindaban frescor, se convirtieron en horrendos chamiceros. De la comunidad de La Escalereta, una parcelación formada por modestas familias campesinas que en los años 60 y 70 reclamaron al Estado tierras de engorde para trabajarlas y volverlas productivas hasta el punto de convertirse modelo nacional de reforma agraria, solo queda un parche de tierra rojiza.

Muchas labranzas de cacao, sembradíos naturales que existían en las riberas del río antes de la llegada de los conquistadores españoles, también se esfumaron con lo cual el Huila dejará de ser una de las regiones líderes en la producción del llamado ‘alimento de los dioses’. Ya no hay canoas ni chiles ni anzuelos y mucho menos peces porque los pescadores también debieron salir como si fueran parias.

Otra gran cantidad de árboles de las orillas del Magdalena fueron talados sin misericordia y hoy sus restos son aserrados a las carreras dizque para evitar su descomposición tan pronto las aguas del río empiecen a transformarse en aguas de lago artificial. Tal vez sus trozos de madera sirvan dentro de poco para que a orillas del Magdalena represado (¿o apresado?) ciertos empresarios emergentes de la región levanten sus lujosos chalets.

El puente de acero y concreto construido en los años 40 del siglo pasado, todos los días pierde un trozo de su otrora refulgente figura ya sea porque los martillazos lo trituran o bien porque su espinazo no soporta más el triste final de una vida sobre el río que fue compañero y rival. Al ver su cascarón inerme e inservible en la distancia, junto al portal de otro puente aún más viejo, a él se le puede cantar con ternura aquella cantinela infantil: «El puente está quebrado / con qué lo curaremos...» Seguramente, digo yo, no será con cáscaras de huevo porque el Balseadero, en pocos días, será devorado ya no por su acompañante de siempre sino por otro rival más sano y más fuerte que acabó con los dos al mismo tiempo. 

Este es el puente sobre el paso de El Balseadero que en pocos
 días desaparecerá para siempre. A un lado, a la izquierda,
el portal de un viaducto más antiguo.
(Fotografía de jafiur@gmail.com, tomada del sitio
Panoramio / Google Maps).
El paisaje natural fue transformado salvajemente por la mano del hombre, el poder del dinero, la avaricia de la multinacional europea Emgesa y la nula creatividad de políticos y gobernantes que en contravía de las alternativas probadas por otros países como la energía solar, no ven soluciones distintas a saturar el Guacacayo o río de las Tumbas, como lo llamaban los aborígenes, de represas y más represas como la proyectada en Pericongo. En su página electrónica ―con un imperdonable error de redacción― la multinacional pregona que El Quimbo «Aporta significativamente a la insuficiencia energética de la Nación» (SIC), al suministrar el 8 % de su demanda de electricidad, pero en ninguna parte indica que los miles de kilovatios que generará serán sinónimo de calidad en el servicio o tarifas más cómodas para los usuarios. Tampoco resulta creíble ésta frase de cajón: «impulsará el desarrollo y crecimiento del Huila en línea con la agenda de competitividad del departamento, generando dinamismo económico en la región».

Mucho se ha dicho en Huila y muy poco a nivel nacional, sobre las responsabilidades políticas, sociales, económicas y éticas del proyecto convertido en realidad y los efectos devastadores del Quimbo en el medio ambiente y en la comunidad. Para no entrar en discusiones interminables, basta tomar uno de los apartes de la encíclica Laudato si' promulgada el 24 de mayo de 2015 por el papa Francisco y en la que el sucesor de Pedro hace una profunda reflexión sobre el desenfreno mercantilista y la torpeza política, dos males que aupados por las grandes potencias golpean a los países más pobres:

«Esta hermana [la tierra] clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que ‘gime y sufre dolores de parto’ (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura».  

Nunca antes un viaje a la tierra de mis viejos ―la hermana tierra de la que entrañablemente hablara san Francisco de Asís― me había conmovido tanto como el último día de San Juan en el que volví a misa de cinco de la mañana y en la recordé mientras comulgaba a Omar, mi sampedrino hermano bailador, bebedor y enamorador. Allí en Garzón, en la plaza de mercado donde todos los sabores, colores y olores forman un banquete celestial, volví a tomar colada de achira en tazón de esmalte y otra vez engullí como un desaforado los inimitables tamales de arroz, hogo, zanahoria, tajada de huevo, tocino, carne de res y pollo, envueltos en primorosas hojas de bijao. Tan solo la vitalidad de unos jóvenes y viejos cultores de nuestros sanjuaneros y rajaleñas y la pasión por el trabajo cultural al lado de gente del pueblo lograron paliar la tristeza que no pudo ocultar el Doble Anís. No lo puedo negar ni lo he podido superar: me siento tan arrasado como los sembrados y la vegetación del Balseadero.

Al observar la debacle desde el puente de 1.708 metros que según el Gobierno será el más largo de Colombia tan solo por unos años, hoy más que nunca me golpea el mensaje tristón de El Caracolí, la guabina de Jorge Villamil que para mí es el himno de este desastre ambiental y sentimental:
Busqué en las playas del inmenso río
que en el pasado feliz recorrí
hallé el sendero cubierto de abrojos
las casas viejas se cayeron ya.

Y aquellas barcas de los pescadores
que reposaban sobe el arenal
ya no se encuentran, ya no se encadenan
al añoso tronco del caracolí.

En ese enlace podrá escuchar la canción El Caracolí.
Como muchos amigos, especialmente jóvenes, escribieron para que hablara de El Caracolí y su relación con un comentario mío en Facebook sobre El Quimbo y el puente del Balseadero, les cuento que se trata de una canción sobre la vieja Neiva, cuando esa ciudad era un puerto importante sobre el Magdalena al cual llegaban grandes embarcaciones con mercaderías de todo el mundo. Allí había un comercio vibrante y, por supuesto, muchas casas para diversión de adultos (para no ponerme tan fino: eran puteaderos).
En 1939, cuando el maestro apena tenía diez años, su padre, don Jorge Villamil Ortega, lo llevó a conocer ese lugar que vivía sus momentos de mayor esplendor y se sorprendió al ver su vitalidad, el movimiento mercantil, al diversidad de personajes y el colorido portuario. Veinte años después, en 1959, pocos meses después de muerto su padre, el recién graduado médico quiso recordar aquellos paseos al puerto de Caracolí y encontró que todo el agite y la luminosidad de otros tiempos habían muerto para siempre pero que muchos de sus lugares, momentos y personajes estaban vivos entre recuerdos y nostalgias.

Algo parecido me sucedió (sin puteaderos) cuando volví hace unos días al Balseadero y La Escalereta, dos lugares a los que muchas veces fuimos de paseo a fincas de amigos y a fiestas en casas de viejos conocidos que salieron de sus predios como si los hubiera expulsado un demonio exterminador. Allí estuvimos con mi padre y todos sus nietos en el último paseo de su vida ya que tres días después de haber gozado en ese lugar el remate de las fiestas de San Pedro que él contribuyó a crear en Garzón, partió para siempre. Ese fue mi último paseo al Magdalena pues no me imagino dentro de unos años, viejo e inútil, sentado en un restaurante de cadena tratando de identificar el sabor de un sancocho de gallina campesina al lado de un lago artificial que en poco tiempo hará su notable aporte al calentamiento global, ni me ubico en un resort tratando de comer un tamal envuelto en una bolsa de polietileno.
 
Vicente Silva Falla en El Balseadero con sus nietas
María del Mar Chávarro Silva y Daniela y María
Alejandra Silva Chamat.
(Archivo familiar).

Esta postal opita tiene música nostálgica y adioses como los de la mujer de Lot que no se atrevió a mirar atrás para no convertirse en estatua de sal. Son más las preguntas con respuestas huecas y los llantos con sabor al Yuma, el río en el que, como decía el filósofo griego, nunca nos volveremos a bañar.




Garzón, 29 de junio de 2015. 






domingo, 29 de marzo de 2015

50 años de "Los guaduales"


Domingo de Ramos y de guaduas


El Domingo de Ramos de 1965, mientras los católicos conmemoraba la entrada triunfante de Jesús a Jerusalén, en una vereda lejana de Acevedo, al sur del Huila, cerca de la Cueva de Los Guácharos, nació la guabina "Los guaduales", una canción que además de convertirse en símbolo de la ecología, entraña un elemental significado sobre los altibajos del diario vivir. 


Los nariñenses Arteaga y Rosero fueron los primeros 
en grabar Los guaduales.
  
Aunque en 1965 el maestro Jorge Villamil Cordovez creó ocho temas andinos y convirtió en porro la letra presentada por un espontáneo, ese año fue trascendental en su vida artística por el surgimiento de Los guaduales, un éxito rotundo que con los años conserva intacta su aureola de ícono musical colombiano.

Todo comenzó con una invitación a Jorge, Darío Garzón, Eduardo Collazos y otros amigos para visitar la Cueva de los Guácharos, un enigmático sistema de cavernas en el que habitan estas misteriosas aves nocturnas dotadas de una especie de radar natural, muy parecido al sistema de orientación de los murciélagos. Pese a que don Delio Tovar y su hijo Edgar, propietarios de la finca El Rubí —en Acevedo, sur del Huila—llevaban meses insistiendo en su invitación para los días previos a la Semana Santa, el paseo estuvo a punto de fracasar porque Darío y Eduardo cancelaron el viaje argumentando dificultades para su desplazamiento desde Bogotá y actividades artísticas de última hora. El resto de invitados, entre ellos el médico-compositor, se dejaron de perendengues, viajaron en avión desde Bogotá a Neiva, luego tomaron automóvil a Acevedo en donde una ‘chiva’ los llevó hasta San Adolfo, corregimiento en el que una recua de mulas los dejó en su destino final.

En el esplendor de su carrera, Garzón y Collazos 
también llevaron al acetato la entrañable guabina.

Entrada la tarde, disfrutaron desde lo alto el Valle del Suaza, un formidable tapete de todos los verdes del que brotan exóticas variedades silvestres de la orquídea, la flor nacional. El sábado hubo paseo, baño, música, sancocho de gallina a orillas del río Suaza y por la noche, cansados pero sin rendirse, armaron una agradable tertulia campesina abundante en cuentos de la mitología popular y música de la tierra en cuya interpretación, como es de suponer, toda la atención se centró en el compositor.

El viaje a la cueva localizada en inmediaciones del Suaza —vertiente occidental de la cordillera Oriental— quedó para el lunes ya que el domingo algunos invitados bajaron muy temprano hasta Acevedo para asistir a la ceremonia de bendición de los ramos y otros se quedaron en la finca para deleitarse con los matices celestes de las cordilleras, el gris serpenteante del río y las verdes matas de guadua enfiladas en las riberas. El enguayabado maestro duró una, dos o más horas ensimismado con esa vista singular en la que el susurro del follaje era la mejor sinfonía. Todo lo captaba sin decir ni tomar nota de nada: los grandes ventarrones sacudiendo a gigantes verdes como si fueran cometas, los caminos de herradura sepultados por torbellinos de polvo que morían en las nubes y el invierno amenazante tras las montañas.

Rodrigo Silva y Álvaro Villalba también la 
grabaron con Discos Phillips. 

Don Delio, que al mismo tiempo le ponía los últimos aliños al marrano y atizaba el horno de barro para tener listo el asado tan pronto llegara el resto de viajeros, lo interrumpió con sigilo sirviéndole una copa de ginebra con rodajas de limón. Al darse cuenta que no estaba ido, le acercó un taburete de cuero y sin vencer su timidez le pidió: «Maestro, inspírese para cantarle al paisaje». Así ocurrió porque en medio de esa paz que pueden brindar la vida silvestre y el alma transparente de un labriego comenzaron a surgir el tema y la melodía.

El autor, al evocar ese 11 de abril de 1965, Domingo de Ramos y de guaduales, destacaba el decisivo aporte campesino en esta composición:

En ese momento trataba de llover, hacía lluvia y hacía sol, había mucho viento, los guaduales del valle se estremecían y en los caminos se elevaban polvaredas, como remolinos de viento. Entonces yo dije: «Bailan los guaduales» porque de verdad se mecían mucho, pero una viejita que molía café al lado mío en un molino Corona me respondió: «No, doctor, los guaduales no bailan, lloran». Al preguntarle por qué, ella me contestó: «Porque también tienen alma». Y es que los campesinos los veían como si ellos estuvieran vivos o se frotaran, como si hablaran o se amacizaran. En verdad parecía como si todos esos guaduales verdes estuvieran llorando o jugando entre sí y esa apreciación fue definitiva porque cambió totalmente el significado de lo que yo estaba apreciando. En ese momento comencé a silbar y a tararear «Lloran, lloran los guaduales... porque también tienen alma / y los he visto llorando y los he visto llorando / cuando en las tardes los estremece el viento en los valles...»
 
Por supuesto, Emeterio y Felipe, le dieron su toque 
opita a la composición de Villamil.

Pasado el mediodía empezaron a regresar los vecinos de la vereda que habían asistido al oficio religioso. Sus coloridos vestidos domingueros daban vida a los zigzagueantes caminos, mientras en el ambiente se mezclaban los arpegios de pájaros con chirridos de grillos y chicharras que en vez de aturdir, levantaban el espíritu de nativos y extraños. Esa banda sonora amplificada por los rumores del Suaza, motivó aún más el silbido del poeta que tan pronto tuvo claras las primeras estrofas, las garrapateó en una amarillenta hoja escolar facilitada por el dueño de casa, aunque en su interior le quedó la sensación de haber hecho una guabina sin su verso final, esa parte que algunos músicos denominan el remate. Para infortunio suyo, esa incertidumbre no la pudo superar allí mismo porque el proceso compositivo fue interrumpido de un momento a otro por el bullicio de los visitantes, la música de un trío campesino y el inconfundible aroma del asado que invitaba a la mesa. 

En los años 70 el impacto de la canción era tan notorio, 
que boleristas famosos como Alci Acosta y el 
argentino Leo Marini, decidieron llevarla al disco.

  En los primeros días de 1966 Villamil se encontró en un estudio discográfico de Bogotá con Darío Garzón quien todavía lamentaba no haber podido disfrutar el paseo. Entre chistes y chanzas, ambos se enteraron que el dueto nariñense integrado por José Arteaga y Carlos Rosero estaba varado en la misma sala de grabación porque no había encontrado la última canción para un larga duración de doce temas. En ese momento Olga Lucía Ospina, quien hacía poco se había casado con Jorge y lo acompañaba en la reunión, recordó que en algún lugar de su apartamento había «una canción que habla como de guaduas» y sin pensarlo salió a buscar entre carpetas y apuntes empolvados la plana infantil regalada por don Delio en la que aparecía la composición. 

De regreso al estudio la entregaron a Arteaga y Rosero quienes la ensayaron una y otra vez buscando su punto ideal pero sin dejar satisfecho a su dueño que no descalificó la interpretación pero sí la sintió coja, «como si le faltara algo que redondeara la idea nacida en Acevedo». Allí mismo, dando vueltas, silbando, silbando y silbando, como era usual en su proceso creativo, emergió la síntesis requerida el día en que nació la primera parte y con la cual toda la canción adquirió más sentido y un mensaje más redondo.

La versión grabada a las carreras por Arteaga y Rosero no tuvo mayor resonancia y algo parecido sucedió con la que Garzón y Collazos incluyeron en el volumen Me llevarás en ti. En realidad quienes la popularizaron fueron los Hermanos Martínez quienes al interpretarla en la Conferencia Mundial de Orquideología, celebrada en Medellín en abril de 1967 en el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe, la proyectaron como un canto que entrelaza ecología con humanismo. Algunos de los presentes allí contaban que al ser ejecutada por el dueto santandereano todo el auditorio conformado por delegados nacionales y extranjeros se levantó para pedir su repetición.

Una versión moderna, en ritmo de balada, fue la 
del famoso cantante antioqueño Fausto.

«La canción de las guaduas», como cariñosamente la siguió llamando Olga Lucía de Villamil, pegó tanto que en escuelas y colegios la enseñaban dentro de una asignatura obligatoria llamada Música y Canto. Por sus ventas millonarias, Sonolux les otorgó a los Martínez discos de oro y platino y, según su autor, la belleza casi rústica de los instrumentos y el marcado acento de Jaime y Mario hicieron de su versión una de las mejores de las tantas que se han llevado al disco en Colombia y el exterior.

En Argentina, es conocida esta versión del coro 
Sociedad de Canto Harmonie, de San Carlos Sud, 
provinciade Santa Fe.

Tres décadas después, acompañado por el andariego periodista Héctor Mora Pedraza, el autor regresó al paraje en el que nació su célebre composición. Allí encontró que cerca de la finca El Rubí queda una vereda llamada Los guaduales en donde también se estableció una escuela pública que lleva el nombre del músico. Ya no estaban don Delio ni la viejita que molía café cerrero ni el horno de barro para los asados, pero los campesinos de coloridos atuendos siguen yendo religiosamente a batir palmas todos los Domingos de Ramos y los guaduales del Valle del Suaza, como si todos los días fueran una fiesta, siguen su romance a la vera del camino.

El padre de esta guabina la recordaba con especial cariño todos los Domingos de Ramos porque fue el 11 de abril de 1965, primer día de la Semana Santa, cuando brotó la inspiración al disfrutar, absorto, el verde valle del río Suaza. Pasado el tiempo, el protagonista decía que algo místico ocurrió aquella vez porque sin que él ni nadie lo propusiera ni lo programara con anticipación, surgió una feliz coincidencia entre la bendición de los ramos que todos los años conmemora la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén y las matas de guadua que aquel día se mecían en ese paraje como queriendo participar en la trascendental fiesta del cristianismo.

La prestigiosa Coral Armiz y Sine Nomine, 
de Granada, España, también hizo un montaje 
especial de la obra de Villamil.

Aparte de Arteaga y Rosero y los Hermanos Martínez, Los guaduales también figura en grabaciones de Garzón y Collazos, Silva & Villalba, Los Tolimenses, Los Tejada, Héctor y Víctor, Carlos Julio Ramírez, Berenice Chávez, Carmenza Duque, Beatriz Arellano, Carmiña Gallo, Víctor Hugo Ayala, Alci Acosta, Fausto y una indeterminada cantidad de tríos, duetos, estudiantinas y corales. En la modalidad instrumental, entre otros, hay discos de la Orquesta Sinfónica de Moscú, Jaime Llano, Oriol Rangel, Alfredo Rolando Ortiz, Gentil Montaña, Olga Acevedo, David Puerta, Francisco Zapata, Luis Enrique Parra, la Estudiantina Fuentes y Pedro Nel Martínez.
Esta obra colombianísima que llega al medio siglo de existencia este 11 de abril de 2015, aunque no exactamente el Domingo de Ramos, también ha sido montada por corales de alta calidad artística en diferentes países. En Argentina se destaca la versión de la Sociedad de Canto Harmonie, de San Carlos Sud, provincia de Santa Fe, y en España son conocidas las interpretaciones de la Coral Armíz y Sine Nomine, en la provincia de Granada; la Coral Voces del Guadalhorce, en Málaga, y el Orfeón Virgen de la Escalera. En estos cuatro casos las corales le hicieron una pequeña introducción que no corresponde a la versión original de Los guaduales.

   Además de la grabación que el propio Villamil hizo en México con el Mariachi Vargas de Tecalitlán, en la que el término ‘guaduales’ lo sustituyó por la palabra ‘otates’, denominación dada en ese país a esta graminácea (Guadua angustifolia), se conocen grabaciones salseras del venezolano Ray Pérez y del puertorriqueño Chamaco Rivera.
 
Chamaco Rivera, uno de los grandes de la salsa de 
Puerto Rico, hizo su particilar versión de la guabina opita.

En Huila y otras regiones de Colombia, la expresión Los guaduales superó su connotación musical, ecológica y de elemental filosofía popular para darle el nombre a barrios, veredas, escuelas, casetas, tiendas, tertuliaderos, conjuntos residenciales, edificios, centros comerciales, clubes y hasta vagabundeaderos.

La letra original, especialmente la palabra 'mirarse',  que de manera equivocada algunos intérpretes han cambiado por el término 'tirarse', es la que se transcribe a continuación, de conformidad con los archivos existentes en Sayco. El propio maestro al grabarla en su voz con el Mariachi Vargas de Tecalitlán, en 1969, utilizó la expresión el término tal como aquí aparece.   
 
Los guaduales
Guabina

Lloran...
lloran los guaduales
porque también tienen alma.

Y los he visto llorando
y los he visto llorando
cuando en las tardes los estremece
el viento, en los valles.

Lloran...
lloran los guaduales
porque también tienen alma.

Y los he visto llorando
y los he visto llorando
cuando en las tardes los estremece
el viento en los valles.

También los he visto alegres,
y entrelazados, mirarse al río;
danzar al agreste canto
que dan las mirlas y las cigarras.

O envueltos en polvaredas
que se levantan en los caminos,
caminos que azota el viento
al paso alegre del campesino.

También los he visto alegres,
y entrelazados, mirarse al río;
danzar al agreste canto
que dan las mirlas y las cigarras.

O envueltos en polvaredas
que se levantan en los caminos,
caminos que azota el viento
al paso alegre del campesino.

Y todos vamos llorando
o cantando por la vida:
somos como los guaduales
a la vera del camino.