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martes, 29 de agosto de 2017

La reivindicación del mártir de Armero


 La reivindicación del Mártir de Armero
Por Vicente Silva Vargas

Pedro María Ramírez Ramos recién ordenado como
subdiácono en el seminario de Garzón (Foto familia Ramírez).
El nuevo beato colombiano Pedro María Ramírez Ramos, además de recio defensor de la fe, devoto irreductible del Santísimo y la Virgen María, era un hombre elemental que tocaba cuatro instrumentos, componía canciones y cantaba maravillosamente.

Al contrario de lo que muchos pueden creer, el Mártir de Armero hacía todo lo posible para que su apostolado no pareciera nada extraordinario a lo que debía hacer un cura de pueblo: estar cerca de los fieles. Por eso, desde su primeros años en los seminarios de la Mesa de Elías y Garzón ―en Huila― se preocupó por aprender a tocar tiple, guitarra, armonio y piano. También, dicen los testimonios recogidos por este cronista, cantaba tan maravillosamente que unas veces adoptaba el papel de un gran tenor operático y en otras, asumía el rol de una mezzosoprano. «¡Todos quedaban admirados de su formidable voz!», comenta Luis Eduardo Nieto Lucena, un veterano sacerdote que le sirvió de acólito en Armero cuando apenas tenía ocho años.

Como si fuera poco, componía canciones colombianas, especialmente, bambucos y pasillos, uno de ellos llamado Blanquita, una dedicatoria a una muchacha bogotana a la que parece le arrastró el ala en los años en los que hizo una pausa en el seminario e intentó vivir «en el mundo», es decir, fuera del sacerdocio, por allá entre 1920 y 1928. También se sabe que en Fresno, ya siendo sacerdote, un día después de la misa dominical tomó el armonio e improvisó una pieza musical con base en La paloma torcaz, el poema de su paisano José Eustasio Rivera.

El cura intentó ser tan normal que cuando era profesor de escuela en Alpujarra, Tolima, se enamoró de una joven llamada Lastenia Barreto López, sobrina del influyente obispo de Garzón, José Ignacio López Umaña, pero el noviazgo terminó muy pronto porque el profesor Ramírez Ramos convenció a su enamorada de romper la promesa matrimonial para que ella se convirtiera en monja y él regresara al seminario. Así ocurrió porque Lastenia ingresó al convento de las hermanas vicentinas en Cali y él, a los 29 años ―una edad inusual para aspirar a ser cura― regresó al seminario, pero no al de Garzón sino al de Ibagué.

Tan normal era este religioso, nacido en rica familia conservadora de La Plata, al occidente del Huila, que muchas veces, cuando era maestro, organizaba equipos de fútbol a los cuales les pedía dejarse ganar de los rivales para que estos no se sintieran humillados por la derrota. Sin duda, un gesto de magnanimidad, envidiable desde el punto de vista del juego limpio, pero imperdonable si se estuviera en una alta competición como las del siglo XXI.

Otro rasgo simpático de su vida era la manera como permitía que sus amigos y familiares lo llamaran. En términos legales él era Pedro María, aunque sus compañeros del seminario preferían llamarlo ‘Píter’, ‘Don Píter’, ‘Padre Píter’, ‘Pítermaría’ o ‘Pedromaría’. Se acostumbró tanto a esos apelativos que muchas veces, en algunas de las pocas cartas conocidas, firmaba con cualquiera de esas denominaciones, incluso, como párroco había gente que lo llamaba el Padre Píter.


Las malas pulgas del beato
Sus familiares y biógrafos aseguran que su mal humor nació luego de que un ternero le propinara una patada en la cara deformándole parte del ojo izquierdo. Ya en el seminario, en las escuelas y en su vida sacerdotal, ese accidente que sufrió en Zapatero ―la hacienda ganadera de su familia en La Plata― le ocasionaba terribles dolores de cabeza que no le permitían concentrarse en las lecturas o en el análisis de sesudos documentos teológicos. Solo una caseras cataplasmas de matarratón le calmaban el dolor y le regresaban la tranquilidad.

Por culpa de sus dolores de cabeza, el padre se enfurecía y regañaba acólitos y vaciaba a fieles que no eran muy apegados a las tradiciones de la Iglesia. Su blanco favorito eran las mujeres que vestían prendas atrevidas para la época, por ejemplo, blusas con manga sisa, escotes levemente insinuantes, faldas talladas en la cintura o un milímetro arriba de la rodilla. Son múltiples los testimonios que recuerdan cómo el padre Pedro se bajaba del púlpito o del presbiterio a pegarles un pellizco en el hombro a las infractoras para luego pedirles que regresaran a sus casas a «vestirse decentemente». Sin embargo, el sacerdote se arrepentía de sus actitudes y luego de que la rabia desaparecía, buscaba a las personas ofendidas y con absoluta humildad, muchas veces con la voz entrecortada, se excusaba y les pedía sincero perdón. Al evocar algunos momentos tensionantes con las mujeres a las que regañaba, su sobrino Álvaro Ramírez Vargas anota con mucho humor: «¡Qué tal que el padre Pedro viviera en estos tiempos y hubiera visto la minifaldas y las tangas brasileras? ¡Le hubiera dado un síncope!».

Precisamente por esos momentos de irascibilidad el beato le pidió siempre a Dios que lo hiciera mártir de la Iglesia. Fue una obsesión permanente: «Quiero morir por la fe», «Deseo que el Sagrado Corazón me haga mártir», «Mi carácter es mi cruz», fueron algunas de sus públicas expresiones de sincero arrepentimiento. Y quería ser mártir para expiar el terrible defecto del mal genio que para él era un pecado porque demostraba que no era humilde ni dócil ni tenía templanza para manejar los momentos de dificultades. Fue tan evidente su vocación de mártir que a pocas horas de ser macheteado y rematado con un varillazo en la nuca, escribió con letra firme y clara: «quiero derramar mi sangre por el pueblo de Armero».

Rumbo a la plaza del pueblo, el 10 de abril de 1948, apresado como un criminal, fue llevado a la turbamulta en medio de planazos de peinilla y garrotazos. Primero, un corte en la cabeza, luego otro machetazo que lo derribó y lo obligó a exclamar: «Padre, perdónalos! ¡Todo por Cristo!» El tercer peinillazo lo volvió a tumbar y por último, una varilla de hierro le hizo volver la cabeza hacia atrás. Nadie hizo nada por él, ninguna persona le dio la mano, no hubo un alma caritativa que le cerrara los ojos y le ayudar al buen morir. ¡Cayó miserablemente humillado!

Retrato al óleo del Mártir de Armero en el museo
de La Plata (Foto Instituto Pedro María Ramírez). 
En la plaza se desangró, las mujeres de vida alegre se regocijaron con su tragedia y ya muerto le recordaron sus pellizcos en los hombros. Después de varias horas fue lanzado a una desvencijada camioneta y botado como un fardo en la puerta del cementerio. Solo un par de prostitutas ―a las que él tanto había atacado invitándolas a dejar la vida disipada― se apiadaron de su miseria humana y abrieron un boquete en cualquier parte del cementerio. No tuvo ataúd, no hubo responsos, nadie lo lloró, tan solo la naturaleza se acordó de él y esa noche en Armero llovió como nunca había llovido en los últimos cincuenta años. Uno de los amigos del padre, muchas décadas después trajo a colación una vieja leyenda del Tolima Grande según la cual cuando muere un gran hombre la Providencia llora y derrama sus lágrimas en forma de aguaceros tempestuosos.


Ejemplo de perdón
Los permanentes gestos de perdón por haber ofendido a sus semejantes pero también de perdonar a quienes le hicieron daño ―como aquellos que lo amenazaron con un revólver, la gritaron «godo hijueputa» y más tarde lo apresaron y condenaron a muerte― fueron elementos claves para que la Congregación para las Causas de los Santos después de una tortuoso proceso jurídico, histórico y teológico de 29 años impulsado con denuedo por monseñor Libardo Ramírez Gómez, aprobara su beatificación. Para los expertos del Vaticano, de las más diversas nacionalidades, su martirio no fue por causas políticas, ni por perseguir a liberales ni por regañar a las mal vestidas, sino por odio a la fe y a la Iglesia.

En palabras de monseñor Octavio Ruiz, uno de los obispos más cercanos al sumo pontífice, su muerte fue por cumplir estrictamente los deberes y obligaciones como ministro de la Iglesia y por ofrendar su vida a Dios. Tales actitudes de perdón fueron interpretadas por los teólogos e historiadores del Vaticano como un auténtico ejemplo para todos los colombianos en el contexto del posacuerdo entre el Gobierno y las guerrillas. Eso explica por qué la ceremonia de beatificación, que usualmente no presiden los papas, se celebrará durante el gran acto de reconciliación en Villavicencio el próximo 8 de septiembre.

Con esta decisión, el papa Francisco reivindica a Pedro María con la historia porque durante casi 60 años al cura se le atribuyeron graves hechos que no fueron probados simplemente porque nunca ocurrieron. De él se dijo que escondía armas en el templo para utilizarlas contra los liberales. También lo acusaron de encaramarse en la cúpula de San Lorenzo para lanzar bombas contra el pueblo exaltado por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y le endilgaron el papel de alcahuete que dizque por esconder en la casa cural a los ‘godos’ del pueblo. Finalmente, y esa es la más absurda y descabellada de todas las acusaciones, 37 años después de haber sido sacrificado se le achacó la leyenda urbana de que a las puertas de la muerte había maldecido a Armero y profetizado su desaparición al decir que de ese ese pueblo no quedaría piedra sobre piedra. 

Retrato del antiguo seminario La Inmaculada, de Garzón,
en donde empezó sus estudios el Mártir en 1915.
(Cuadro de Piti Silva Silva).

Ninguno solo de esos señalamientos, a la luz de los documentos de la época y de los testimonios recientes recogidos y corroborados por el autor de esta crónica, es cierto. Los detalles de estas abominables calumnias y muchos otros aspectos de la fascinante vida de Pedro María Ramírez Ramos los compartirá el autor en un libro que saldrá a la venta en las próximas semanas y que será publicado por Cuéllar Editores.