viernes, 7 de diciembre de 2012

Medio siglo del escándalo del Embajador de la India

"Señores voy a contarles lo que en Neiva sucedió..."

 
 
 
Jaime Torres Holguín, el hombre que
hace 50 años se hizo pasar como
embajador de la India en Colombia. 
(Foto de la familia Torres Quintero cedida
al periodista Olmedo Polanco).


 

 

Esta semana ―del 10 al 17 de diciembre― se cumplen 50 años del escándalo protagonizado en Neiva por un hombre que se hizo pasar como embajador de la India en Colombia. Este risible episodio que marcó a los huilenses como ingenuos y bobos y que ha servido para hacer canciones, un película y hasta bromas de mal gusto, es reconstruido en las siguientes líneas paso a paso. Memoria.


Por Vicente Silva Vargas

 
   Todo empezó la segunda semana de diciembre de 1962 cuando llegó a Neiva Jaime Torres Holguín, «antiguo seminarista de la ciudad de Garzón», un hombre con gran poder de convicción, genuina capacidad para imitar personajes, dominio perfecto del latín e impecable manejo del inglés, el italiano y el francés. En el autoferro que viajaba de Bogotá a la capital del Huila este hombre se topó con un ingeniero bogotano que adelantaba un trabajo especializado en una reconocida empresa de la región. Al comentarle a su ocasional compañero de viaje sobre el insoportable calor, Torres Holguín le respondió en un extraño acento revuelto con español lo que descrestó al profesional que enseguida empezó a preguntarle de todo como si fuera un viejo conocido.
 
   El extraño le dijo en su enredo que iba «a conocer las ruinas de San Agustín» y bajando la voz le confesó que era el embajador de la India en Colombia aunque le pidió discreción debido a su jerarquía. No obstante, tan pronto se dio cuenta de que su ocasional compañero había mordido el anzuelo empezó a hablar más de la cuenta. Primero explicó que viajaba en tren porque su lujoso automóvil oficial se había varado en Espinal y enseguida anotó que tan pronto fuera reparado por mecánicos enviados de Bogotá su chofer particular lo llevarían hasta Neiva con su equipaje para proseguir hasta el Parque Arqueológico.
 
   Su conocimiento sobre la cultura india, el rostro cetrino, el cabello negro y grasoso, su convicción en cada tema abordado y los gestos que le parecían idénticos a los del Mahatma Gandhi que él había visto en las películas en blanco y negro, dejaron atónito al ingeniero. Desde ese momento empezó a tratarlo como una personalidad única en su vida que no podía pasar desapercibida por esas tierras y por eso, tan pronto llegó bien de mañana ese lunes 10 de diciembre a la vieja estación de Neiva donde era esperado por el comerciante Alvaro Díaz Chávarro, se ahorró los saludos y gritando desde el estribo del tren decidió compartir la gran primicia: «¡Les presento al señor Embajador de la India, pero no digan nada porque viene de incógnito!».
 
 Jaime Torres Holguín, a la derecha, se dedicó al comercio de
mariscos en Estados Unidos y en New Haven, donde murió,
fue un personaje destacado de la comunidad.
(Foto de la familia Torresquintero cedida al
periodista Olmedo Polanco).  

   Los primeros en apuntarse a la lista de este memorable capítulo de la lambonería nacional, tan pintoresco como muchos relatos del realismo mágico de Gabriel García Márquez, fueron el ingeniero que lo descubrió, Díaz Chávarro ―llamado Aldíchar, como su almacén y otros hombres que se volvieron expertos en reverencias y genuflexiones. Los siguieron otros personajes de la banca, el comercio y la industria que a las carreras desempolvaron el Manuel de Urbanidad y buenas maneras de don Francisco Carreño para poner en práctica anticuadas normas de protocolo, así fuera sólo por las apariencias.

    Otros se fueron por la más fácil y llamaron a las autoridades para que no pasaran por la vergüenza de ignorar a un dignatario de esa categoría que por primera vez honraba con su presencia a las gentes de aquellas tierras olvidadas. Aunque en un comienzo el gobernador Gustavo Salazar Tapiero no se tragó el cuento porque la Cancillería no se tomó la molestia de notificarle semejante acontecimiento, muy pronto la gran cantidad de llamadas y de visitas al despacho le hicieron cambiar de parecer. El argumento era sencillo: se trataba de una visita no oficial sobre el cual el Embajador había pedido absoluta reserva.
 
   Su advertencia no sirvió de nada. Al contrario, la noticia sobre la llegada de un personaje exótico proveniente de un país igualmente exótico se regó como pólvora. El gobernador, los secretarios del Departamento, el alcalde de Neiva y el gabinete municipal dejaron de trabajar. Los altos mandos militares y de policía cesaron la persecución de los últimos pájaros y chusmeros y empezaron a lustrar sus charreteras para salir en las fotos. Los comerciantes encargaron sus negocios a los dependientes y la media docena de periodistas, acostumbrados a los incendiarios agarrones verbales entre liberales y conservadores, por fin tuvieron una chiva y un personaje de talla mundial.

 
     Entre lisonjas y ágapes
    Desde el instante en que llegó, el administrador del Hotel Plaza, el más importante de la ciudad, se fajó en atenciones. De entrada, le asignó la suite presidencial y ordenó acondicionarla conforme a los gustos orientales del visitante. Sin consultarle nada al huésped, dispuso una permanente dieta vegetariana ajustada a sus costumbres y pidió vigilancia policial para que nadie interrumpiera su sesión de yoga ni lo distrajera durante sus oraciones sagradas. De ñapa, instruyó a meseros y camareros para que saludaran inclinándose con reverencia y mandó que en los altoparlantes sólo se escuchara música de la India.
 
   Según relataba el cronista Víctor Cortes Castro en el semanario El Debate, ya entrada la tarde, el gobernador, su gabinete en pleno y unos cuantos colados decidieron caerle de sorpresa para presentarle una saludo protocolario, pero al llegar les tocó parar en seco cuando vieron que el Embajador no estaba embutido en un elegante traje de etiqueta sino parado en la cabeza, en aparente estado de meditación. Después de largos minutos de espera, Torres aparentó regresar a la realidad identificándose como Shri Lacshama Dharhamdahaj y aunque quiso mostrar unas credenciales que no tenía, el gesto fue rechazado porque su indumentaria —una túnica blanca y un turbante armados con sábanas del hotel— no dejaron la menor duda de que se trataba de un hombre llegado de lejanas tierras «para fortalecer los lazos de amistad y cooperación entre dos naciones hermanas».
 
   Informados de que el ‘diplomático’ no tenía su vestuario, funcionarios y miembros de la alta sociedad ejercieron como sapos de oficio y a las volandas buscaron costureras para que le improvisaran atuendos parecidos a los de algunas castas hindúes. Torres Holguín ―apersonado de su papel― les pidió que no se molestaran porque estaba a la espera de su equipaje para proseguir hacia el sur, pero los anfitriones insistieron y dejaron que el dueño de Mi Lord ―el almacén de ropa más importante de la ciudad― pusiera todos sus inventarios a disposición del visitante. Lo mismo hicieron otros personajes que formaron comités para que todos sus caprichos del Embajador fueran atendidos al instante. Uno de ellos fue Miguel Ángel El sapo Villoria, periodista y poeta que haciendo alarde de su apodo le regaló un anillo con el escudo familiar. Algo parecido hizo el prestigioso médico Abelardo García Salas ―Cavicas― al desprenderse de una fina camisa de seda griega comprada por su suegro en Europa.
 

   Hasta don Oliverio Lara Borrero, uno de los empresarios más importantes de Colombia, cayó en las redes de Torres. Ambos hicieron tan buenas migas que en los continuos homenajes al visitante se les escuchó hablar con propiedad del buey Apis ―el toro mitológico de la cultura egipcia― y de la posible importación de bovinos desde la India a Colombia debido a la sobrepoblación originada por la prohibición hinduista de consumir carne de animales sagrados. Se dijo entonces que don Oliverio ―quién sí conocía ese país y Torres que lo había visto en enciclopedias― compararon al Ganges y el Brahmaputra con el Magdalena y el Cauca, elogiaron las milenarias riquezas culturales de Calcuta y Bombay y hasta les hallaron similitudes entre Popayán y Cartagena.
 

   Así como Lara lo atendió, otro grupo le organizó un homenaje con comida, música, baile y aguardiente en una hacienda llamada El Viso. Allí el Embajador quedó extasiado con la imponencia del paisaje y los árboles de totumo que en su postizo acento ―haciéndose el ignorante― se empeñó en llamar ‘tutumas’. Como si fuera poco, aparentó sus convicciones religiosas cuando los dueños de casa le sirvieron provocativas bandejas repletas de lomo fino de res y auténtico asado de cerdo huilense. El incidente fue superado cuando le llevaron desde Campoalegre ensaladas de frutas y verduras que devoró a regañadientes. Mas adelante, el exembajador contó que esa fue la prueba más difícil ya que estuvo a punto de caer en la tentación de probar al menos un bocado de la gran cantidad de humeantes rebanadas puestas a su disposición.
 


En 1963 Emeterio y Felipe convirtieron en éxito
nacional el sanjuanero El Embajador, de Jorge Villamil.
(Carátula del elepé El Embajador).
 
El hombre de largo e impronunciable identidad que se ufanaba de ser descendiente de una vieja casta hindú no se limitó a ser atendido pues desde un comienzo ofreció favores a todos los pedigüeños que se le atravesaron. Las primeras fueron agraciadas damas de todas las edades que hicieron cola para que su excelencia, metro en mano, les tomara las medidas para confeccionarles el sari, el traje típico de las mujeres de su país. Aún se comenta que abuelitas ilustres, señoras dedo parado, algunas solteronas y ciertas señoritas en edad de merecer, le imploraron que les regalara vestidos en colores brillantes, tal como mostraban las revistas de la época a una señora llamada Indira Gandhi. Los hombres no se quedaron atrás a la hora de pedir. A Alberto Vargas Meza le prometió llevárselo para que estudiara farmacia y lavandería, al aviador Héctor el Loro Jiménez le dijo que pensaba contratarlo como piloto de Indian Airlines, al periodista Jorge Andrade le anunció una beca para especializarse en periodismo, al empresario Ignacio Solano le quedó de enviar semillas de pasto del desierto y a Aldíchar le regaló un lente de cine que nunca le llegó.
 
Vicente Silva Falla, corresponsal de El Espectador, relató que Torres Holguín ―oriundo de Yaguará y sobrino del respetabilísimo monseñor Félix María Torres quien años después fue arzobispo de Barranquilla― estaba seguro del final de su película en cuestión de horas. Por eso apuró los preparativos de un banquete de gala en el Hotel Plaza para 250 invitados especiales a quienes quería corresponder en persona por «las generosas e inmerecidas atenciones brindadas». Para no dejar nada al azar e impedir que fuera descubierto antes de tiempo, el propio Embajador mandó a timbrar tarjetas para el martes 18 y encargó a un famoso restaurante bogotano la preparación de la cena y el envío a Neiva, en avión, de banqueteros, cubiertos, mantelería y bebidas. De remate, tan pronto como se escabullera del hotel sin su atuendo junto con compinche de Garzón, pensaba dejar debajo de los platos de cada invitado un mensaje demoledor: «No soy embajador de la India, soy Jaime Torres Holguín. Chupen por opitas, lambones y pendejos. Cada quien paga su plato».
 
    El señor exembajador
Seguro de que jugaba en el filo de la navaja, Torres decidió continuar con su papel al aceptar dos homenajes más. El primero fue el viernes 14 de diciembre cuando recibió los honores militares ofrecidos por el Batallón Tenerife y su comandante, coronel José Pepe Rivas, con motivo de la fiesta de Santa Bárbara, la patrona de la artillería. Esta vez, tal como contemplaba el protocolo militar, los invitados especiales ingresaron con anticipación al casino de oficiales y luego, muy circunspectos lo hicieron el gobernador Salazar Tapiero y el alcalde Julio César García. Por último, el señor embaucador  fue saludado con honores militares reservados a los jefes de Estado y música marcial interpretada por la banda de guerra. Luego, todos los invitados pasaron a manteles.
 
    El sábado 15 el turno fue para el Club Campestre que ofreció una elegante recepción en la que la selecta concurrencia fue vestida de gala: de esmoquin los hombres y con traje largo las mujeres. Para infortunio de Torres ―o tal vez para su beneficio― un condiscípulo suyo en el Seminario Conciliar de Garzón lo reconoció esa noche cuando intentaba bailar un complicado sanjuanero y envalentonado por varios anises entre pecho y espalda decidió romper el protocolo para gritar con marcado acento opita: «Oooole Jaime Torres, ¿usted qué hace por aquiiiiiì?» El Embajador, sorprendido y asustado, le guiñó un ojo y sólo atinó a responderle: «usted estar equivocado». Urbano Cabrera, como se llamaba el excompañero, fue retirado a la fuerza por soldados del batallón que lo amenazaron con mandarlo al calabozo por borracho e irrespeto a la autoridad. Superado el incidente, el gobernador le pidió a su excelencia que abriera el baile en su honor. Mujeres de todas las edades bailaron con él e incluso hubo varias que le coquetearon de frente para ganar sus afectos y tener la remota esperanza de convertirse algún día en una de las tantas mujeres de su harén. Pero la suerte de Jaime estaba marcada para esa noche y ese lugar porque Cabrera, herido por haber sido sacado a empellones y convencido de conocer al impostor, buscó a Ignacio Solano Manrique, secretario de Hacienda del Huila, para contarle su verdad.
 
    Cabrera, cabreado’ como estaba, habló sin rodeos: «Ese no es ningún embajador de la India, ese es Jaime Torres Holguín, compañero mío del seminario de Garzón. A él le decíamos el Caleño porque tenía vínculos con el Valle y hasta allá se fue hace mucho tiempo». Una vez superó la sorpresa, Solano Manrique le informó a Salazar Tapiera para que acabara con la farsa pero el gobernador, más preocupado por la ridiculez en la que estaba envuelto, primero le pidió a la Policía que confiscara y destruyera todos los rollos fotográficos en poder de los fotógrafos que estaban en la fiesta y en los cuales, con toda seguridad, aparecían él y muchas familias linajudas rindiéndole pleitesía al embajador de un país que muy pocos sabían dónde quedaba. Luego, muy a su pesar, encaró a Torres Holguín, que con mansedumbre admitió su verdadera identidad, tiró al suelo su colorido turbante y una falsa piedra preciosa en la mitad y les gritó a todos que no era diplomático ni nada parecido y que fueron ellos mismos quienes, en un alarde de zalamería e idiotez, lo nombraron Embajador.
 
   Los avergonzados opitas que hasta minutos antes le habían sobado la chaqueta, cambiaron de semblante al vilipendiarlo con un variado repertorio de palabras vulgares de la región y hasta intentaron agarrarlo a trompadas. En un permanente de la Policía, esposado e incomunicado en el calabozo, Torres Holguín pasó todo el domingo en carácter de exembajador y solo hasta el lunes 17 fue enviado ante un juez municipal que lo interrogó hasta la saciedad porque, supuestamente, había cometido cuatro delitos. Al final de la tarde, el funcionario lo dejó libre al concluir que no robó por ponerse ropa que le regalaron ni al lucir adornos prestados. Tampoco falsificó documentos públicos o privados porque nunca los exhibió o le fueron exigidos, ni estafó a nadie porque no firmó documentos o contratos ni tumbó al hotel ya que alguien pagó su cuenta. Por último, se determinó que no hubo suplantación de autoridad extranjera alguna porque si bien India y Colombia tenían relaciones diplomáticas y comerciales desde 1959, en ese entonces no había embajador ni embajada en Bogotá (la legación india apenas se estableció en 1973).
 
   Dicen las malas lenguas que al día siguiente, muy temprano, los numerosos anfitriones y sus familias que en la última semana miraron por encima del hombro a vecinos y amigos por estar detrás del Embajador, desaparecieron de Neiva y sus contornos sin ninguna explicación. Unos fueron hospitalizados porque no resistieron la humillación aunque dijeron que se trataba de chequeos de rutina. Otros viajaron a Bogotá, Cartagena y Miami dizque en viajes de negocios en plena Navidad cuando lo cierto es que trataban de evadir la tomadura de pelo de amigos y enemigos. Los demás, al no quedar ni una sola foto acusadora de su arribismo, negaron haber visto en sus vidas a un tal Lacshama y hasta llegaron a decir que no sabían de qué tribu india les hablaban. Es más, con el paso del tiempo ha sido casi imposible hallar un testigo directo de aquellas jornadas de ridículas reverencias como si los hechos hubieran sido arrastrados por una avalancha.
 
    Los coletazos del escándalo
No pasó nada extraordinario en el Huila luego de la humillante visita de su excelencia. El gobernador y el alcalde continuaron en sus cargos durante varios meses. El comandante del batallón siguió su carrera militar. Los secretarios del Departamento y el gabinete municipal volvieron a sus tareas al empezar el nuevo año. Los comerciantes, los banqueros y los hacendados que se codearon con Torres regresaron a sus actividades sin darle mayor importancia al incidente. Los periodistas dejaron una que otra constancia sobre aquella memorable visita y al otro día de la liberación de Jaime retomaron sus noticias sobre las pugnas entre godos y cachiporros.
 
Aparte de las indagaciones del juez a Torres, no hubo juicios políticos y mucho menos investigaciones de la Contraloría o la Procuraduría, como se estila ahora hasta para la caída de una uña. Todo volvió a la tradicional modorra neivana. Sólo un joven abogado llamado Guillermo Plazas Alcid, que por ese entonces sacaba un periódico cada vez que podía, dejó una constancia histórica en la que señala que esa semana de bobería no fue de todos los huilenses sino de un minúsculo grupo de la crema y nata de Neiva: «El advenedizo Jaime Torres Holguín evidenció públicamente la falta de visión, la escasez de prudencia, la mentalidad yérmica, la cortesía frívola y la espesa ignorancia que distingue a nuestra empinada élite político-social».

Llama la atención que medio siglo después de este hecho visto como una simple anécdota provinciana o una pintoresca historia urbana no se hayan realizado estudios o debates que contribuyan a la autocrítica y al análisis social. Todavía es hora de que las universidades locales ―que pululan por todo lado y gradúan profesionales en proporciones industriales― promuevan trabajos académicos desde la Antropología, la Sociología, el Derecho, las Artes o la Comunicación. Qué bueno sería tener tesis y monografías de grado sobre la actitud de los protagonistas, el resentimiento de los marginados del festín, la indignación de la gente del común, las conductas indebidas o no de homenajeado y aduladores. También sería un gran aporte a la memoria llevar a la escena teatral, con nuevos elementos, aquellos días trepidantes. De la misma manera, sería interesante la reconstrucción periodística a partir de la tenue investigación judicial, los registros de los periódicos nacionales y la voz de los pocos testigos que sobreviven. Como se puede ver, hay mucha tela de dónde cortar, distinta de la seda para los saris que el señor Embajador les ofreció «a muchas damas de Neiva».
 
 Mientras esos estudios aparecen, es imprescindible mencionar el más valioso de todos los testimonios de entonces. Se trata de El Embajador, formidable crónica sanjuanera de Jorge Villamil Cordovez que al ser interpretada por los irreverentes Emeterio y Felipe, amplificó el escándalo y dejó vivo en el chip colectivo la constancia histórica de que el humillante arribismo prohijado por unos pocos, trastocado injustamente en una estupidez regional, nunca debe repetirse ni transmitirse a otras generaciones. Gracias a la obra de Villamil aquel momento no quedó sepultado para siempre en el olvido tal como pretendían quienes destruyeron las pruebas, se escondieron y tragaron su vergüenza.    

    Ya en la parte musical y folclórica ―independiente del debate sociológico, ético y político― es encomiable el matiz diferente que los siempre recordados Jorge y Lizardo le dieron a la canción para convertirla en éxito rotundo del San Pedro de 1963 y tema preferido por los colombianos de todas las regiones. Dos aspectos adicionales para destacar de su versión: la introducción con un sitâr, instrumento típico de la India emparentado con el laúd y cuyas cinco cuerdas producen un sonido muy particular, y el simpático diálogo entre el Embajador y un opita en el que Neiva y Garzón aparecen con las pintorescas denominaciones anglicadas de Neivayork y Garzonville.

Además de la genial versión de Villamil y Los Tolimenses ―sin duda, el principal aporte histórico del caso― hay otras versiones destacadas del canto inicial. Una de las primeras la hizo en merengue, pero sin letra, el famoso Sexteto Daro (1964). Junto con la producción de la película dirigida por Mario Ribero en 1986 se conoció la interpretación, con cierto toque de rajaleña, de Ulises Charry y su grupo folclórico Aires de Peñablanca. Al año siguiente, para conmemorar los 25 años de la 'visita' de Shri Lacshama Dharhamdahaj, salió al mercado De San Pedro en el Huila con el Embajador de la India, elepé del dueto Víctor y Daniel, producido por el mismo Villamil con Ramiro Chávarro Vargas.

Daniel Samper Pizano y Bernardo Romero Pereiro también adaptaron en 1989 dos capítulos de la popular comedia de televisión Dejémonos de vainas para recordar las peripecias de Torres y en 2001, el productor radial  Rito Polo Lozada y la orquesta La Bomba montaron una novedosa propuesta al mezclar el acordeón con una banda de pueblo para recordar al 'diplomático' y sus anfitriones. Poco después, Fernando Tafur hizo una magnífica interpretación con el acompañamiento de un pichinche y más recientemente, se conoció el ingenioso montaje en rock de Yersinia Pestis, una banda  integrada por jóvenes rockeros de la Universidad Surcolombiana.
 
 
Los 25 años de «la llegada de la India de un supuesto
Embajador», fue celebrada por Jorge Villamil, Ramiro Chávarro
y el dueto Víctor y Daniel con la publicación de este elepé. 
En la carátula (1997), aparece Hugo Gómez, el actor que un año
atrás protagonizó la película El Embajador de la India.
 
 ¿Y qué paso con Torres Holguín? Poco después del arrollador éxito de El Embajador le escribió a Villamil para darle las gracias por inmortalizarlo en el sanjuanero. Por su correspondencia se supo que fue un hábil comerciante en la costa Caribe colombiana de donde pasó a San Juan de Puerto Rico y luego a Miami. En sus últimos años se residenció en New Haven, Connecticut, Estados Unidos, donde se destacó como empresario e impulsor de importantes obras sociales. Allí murió de un infarto cardíaco a finales de la década del 80. Sus cenizas fueron repatriadas por su esposa e hijos a comienzos de los años 90 y enterradas en un cementerio de Neiva.
 
    En 1986 las peripecias de este personaje que se burló de la ingenuidad de un grupo de neivanos fueron llevadas a la pantalla grande por Mario Ribero y el productor laboyano Abelardo Quintero en una de las mejores producciones del cine nacional financiada por Focine. Esta película protagonizada por un gran artista como Hugo Gómez y en la que participaron varios actores  naturales de Neiva, no podía tener otro nombre distinto a El embajador de la India. 

Desde aquel diciembre de 1962 ―¡la bicoca de hace medio siglo!― se dice que el karma que consume a los gobernadores del Huila no está en el exiguo presupuesto oficial ni en la marca registrada de su proverbial abulia, sino en la presencia de un verdadero embajador. Por eso, cuando se anuncia la visita del representante de algún gobierno extranjero, el gobernador de turno no duda en responder: «Díganle que coma mierda».


 
Fuentes:

Noticias publicadas por Vicente Silva Falla en El Espectador.
Entrevistas con Jorge Villamil  Cordovez y Lizardo Díaz Muñoz.
Crónica Los cinco días con Embajador de la india. Sensacional aventura de un seminarista extraviado, de Víctor Cortés Castro.


 
 
El Embajador
Sanjuanero
Compositor: Jorge Villamil Cordovez
 
Señores, voy a contarles lo que en Neiva sucedió,
señores, voy a contarles lo que en Neiva sucedió
que ha llegado de la India de un supuesto Embajador,
que ha llegado de la India de un supuesto Embajador.

 
Por todas partes practican el yoga y genuflexión,
los Ferros y los Solanos y el señor gobernador.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el Embajador,
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador.
 
A don Oliverio Lara el buey apis le vendió,
a don Oliverio Lara el buey apis le vendió,
pa’ servir en Trapichito como gran reproductor,
pa’ servir en Trapichito como gran reproductor.

 
Y como si fuera poco entre honores militares
Pepe Rivas lo llevó al casino de oficiales.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el embajador
Sumatra, Sumatra, contesta el Gobernador.

 
De Neivapur a Calcuta, de Bombay hasta Garzón,
de Neivapur a Calcuta, de Bombay hasta Garzón,
volaba El loro Jiménez por contrato que firmó
volaba El loro Jiménez por contrato que firmó.

 
Calcuta, Calcuta... Ahí vuelve el embajador,
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador.

 
A muchas damas de Neiva las medidas les tomó
para enviarles de la India el traje de la nación.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el Embajador
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador

 
Al gran Cavicas García la camisa le estrenó,
y el anillo de los Villoria el Sapo le regaló
Aldíchar, el gran amigo, elefantes compraría
y Vargas Mesa marchaba a estudiar lavandería.
 
 
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el Embajador
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador

 
Quesillos y más quesillos, quesillos de Puerto Seco
quesillos y más quesillos, quesillos de Puerto Seco
le enseñaba Adán Gutiérrez al Embajador a hacerlos
le enseñaba Adán Gutiérrez al Embajador a hacerlos.
 
Y aquí termina la historia del supuesto Embajador
y aquí termina la historia del supuesto Embajador
antiguo seminarista de la ciudad de Garzón,
antiguo seminarista de la ciudad de Garzón.
 
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el embajador
Sumatra, la sutra, contesta el Gobernador.

 
 
 
 
 
 
 




jueves, 29 de noviembre de 2012

El verdadero gestor del Himno Nacional de Colombia

A propósito de la conmemoración del Día de la Independencia, la Batalla de Boyacá y la Independencia de Cartagena, una crónica sobre un modesto artista bogotano que convenció a Oreste Sindici para que le pusiera música a unos viejos versos patrióticos escritos por el entonces presidente Rafael Núñez.

 
Partitura original del himno
conservada en el Museo
Nacional de Colombia.

Por Vicente Silva Vargas

 
 Desde 1887 todos los méritos sobre la autoría del Himno Nacional de Colombia han sido para Rafael Núñez Moledo y Oreste Síndici. Pero esa «gloria inmarcesible» tuvo un protagonista clave ¿el más importante?― y de quien la Historia convencional nada se ha preocupado puesto que a duras penas aparece citado entre bastidores: José Domingo Torres. De él se sabe que era un bogotano apasionado por el teatro, la poesía y la música, sobre todo las serenatas, género en el que no se ha podido precisar si era compositor cantante, ejecutante del tiple, intérprete de la guitarra o, como dice la picaresca Caribe, un ruidoso ‘ayhombero’.
 
En esos tiempos en los que no había ministerio ni secretarías de cultura y mucho menos industrias culturales, el montaje de cualquier evento era lo más parecido a una izada de bandera escolar. En este campo, cuenta el historiador Miguel Aguilera en su Breve reseña histórica del Himno Nacional colombiano (Boletín de Historia y Antigüedades, vol. 28, 1941), José Domingo no descansaba ningún día porque desde mucho antes del seis de enero ya estaba embalado buscando actores naturales para representar a los reyes magos y convirtiendo burros en camellos. Luego seguía con Semana Santa, las fiestas parroquiales y el Veinte de Julio, celebración en la que representaba tan crudamente el combate a trompadas entre chapetones y criollos que muchos de los asistentes tomaban en serio el montaje y la emprendían contra los actores que hacían las veces de 'chapetones'. Su intenso año también incluía sainetes, operas y zarzuelas en tablados, conciertos de música religiosa, retretas con ‘chupacobres’, sesiones de poesía y la novena de Navidad con santos petrificados por el libreto, pastores con barbas de algodón y ángeles colgados de las nalgas.
 
Eventos religiosos y cívicos como la conmemoración del Veinte
de Julio eran organizados en Bogotá por José Domingo Torres.
(Foto del libro Historia de la música en Santafé y Bogotá).

En sus quehaceres por la pequeña y clasista Bogotá de entonces donde valses, polkas, mazurcas y pasillos eran los bailes de las clases altas mientras el bambuco estaba relegado al populacho José Domingo se percató de que Colombia no tenía un himno verdaderamente nacional pese a las buenas intenciones de poetas, músicos y políticos colombianos y extranjeros, incluido el propio presidente Núñez que en 1880 convocó un concurso con ese fin y que  terminó en un rotundo fracaso porque según el jurado escogido por el Gobierno las obras presentadas no tenían buena calidad poética y musical. 
 
Tertulias de poesía, música y baile eran frecuentes en la clase alta de la
Bogotá de mediados y finales del siglo XIX. (Foto del libro
Pedro Morales Pino, la gloria recobrada).

Según cuenta el músico Andrés Martínez Montoya en su libro Reseña histórica sobre la música de Colombia, desde la época de la Colonia hasta la fundación de la Academia Nacional de Música (Anuario de la Academia de Bellas Artes de Colombia, vol. 1, 1932), antes de 1887 hubo no menos de seis himnos patrióticos. Entre ellos cita el del español Francisco Villalba (1836), uno de Enrique Price (1847), otro de Joaquín Guarín (1849) y varios poemas de Martín Lleras, Santiago y Lázaro Pérez, Julio Arboleda, José María Samper, José Pinzón Rico y Manuel Madiedo musicalizados por Ignacio Figueroa (1873). Otros himnos fueron compuestos por el holandés Carlos Van Oecken con letra del poeta Lino de Pombo (1873) y una elegía de  Daniel Figueroa y Jesús Flórez (1883) a Simón Bolívar. En concepto de Torres todos los intentos se habían frustrado porque la música era muy aburrida para el común de la gente o la letra no 'pegaba' en el mero pueblo por estar hecha para un alto nivel intelectual propio de los poetas que dominaban el ambiente cultural. Por eso, su obsesión era buscar una obra nueva que dejara a todos contentos, es decir a la élite, el Gobierno y a la población.

Su afán creció a comienzos de 1887 cuando se propuso celebrar con toda pompa el aniversario 76 de la independencia de Cartagena y de paso, lisonjear al mandatario y su segunda esposa, Soledad Román, cartageneros de pura cepa. Lo primero que hizo fue desempolvar el Himno patriótico, un poema escrito por Núñez en 1850, publicado inicialmente en el periódico La Democracia cuando era secretario de Gobierno de la Provincia de Cartagena y corregido por él en la revista Hebdomadaria (núm. 3 y 4), de julio de 1883, año en el que ya era una caudillo aclamado y detestado. Con los versos actualizados, José Domingo buscó a Oreste Síndici, el más reputado artista de entonces, para que «les pusiera música a los versos del doctor Núñez», pero el italiano le mandó a decir que estaba muy ocupado con sus clases de música en colegios y escuelas y la interpretación de música religiosa en los templos de La Candelaria.  Sin embargo, hay quienes sostienen que Sindici ―modesto cantante de opera que se quedó anclado en Bogotá debido a la quiebra de la compañía italiana con la que había llegado― no le paró bolas a Torres quizás porque muchos lo veían como un artista ‘populachero’ mientras que la élite santafereña no lo rebajaba de ‘lagarto’ con ánimo de figuración. Tal vez por ese desprecio tan particularmente odioso de los cachacos rancios, el citado Aguilera decía de él que «Poseía gracioso temperamento cómico».
 
Oreste Sindici, ya con la aureola como autor de la música del himno.
(Foto de la Gran Enciclopedia de Colombia).
 
José Domingo ―fanático de Núñez hasta el punto de guardar en un cartapacio todos los escritos, discursos y poemas del hombre que por esos días estaba en el curubito de su carrera pues aparte de haber sido elegido en tres oportunidades y estaba listo para un cuarto período, acaba de imponer la Constitución que rigió durante más de un siglo― le hizo varios lances a Síndici para que transformara en partitura los versos que a él le parecían embriagadores. Aunque el músico siempre lo evadió sacándole disculpas absurdas, Torres no desmayó y lo acosó hasta el cansancio durante varios meses. Al ver que sus esfuerzos directos no daban resultado, el hombre que podría calificarse de precursor de la gestión cultural en Colombia, cambió de estrategia ganándose la amistad de la esposa del músico, Justina Jannaut, quien en pocos días ablandó a su rogado marido y lo convenció de la necesidad de musicalizar el himno. Lo que nadie supo es si el artista nacido en Ceccano lo hizo por convicción musical, para quedar bien con Núñez o simplemente para quitarse de encima el doble sirirí de Torres y su mujer.
 
Rafael Núñez con el poeta Rafael Pombo.
(Foto de la Gran Enciclopedia de Colombia).
 
En todo caso, el viejo cantante empacó un armonio Dolt Graziano Tubi y se refugió en su finca de Nilo, Cundinamarca, para darle vida musical a las doce estrofas ―incluida como tal el coro con el que comienza el himno― escritas por Núñez 37 años atrás, ajustadas por él mismo poco después y, al parecer, reacomodadas a petición de Síndici poco antes del estreno. Según el profesor Germán Herrera Jiménez, autor del portal Literatura costumbrista colombiana, a mediados de julio de 1887 Oreste terminó su trabajo y el domingo 24 lo dejó escuchar por primera vez a una escasa concurrencia debajo de un árbol de tamarindo en la plaza principal de Nilo y de inmediato regresó a Bogotá para compartirles a sus amigos y claro, a Torres, la buena nueva: la composición de una marcha con tonalidad en mi bemol mayor y compás de cuatro tiempos. Así figura en la partitura original que reposa en el Museo Nacional.
 

 
 En los días siguientes el italiano ―que en realidad se llamaba Joaquín Atilius Agustus Orestes Theopistus Melchor Síndici Topay― se dedicó a escribir las partituras, preparar la orquesta y ensayar los coros mientras que José Domingo empezó el frenético montaje del escenario y la parafernalia propia de un proyecto que, según  sus planes, debía consagrarlo de por vida y dejarlo muy bien plantado con su admirado Regenerador. No obstante, un respetable historiador como el muy conservador Eduardo Lemaitre, admirador de Núñez, pone en duda que éste no estuviera enterado de las diligencias de Torres. En un artículo publicado en 1982 por El Tiempo, el también cartagenero Lemaitre afirma:

«¿...influyó Núñez de alguna manera sobre el acucioso señor Torres para que se tomara el trabajo de desenterrar su antiguo himno patriótico y llevárselo al italiano Sindici, convencerlo de que le pusiera música y armar más tarde todo el tinglado del estreno en el teatro Variedades y de la serenata sorpresiva a la familia presidencial, etc.? Todo esto es probable. Basta conocer el corazón humano, para admitir la posibilidad de que Núñez, que acababa de salir triunfante de una guerra civil y se hallaba en el cenit de su gloria, cayera en la tentación de aprovecharse de las influencias que irradia el poder para poner a funcionar de trasmano al obsecuente don Domingo Torres y armar por intermedio de este toda la tramoya del himno y de su sorpresiva aparición; a mí personalmente esta teoría me seduce, porque me parece muy humana y hasta divertida».

  
Armonio en el que se interpretó por primera vez el Himno Nacional.
(Foto Alcaldía de Nilo, Cundinamarca).
 
 Los registros de la época dicen que los tres días de fiestas comenzaron el jueves 10 de noviembre con «asombrosos fuegos artificiales» y se prolongaron hasta el sábado 12 con alborada, salvas de artillería, marcha militar por las principales calles de la capital, Te Deum en la catedral, retreta con banda de vientos en la Plaza de Bolívar, parada militar, banquete en el Palacio de San Carlos, concierto de música culta y el estreno del Himno patriótico que tanto había desvelado a Torres. Pero antes de su clamorosa inauguración, además del acto de Nilo, hubo otros dos eventos que pueden considerarse el pre-estreno de la obra. El primero de ellos, en la mañana del 11, estuvo a cargo de un coro de niños de las escuelas del barrio La Catedral dirigido por el propio Oreste. El acto fue tan comentado que ese mismo día el presidente le pidió al tenor italiano que le presentara personalmente el himno no ya con coros infantiles sino con artistas de verdad acompañados por una orquesta de profesionales. Según cuenta Aguilera «Numeroso grupo de artistas se instaló en el más amplio salón del Palacio, y ejecutó con calor y exactitud la preciosa obra. Aplausos a romper manos premiaron la creación musical».   

Esa misma noche del viernes, en el improvisado Teatro Variedades ―en realidad una escuela pública ubicada en inmediaciones del Observatorio Astronómico, el convento de Santa Clara y la actual Casa de Nariño― la obra fue inaugurada con una solemnidad inusual. Como era de suponer, el selecto público «arrobado en emoción patriótica», aplaudió por largos minutos al poeta-presidente, agotó los calificativos para el virtuoso musical, elogió a la orquesta de corte operático y exaltó las voces de los coristas que jamás pensaron en pasar a la historia. En medio de tanto alborozo y lambonería, nadie destacó la gestión de José Domingo, ni siquiera los periódicos que en la pacata Bogotá de aquellos años proliferaban tanto como las chicherías y las fábricas de cerveza.
 
Registro de la programación del Once de Noviembre de 1887 en Bogotá.
(Foto del libro Breve historia del Himno Nacional).

El éxito fue total y obligó al Ejecutivo a organizar por su cuenta una fastuosa ceremonia para inaugurar oficialmente no un Himno patriótico cualquiera, como se le llamó en un principio, sino el Himno Nacional interpretado «a grande orquesta, 25 voces». Fue el martes 6 de diciembre de 1887, esta vez con invitación especial para ministros, congresistas, altos dignatarios del gobierno, mandos militares, embajadores, cónsules, comerciantes y banqueros. Según el protocolo, los señores estaban obligados a vestir sacoleva y las señoras debían lucir traje de ocasión. La tarjeta, lacrada, escrita en elegante caligrafía y enviada por el ministro de Gobierno, Felipe Paúl, decía:

  «El ministro de Gobierno saluda a Ud. muy atentamente y tiene el honor de remitirle adjuntas dos boletas de entrada al Concierto que en la noche del 6 del presente tendrá lugar en el Salón de Grados, con el objeto de estrenar un Himno Nacional. La función principia a las nueve. Bogotá, diciembre de 1887».

 Aquella noche  cayó sobre Bogotá un aguacero torrencial  que no impidió el llano total del Salón de Grados del Palacio de San Carlos ―en la calle 10, donde hoy queda el Museo de Arte Colonial― donde volvieron a deslumbrar las estrellas de un mes atrás: el presidente, doña 'Sola', Sindici, la señora Justina, la orquesta y el coro. A la hora de los elogios que la injusta posteridad convirtió en gloria exclusiva para Núñez y Oreste, tal como sucedió en el Teatro Variedades, ninguna personalidad le agradeció públicamente a Torres su abnegada tarea de armar las múltiples piezas de un rompecabezas.
 
En las inmediaciones del Observatorio
astronómico de Bogotá se estrenó el himno
de Núñez, Sindici y Torres

 Los historiadores, las academias y mucho menos los gobiernos, tampoco le han reconocido nada a José Domingo, el precursor de una actividad honorífica y gratuita en ese entonces  y por tanto, injusta y desagradecida. Hoy, guardadas las proporciones históricas, culturales y económicas, él sería un sinónimo de 'productor musical’, ‘director artístico’ o ‘gestor cultural’, algo más o menos parecido a la tarea de talentosos como Fernán Martínez, José Gaviria o Fanny Mikey. De Torres no se conocen retratos, grabados o escritos. Tampoco se sabe con exactitud cuándo y donde nació, en qué fecha murió ni en qué parte reposan sus restos y si hay descendientes que puedan sacar la cara por su nombre. A cuenta gotas, escarbando entre libros con olor a guardado y periódicos enmohecidos, ya sabemos algo de su obstinación para lograr que una nación fraccionada por los odios entre conservadores y radicales, la persecución religiosa y la discriminación hacia los pobres, tuviera un elemento unificador que la  identificara ante el mundo.

El sueño de tener por fin un himno propio después de tantos fracasos se le debe fundamentalmente a José Domingo, el hombre orquesta nada elogiado y tan poco reconocido y, en segunda instancia, al innegable talento musical del negligente Síndici y al propio Núñez que gracias a unas estrofas de dudosa calidad poética pudo sumar más puntos a su  «júbilo inmortal». Desde luego, tampoco se puede desconocer la aceptación general que tuvo la obra entre el público porque sin su aprobación, su existencia habría sido tan efímera como la de otros cantos que naufragaron en el desprecio bogotano.

Tumba del compositor colombo-italiano Oreste Síndici
en el Cementerio Central de Bogotá.

Fueron necesarios 33 años para que el poema musicalizado fuera declarado símbolo oficial mediante la Ley 33 de 1920 sancionada el 28 de octubre de ese año por el presidente conservador Marco Fidel Suárez. En 1946 ―26 años más tarde― el himno, tal como se conoce hoy, adquirió un mayor aire marcial al ser transcrito para orquesta sinfónica por el músico nortesantandereano José Rozo Contreras. Este cambio fue oficializado por el Decreto 1963 de ese año firmado por el presidente Alberto Lleras Camargo y su ministro de Educación, Germán Arciniegas.
 
Aunque ha pasado más de un siglo, es hora de que la nueva historiografía colombiana, la academia y los medios de comunicación ―más preocupados por la ‘bajada de caña’ del diario The Telegraph, el ‘ublime’ de la estrella Shakira en la Cumbre de las Américas en 2012, la embarrada del cantante Fonseca antes de un partido de fútbol en 2013 y el rencauche de la sexta estrofa propuesto por el senador Iván Clavijo― tengan una mirada más amplia sobre José Domingo Torres.

Gracias a este hombre intenso, creativo, sin apellidos de campanillas, existe un Himno Nacional, no importa que para unos sea 'el segundo más lindo del mundo', para otros un memorable recorrido musical por la historia colombiana y para algunos más, un esperpento poético. Cualquiera que sea el concepto, no es justo que una de las pocas reseñas de prensa de finales del siglo sobre el autor de esta 'lagartada' sea tan sombría: «Murió pobre y enfermo siendo un modesto portero del Ministerio de Hacienda».



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