martes, 13 de noviembre de 2012

El verdadero gestor del Himno Nacional de Colombia

Por estos días en los que soplan vientos de paz y de reformas, se ha planteado la posibilidad de cambiar, adicionar, reformar o componer un nuevo Himno Nacional de Colombia. Mientras los expertos, pero sobre todo los inexpertos se devanan los sesos, resulta oportuno saber cómo nació el actual Himno y el papel fundamental de José Domingo Torres, un modesto artista bogotano que convenció a Oreste Sindici para que le pusiera música a unos viejos versos patrióticos escritos por el entonces presidente Rafael Núñez.

Partitura original del himno colombiano conservada en 
el Museo Nacional de Colombia.


Por Vicente Silva Vargas


Desde 1887 todos los méritos sobre la autoría del Himno Nacional de Colombia han sido para Rafael Núñez Moledo y Oreste Síndici. Pero esa «gloria inmarcesible» tuvo un protagonista clave ¿el más importante?― y de quien la Historia convencional nada se ha preocupado puesto que a duras penas aparece citado entre bastidores: José Domingo Torres. De él se sabe que era un bogotano apasionado por el teatro, la poesía y la música, sobre todo las serenatas, género en el que no se ha podido precisar si era compositor cantante, ejecutante del tiple, intérprete de la guitarra o, como dice la picaresca Caribe, un ruidoso ‘ayhombero’.

En esos tiempos en los que no había ministerio ni secretarías de cultura y mucho menos industrias culturales, el montaje de cualquier evento era lo más parecido a una izada de bandera escolar. En este campo, cuenta el historiador Miguel Aguilera en su Breve reseña histórica del Himno Nacional colombiano (Boletín de Historia y Antigüedades, vol. 28, 1941), José Domingo no descansaba ningún día porque desde mucho antes del seis de enero ya estaba embalado buscando actores naturales para representar a los reyes magos y convirtiendo burros en camellos. Luego seguía con Semana Santa, las fiestas parroquiales y el Veinte de Julio, celebración en la que representaba tan crudamente el combate a trompadas entre chapetones y criollos que muchos de los asistentes tomaban en serio el montaje y la emprendían contra los actores que hacían las veces de 'chapetones'. Su intenso año también incluía sainetes, operas y zarzuelas en tablados, conciertos de música religiosa, retretas con ‘chupacobres’, sesiones de poesía y la novena de Navidad con santos petrificados por el libreto, pastores con barbas de algodón y ángeles colgados de las nalgas.

Eventos religiosos y cívicos como la conmemoración del Veinte de Julio eran organizados en Bogotá por José Domingo Torres. (Foto del libro Historia de la música en Santafé y Bogotá).
En sus quehaceres por la pequeña y clasista Bogotá de entonces donde valses, polkas, mazurcas y pasillos eran los bailes de las clases altas mientras el bambuco estaba relegado al populacho José Domingo se percató de que Colombia no tenía un himno verdaderamente nacional pese a las buenas intenciones de poetas, músicos y políticos colombianos y extranjeros, incluido el propio presidente Núñez que en 1880 convocó un concurso con ese fin y que  terminó en un rotundo fracaso porque según el jurado escogido por el Gobierno las obras presentadas no tenían buena calidad poética y musical. 

Tertulias de poesía, música y baile eran frecuentes en la clase alta
de la Bogotá de mediados y finales del siglo XIX. (Foto del libro
Pedro Morales Pino, la gloria recobrada).


Según cuenta el músico Andrés Martínez Montoya en su libro Reseña histórica sobre la música de Colombia, desde la época de la Colonia hasta la fundación de la Academia Nacional de Música (Anuario de la Academia de Bellas Artes de Colombia, vol. 1, 1932), antes de 1887 hubo no menos de seis himnos patrióticos. Entre ellos cita el del español Francisco Villalba (1836), uno de Enrique Price (1847), otro de Joaquín Guarín (1849) y varios poemas de Martín Lleras, Santiago y Lázaro Pérez, Julio Arboleda, José María Samper, José Pinzón Rico y Manuel Madiedo musicalizados por Ignacio Figueroa (1873). Otros himnos fueron compuestos por el holandés Carlos Van Oecken con letra del poeta Lino de Pombo (1873) y una elegía de  Daniel Figueroa y Jesús Flórez (1883) a Simón Bolívar. 

En concepto de Torres todos los intentos se habían frustrado porque la música era muy aburrida para el común de la gente o la letra no 'pegaba' en el mero pueblo por estar hecha para un alto nivel intelectual propio de los poetas que dominaban el ambiente cultural. Por eso, su obsesión era buscar una obra nueva que dejara a todos contentos, es decir a la élite, el Gobierno y a la población.

Su afán creció a comienzos de 1887 cuando se propuso celebrar con toda pompa el aniversario 76 de la independencia de Cartagena y de paso, lisonjear al mandatario y su segunda esposa, Soledad Román, cartageneros de pura cepa. Lo primero que hizo fue desempolvar el Himno patriótico, un poema escrito por Núñez en 1850, publicado inicialmente en el periódico La Democracia cuando era secretario de Gobierno de la Provincia de Cartagena y corregido por él en la revista Hebdomadaria (núm. 3 y 4), de julio de 1883, año en el que ya era una caudillo aclamado y detestado. 

Con los versos actualizados, José Domingo buscó a Oreste Síndici, el más reputado artista de entonces, para que «les pusiera música a los versos del doctor Núñez», pero el italiano le mandó a decir que estaba muy ocupado con sus clases de música en colegios y escuelas y la interpretación de música religiosa en los templos de La Candelaria.  Sin embargo, hay quienes sostienen que Sindici ―modesto cantante de opera que se quedó anclado en Bogotá debido a la quiebra de la compañía italiana con la que había llegado― no le paró bolas a Torres quizás porque muchos lo veían como un artista ‘populachero’ mientras que la élite santafereña no lo rebajaba de ‘lagarto’ con ánimo de figuración. Tal vez por ese desprecio tan particularmente odioso de los cachacos rancios, el citado Aguilera decía de él que «Poseía gracioso temperamento cómico».

Oreste Sindici, ya con la aureola como autor de la música del himno.
(Foto de la Gran Enciclopedia de Colombia).

José Domingo ―fanático de Núñez hasta el punto de guardar en un cartapacio todos los escritos, discursos y poemas del hombre que por esos días estaba en el curubito de su carrera pues aparte de haber sido elegido en tres oportunidades y estaba listo para un cuarto período, acaba de imponer la Constitución que rigió durante más de un siglo― le hizo varios lances a Síndici para que transformara en partitura los versos que a él le parecían embriagadores. Aunque el músico siempre lo evadió sacándole disculpas absurdas, Torres no desmayó y lo acosó hasta el cansancio durante varios meses.

Al ver que sus esfuerzos directos no daban resultado, el hombre que podría calificarse de precursor de la gestión cultural en Colombia, cambió de estrategia ganándose la amistad de la esposa del músico, Justina Jannaut, quien en pocos días ablandó a su rogado marido y lo convenció de la necesidad de musicalizar el himno. Lo que nadie supo es si el artista nacido en Ceccano lo hizo por convicción musical, para quedar bien con Núñez o simplemente para quitarse de encima el doble sirirí de Torres y su mujer.

Rafael Núñez con el poeta Rafael Pombo.
(Foto de la Gran Enciclopedia de Colombia).

En todo caso, el viejo cantante empacó un armonio Dolt Graziano Tubi y se refugió en su finca de Nilo, Cundinamarca, para darle vida musical a las doce estrofas ―incluida como tal el coro con el que comienza el himno― escritas por Núñez 37 años atrás, ajustadas por él mismo poco después y, al parecer, reacomodadas a petición de Síndici poco antes del estreno. Según el profesor Germán Herrera Jiménez, autor del portal Literatura costumbrista colombiana, a mediados de julio de 1887 Oreste terminó su trabajo y el domingo 24 lo dejó escuchar por primera vez a una escasa concurrencia debajo de un árbol de tamarindo en la plaza principal de Nilo y de inmediato regresó a Bogotá para compartirles a sus amigos y claro, a Torres, la buena nueva: la composición de una marcha con tonalidad en mi bemol mayor y compás de cuatro tiempos. Así figura en la partitura original que reposa en el Museo Nacional.
 

 
 En los días siguientes el italiano ―que en realidad se llamaba Joaquín Atilius Agustus Orestes Theopistus Melchor Síndici Topay― se dedicó a escribir las partituras, preparar la orquesta y ensayar los coros mientras que José Domingo empezó el frenético montaje del escenario y la parafernalia propia de un proyecto que, según  sus planes, debía consagrarlo de por vida y dejarlo muy bien plantado con su admirado Regenerador. No obstante, un respetable historiador como el muy conservador Eduardo Lemaitre, admirador de Núñez, pone en duda que éste no estuviera enterado de las diligencias de Torres. En un artículo publicado en 1982 por El Tiempo, el también cartagenero Lemaitre afirma: 
«¿...influyó Núñez de alguna manera sobre el acucioso señor Torres para que se tomara el trabajo de desenterrar su antiguo himno patriótico y llevárselo al italiano Sindici, convencerlo de que le pusiera música y armara más tarde todo el tinglado del estreno en el teatro Variedades y de la serenata sorpresiva a la familia presidencial, etc.? Todo esto es probable. Basta conocer el corazón humano, para admitir la posibilidad de que Núñez, que acababa de salir triunfante de una guerra civil y se hallaba en el cenit de su gloria, cayera en la tentación de aprovecharse de las influencias que irradia el poder para poner a funcionar de trasmano al obsecuente don Domingo Torres y armar por intermedio de este toda la tramoya del himno y de su sorpresiva aparición; a mí personalmente esta teoría me seduce, porque me parece muy humana y hasta divertida».
Armonio en el que se interpretó por primera vez el Himno Nacional.
(Foto Alcaldía de Nilo, Cundinamarca).

 Los registros de la época dicen que los tres días de fiestas comenzaron el jueves 10 de noviembre con «asombrosos fuegos artificiales» y se prolongaron hasta el sábado 12 con alborada, salvas de artillería, marcha militar por las principales calles de la capital, Te Deum en la catedral, retreta con banda de vientos en la Plaza de Bolívar, parada militar, banquete en el Palacio de San Carlos, concierto de música culta y el estreno del Himno patriótico que tanto había desvelado a Torres. 

Pero antes de su clamorosa inauguración, además del acto de Nilo, hubo otros dos eventos que pueden considerarse el pre-estreno de la obra. El primero de ellos, en la mañana del 11, estuvo a cargo de un coro de niños de las escuelas del barrio La Catedral dirigido por el propio Oreste. El acto fue tan comentado que ese mismo día el presidente le pidió al tenor italiano que le presentara personalmente el himno no ya con coros infantiles sino con artistas de verdad acompañados por una orquesta de profesionales. Según cuenta Aguilera «Numeroso grupo de artistas se instaló en el más amplio salón del Palacio, y ejecutó con calor y exactitud la preciosa obra. Aplausos a romper manos premiaron la creación musical».   

Esa misma noche del viernes, en el improvisado Teatro Variedades ―en realidad una escuela pública ubicada en inmediaciones del Observatorio Astronómico, el convento de Santa Clara y la actual Casa de Nariño― la obra fue inaugurada con una solemnidad inusual. Como era de suponer, el selecto público «arrobado en emoción patriótica», aplaudió por largos minutos al poeta-presidente, agotó los calificativos para el virtuoso musical, elogió a la orquesta de corte operático y exaltó las voces de los coristas que jamás pensaron en pasar a la historia. En medio de tanto alborozo y lambonería, nadie destacó la gestión de José Domingo, ni siquiera los periódicos que en la pacata Bogotá de aquellos años proliferaban tanto como las chicherías y las fábricas de cerveza.

Registro de la programación del Once de Noviembre de 1887 en Bogotá.
(Foto del libro Breve historia del Himno Nacional).


El éxito fue total y obligó al Ejecutivo a organizar por su cuenta una fastuosa ceremonia para inaugurar oficialmente no un Himno patriótico cualquiera, como se le llamó en un principio, sino el Himno Nacional interpretado «a grande orquesta, 25 voces». Fue el martes 6 de diciembre de 1887, esta vez con invitación especial para ministros, congresistas, altos dignatarios del gobierno, mandos militares, embajadores, cónsules, comerciantes y banqueros. Según el protocolo, los señores estaban obligados a vestir sacoleva y las señoras debían lucir traje de ocasión. La tarjeta, lacrada, escrita en elegante caligrafía y enviada por el ministro de Gobierno, Felipe Paúl, decía:
«El ministro de Gobierno saluda a Ud. muy atentamente y tiene el honor de remitirle adjuntas dos boletas de entrada al Concierto que en la noche del 6 del presente tendrá lugar en el Salón de Grados, con el objeto de estrenar un Himno Nacional. La función principia a las nueve. Bogotá, diciembre de 1887».
Aquella noche  cayó sobre Bogotá un aguacero torrencial  que no impidió el llano total del Salón de Grados del Palacio de San Carlos ―en la calle 10, donde hoy queda el Museo de Arte Colonial― donde volvieron a deslumbrar las estrellas de un mes atrás: el presidente, doña 'Sola', Sindici, la señora Justina, la orquesta y el coro. A la hora de los elogios que la injusta posteridad convirtió en gloria exclusiva para Núñez y Oreste, tal como sucedió en el Teatro Variedades, ninguna personalidad le agradeció públicamente a Torres su abnegada tarea de armar las múltiples piezas de un rompecabezas.

En inmediaciones del Observatorio
astronómico de Bogotá se estrenó el himno
de Núñez, Sindici y Torres.


 Los historiadores, las academias y mucho menos los gobiernos, tampoco le han reconocido nada a José Domingo, el precursor de una actividad honorífica y gratuita en ese entonces  y por tanto, injusta y desagradecida. Hoy, guardadas las proporciones históricas, culturales y económicas, él sería un sinónimo de 'productor musical’, ‘director artístico’ o ‘gestor cultural’, algo más o menos parecido a la tarea de talentosos como Fernán Martínez, José Gaviria o Fanny Mikey. 

De Torres no se conocen retratos, grabados o escritos. Tampoco se sabe con exactitud cuándo y donde nació, en qué fecha murió ni en qué parte reposan sus restos y si hay descendientes que puedan sacar la cara por su nombre. A cuenta gotas, escarbando entre libros con olor a guardado y periódicos enmohecidos, ya sabemos algo de su obstinación para lograr que una nación fraccionada por los odios entre conservadores y radicales, la persecución religiosa y la discriminación hacia los pobres, tuviera un elemento unificador que la  identificara ante el mundo.

El sueño de tener por fin un himno propio después de tantos fracasos se le debe fundamentalmente a José Domingo, el hombre orquesta nada elogiado y tan poco reconocido y, en segunda instancia, al innegable talento musical del negligente Síndici y al propio Núñez que gracias a unas estrofas de dudosa calidad poética pudo sumar más puntos a su  «júbilo inmortal». Desde luego, tampoco se puede desconocer la aceptación general que tuvo la obra entre el público porque, sin su aprobación, su existencia habría sido tan efímera como la de otros cantos que naufragaron en el desprecio bogotano.


Tumba del compositor colombo-italiano Oreste Síndici en el 

Fueron necesarios 33 años para que el poema musicalizado se declarara símbolo oficial mediante la Ley 33 de 1920 sancionada el 28 de octubre de ese año por el presidente conservador Marco Fidel Suárez. En 1946 ―26 años más tarde― el himno, tal como se conoce hoy, adquirió un mayor aire marcial al ser transcrito para orquesta sinfónica por el músico nortesantandereano José Rozo Contreras. Este cambio fue oficializado por el Decreto 1963 de ese año firmado por el presidente Alberto Lleras Camargo y su ministro de Educación, Germán Arciniegas.

Aunque ha pasado más de un siglo, es hora de que la nueva historiografía colombiana, la academia y los medios de comunicación tengan una mirada mucho más amplia sobre el rol de José Domingo Torres. Eso sería más interesante que la ‘bajada de caña’ del diario británico The Telegraph, para quien el himno colombiano no es el segundo más bello del mundo sino el sexto más aburrido del orbe. Esa búsqueda del promotor impulsor perdido del himno valdría más que el peludo ‘ublime’ de Shakira en la Cumbre de las Américas en 2012, la embarrada de Fonseca antes de un partido de fútbol en 2013 y el reencauche de la sexta estrofa propuesto por el senador Iván Clavijo

Su participación en este pequeño episodio de la historia nacional tampoco puede escurrirse como el agua entre los dedos, mucho menos ahora que han surgido voces como las de la agencia de publicidad Walter J. Thompson que ha planteado la posibilidad de agregarle una estrofa al Himno o, como la del senador Roy Barreras, quien hace pocas semanas, cuando estaban a punto de concluir los diálogos de paz Gobierno-Farc, propuso «construir uno nuevo porque algunas de sus estrofas están muy envejecidas».

Gracias al intenso Torres, hombre creativo, sin apellidos de campanillas, existe un Himno Nacional. No importa que algunos lo clasifiquen como 'el segundo más lindo del mundo', que otros lo consideren un memorable recorrido musical por la historia colombiana y que muchos más le den el calificativo de esperpento poético y patriotero. 


Cualquiera que sea el concepto sobre su letra y música, la historia ha sido terriblemente injusta con él y su obstinación artística. Tan injusta que una de las pocas reseñas de prensa de finales del siglo XIX sobre el autor de esta histórica 'lagartada' sea tan triste como sombría: «Murió pobre y enfermo siendo un modesto portero del Ministerio de Hacienda».


En los enlaces (links) puede ampliarse la información respectiva.

viernes, 9 de noviembre de 2012

¡Se fue el guámbito mayor!

 
Al partir el nueve de noviembre de 2012 el admirado Lizardo Díaz Muñoz, el compadre Felipe del dueto cómico-musical Los Tolimenses, comparto un fragmento de mi libro Las huellas de Villamil en el que narro cómo surgió, creció y se consolidó esta formidable pareja de artistas.
 
 


Carátula de la segunda edición de Las huellas de Villamil, de Vicente Silva Vargas 


 El descubrimiento de Los Tolimenses
La presencia de la música del Huila a escala nacional era directamente proporcional a la participación del departamento en los acontecimientos del país, es decir, nula. Y esa ausencia de divulgación sonaba como una tambora en el pecho de Villamil desde hacía varios años. Él quería contar cómo eran las fiestas de allá, quiénes eran sus personajes, qué tan hermosos sonaban los sanjuaneros y cómo el paisaje determinaba la vida de sus habitantes. Pero, ¿cómo hacerlo y por dónde empezar si no tenía recursos económicos cuantiosos, carecía de contactos con el influyente medio artístico de Bogotá y Medellín y nadie sabía de él como compositor? Además, por ser un doctor proveniente de una familia importante y formar parte de un medio elevado, el hecho de convertirse en artista podría ser mal visto y atentaría contra sus actividades profesionales y sociales que le presagiaban un futuro brillante en la medicina y en la comunidad. El dilema era agudo porque estaban de por medio sus años de sacrificio, la influencia familiar, el qué dirán, el futuro económicos y, naturalmente, su propia conciencia.

 Tal como lo hacía desde 1949 y sin consultarlo con nadie, había seguido escribiendo tímidamente algunas melodías a las que les daba tonalidades rítmicas propias de su tierra como bambucos, rajaleñas y sanjuaneros. Nadie le había enseñado que la música se aprendía en academias y se escribía en unos cuadernos rayados en los que se colocaban unos extraños signos llamados notas musicales. Su padre le había indicado por allá en 1933 las posturas de las manos en un tiple con clavijeras de madera hecho por algún luthier de la hacienda. De él asimiló rápidamente las posiciones manuales diferenciando con claridad los golpes de cada ritmo: «Si es bambuco son seis movimientos alternados empezando desde abajo. Si se trata de un pasillo, son dos compases hacia abajo y uno solo hacia arriba y si es un vals se hacen dos movimientos hacia abajo y uno hacia arriba. El resto era llevar una melodía que se podía acompañar con el canto.»

Ese era todo su conocimiento musical. Pero no importaba, porque había tenido entre los cafetales a los mejores compañeros musicales que podía encontrar en sus años de niñez. Eran los trabajadores que en medio de matas de café, después de doce horas de arduo trabajo, disipaban sus tristezas con ese rasgado siempre sonoro y entrañable que se quedaba pegado al oído como si nunca quisiera abandonarlo. Ese sonido siempre lo acompañó en los largos viajes entre Garzón y Gigante, luego estuvo con él en la fría Bogotá y se le apareció en la Javeriana en donde otros jóvenes también sentían el sabor de la nostalgia y llevaban en sus manos la tierra de sus viejos. Ese tiple con sus doce cuerdas le sonaba a toda hora en una pieza de cuatro por cuatro en donde había montones de huesos y vademécumes que eran muy importantes, pero no tanto como esas historias que le daban vueltas en su cabeza y que hablaban de fiestas campesinas, tamboras estrepitosas, aguardientes de caña y personajes pintorescos que bailaban rajaleñas.

 
El hallazgo
Ese bullicio que siempre había estado encerrado en él y que se insinuó tímidamente en 1949, apareció con toda su fuerza en los primeros días de diciembre de 1958 durante una serenata que le brindaron Los Sinsontes a Luz Marina Zuluaga, la manizalita que el 26 de julio de ese año había ganado en Palm Beach, Estados Unidos, el concurso de Miss Universo. Cuando los músicos fueron invitados a Manizales para rendirle ese homenaje musical a la beldad, ya conocían las aptitudes musicales de Villamil y por eso lo buscaron con afán para que les cediera tres temas inéditos de claro sabor huilense. Villamil accedió temeroso a la solicitud pero pidió que no lo mencionaran públicamente como compositor porque no quería ser objeto de burlas y críticas por parte de un público al que seguramente no le haría ninguna gracia escuchar canciones sobre asuntos poco importantes para una ciudad como Manizales famosa por su feria, el café, los toros y su pasión por la poesía.
Los Sinsontes y Villamil ensayaron y montaron tres canciones en Neiva y poco después viajaron a Manizales mientras que el médico se quedó atendiendo pacientes pero con el íntimo deseo de que su música pasara desapercibida para Luz Marina y los caldenses. En Manizales sucedió todo lo contrario porque los desconocidos opitas que querían llevarle a la reina un regalo de su tierra tuvieron una presentación apoteósica que descrestó a todos los invitados. Las canciones, que fueron repetidas varias veces, llegaron al alma de los manizalitas y esa noche, como si se estuviera vivido una gran faena taurina arreciaron los aplausos y aparecieron los pañuelos para secar las lágrimas. Sin que nadie se lo propusiera, lejos de Neiva y teniendo como testigo al Nevado del Ruiz, se presentó en sociedad el compositor Jorge Villamil Cordovez.

Toda esa emoción se debió a los bambucos El Retorno de José Dolores y Adiós al Huila, dos ilustres desconocidos que por su temática describían aspectos que en ese momento golpeaban el alma de los colombianos y al rajaleña La zanquirrucia que cerró con éxito aquella memorable noche al mostrar ante un grupo de extraños el rostro alegre de ese Huila que se había negado a proyectar aquel ritmo como uno de sus grandes tesoros. Los Sinsontes regresaron a Neiva y enseguida visitaron al compositor para contarle la buena nueva. Él no podía creer en el impacto de sus historias ante una gente exigente y pensó que los músicos simplemente le hacían un cumplido para corresponder a su generosidad musical, pero la sorpresa se convirtió en asombro al enterarse que además de revelarse públicamente su nombre, los famosos Emeterio y Felipe, Los Tolimenses, habían preguntado detalles suyos para  localizarlo en Neiva y eventualmente grabar las obras conocidas.
La euforia del trío y el compositor se esfumó con la llegada de la Navidad de 1958 y el Año Nuevo aunque en los medios artísticos y sociales de Neiva la trilogía de Villamil se volvió tan popular que era exigida en las presentaciones radiales de Los Sinsontes y en las serenatas en donde se le incluía junto a hermosos boleros. De esa manera transitaron la primera mitad de 1959 y como es de suponer, en ese ambiente no tuvieron la difusión requerida entre otras razones porque en aquellos años no existían en Colombia la promoción musical y la publicidad artística.


Encuentro en un San Pedro
Sin embargo, por cosas del destino, en junio aparecieron en Neiva Los Tolimenses que tan pronto llegaron al aeropuerto preguntaron por la dirección de Jorge Villamil «ese médico importante y de buena familia que compone canciones tan bonitas».

Eran días de San Pedro y aunque las fiestas no estaban oficializadas, el famoso dueto cómico musical había sido contratado para varias presentaciones públicas que sirvieron de antesala para el encuentro del novel compositor con los artistas, probablemente el 30 de junio de 1959. La reunión fue coloquial y evocadora debido a que Lizardo Díaz Muñoz tiene un ligero parentesco por el lado materno con Villamil, amén de que su madre, Alicia Muñoz de Díaz, había sido buena amiga de doña Leonor Cordovez. Por su parte el desaparecido Jorge Ezequiel Ramírez Salazar, tal como lo hacía en sus presentaciones públicas se ganó los afectos del compositor por su manera campechana de expresar las inquietudes del dueto y su sincero interés en proyectarlo nacionalmente.

Luego de recordar antepasados y elogiar las diez canciones que el médico cantó acompañado de una guitarra y que se grabaron en una grabadora de carretes, los músicos le plantearon a Villamil la necesidad de llevar al disco varios de sus temas inéditos argumentando que esa música novedosa y muy colombiana, era necesaria ante la falta de nuevos compositores. Ramírez y Díaz no se adornaron para decir lo que querían decir y de sopetón le pidieron a Villamil que debían definir con él, allí mismo, los temas de un nuevo larga duración así como los términos de la producción.

Esos dos aspectos eran fundamentales para unos y otro ya que Emeterio y Felipe gozaban de gran popularidad y debían renovar su repertorio permanentemente y Jorge, simplemente necesitaba aprovechar la oportunidad que tanto había ansiado.
 
 
 
Lizardo Díaz (Felipe), Jorge Villamil y Jorge Ramírez (Emeterio), recibidos como héroes en el aeropuerto Eldorado al ganar el dueto en Río de Janeiro el Gallo de Oro por el pasillo Espumas.  
 

   Uno del Huila, otro del Tolima 
¿Quiénes eran esos cantantes que buscando airear su cancionero habían descubierto casi por accidente semejante materia prima? Sería largo contarlo y justificaría otro libro porque desde 1952 cuando surgieron en Medellín, sus presentaciones fueron apoteósicas y hacia 1959 ya habían grabado decenas de discos con música de compositores famosos como José A. Morales, Jorge Añez y Alejandro Wills. Su nacimiento, evolución y permanencia de casi medio siglo los resumió Lizardo con el autor de este blog en largas conversaciones sostenidas en Bogotá en 2002:
Éramos contemporáneos. Él nació en Ibagué el 22 de noviembre de 1929 y yo en Baraya, Huila, el 29 de enero de 1928. A Jorge Ezequiel lo conocí hacia 1943 en el Conservatorio en donde ambos pertenecíamos a las Masas Corales del Tolima. Yo estudiaba en el San Simón y él lo hacía en el Colegio Tolimense. A los dos nos encantaba la música y teníamos  temperamentos afines por ser nativos de una región muy alegre como el antiguo Tolima Grande y eso nos sirvió para que empezáramos a nivel aficionado con un trío que actuaba en la emisora Ecos del Combeima y del cual también hizo parte Jorge Tovar Acosta. En 1946 terminé bachillerato y al año siguiente me radiqué en Bogotá para estudiar ingeniería química en la Universidad Nacional, pero en 1949 me fui para Medellín a estudiar Ingeniería en la Escuela Superior de Minas. Allí permanecí hasta 1953 cuando me retiré para hacer frente a los compromisos artísticos. Nunca me otorgaron el título de ingeniero sencillamente porque, como decía Emeterio, me faltó una materia para graduarme: la materia gris. Pero él tampoco fue profesional y aunque estudió contabilidad jamás ejerció su oficio porque se dedicó al negocio de vender llantas en Ibagué el cual alternaba con la música. Cada vez que yo iba de vacaciones a Ibagué nos encontrábamos para cantar en reuniones, hacer presentaciones en las emisoras y dar serenatas. Pero cierto día de  junio de 1952 se me apareció en la residencia de universitario en Medellín y se fue a vivir conmigo como si fuera estudiante y allá nos pusimos a cantar y a dar serenatas por todas partes. Los fines de semana y en temporada de Navidad no dábamos abasto complaciendo a particulares y estudiantes. A los primeros les cobrábamos 15 pesos y a los segundos 12, sumas que eran una fortuna en esa época.
En una de las tantas reuniones alguien nos preguntó si queríamos grabar discos en 78 revoluciones y nos presentó a un empresario de apellido Acosta que acababa  de fundar la disquera Ondina. Este señor nos ofreció grabar cinco discos, es decir diez canciones. Sorprendidos le dijimos que sí pero pedimos un plazo para escoger repertorio y prepararlo en Ibagué ya que la oferta coincidió con las vacaciones. Una vez montadas las canciones, entre las cuales estaban Mi ranchito y Kirieleison, regresamos a Medellín para grabar en vivo y sin pausa como se acostumbraba entonces, pero sucedió que no teníamos un nombre artístico que nos identificara y aunque en la universidad y en algunos eventos yo tenía un trió que se llamaba Los Estudiantes pensamos que eso no pegaba como tampoco se ajustaba el que nos llamaran Ramírez y Díaz o al revés pues ya estaban de moda duetos como Espinosa y Bedoya. Luego de pensarlo por un rato decidimos que el mejor nombre era el de Los Tolimenses ya que el boom en todas partes era Garzón y Collazos al que todos relacionaban con la música del Tolima. Así quedamos bautizados desde el 52, aunque en ese entonces no éramos Emeterio y Felipe ni habíamos incursionado en el campo humorístico. En total nos pagaron 250 pesos por cada disco, suma que nos pareció fantástica porque era exactamente igual a lo que les pagaba Sonolux a Garzón y Collazos, famosos en toda Colombia. Los discos fueron un éxito total en toda la región paisa y nos dieron tanto prestigio que nos llamaron para actuar en la Voz de Antioquia y la Voz de Medellín, las  emisoras más importantes de allá.
Sobre la consolidación de Los Tolimenses en el ambiente artístico nacional con su propio nombre e identidad, Lizardo acostumbraba abrir el baúl de los recuerdos para compartir anécdotas desconocidas para los colombianos de los nuevos tiempos:
Gracias a la radio llegamos a Bogotá en plan de artistas, justamente cuando la Esso Colombiana organizó en 1953 el concurso Tierra Mía en el que participaron 360 agrupaciones de todo el país. La competencia duró tres meses y terminó en septiembre porque incluía eliminatorias en la Costa, Tolima Grande, Valle del Cauca, Antioquia y Cundinamarca. De ese número de concursantes salimos cinco semifinalistas y luego dos finalistas, el trío Visbal, de Santa Marta y Los Tolimenses. En aquel tiempo tuvimos mucha prensa y cada vez que ganábamos o eliminábamos a un grupo en El Tiempo y El Espectador nos sacaban reportajes y entrevistas completísimas de hasta una página hablando de nosotros y nuestra proyección.

Pese a los pantallazos, cuando llegamos a la final en la emisora Nuevo Mundo, nosotros no estábamos seguros de ganar porque los costeños tenían un repertorio más completo porque incluía canciones de allá y del interior, mientras que nosotros estábamos limitados a la música andina. El jurado estaba integrado por personalidades de la música y el espectáculo y siempre fue muy exigente, pero el día de la gran final dio la gran sorpresa porque los Visbal quedaron en el segundo lugar y nosotros de primeros. El premio que nos dieron fue de cinco mil pesos en efectivo, cifra fantástica para la época y que nos obligó a tomar en serio nuestra vocación artística y a trasladarnos a Bogotá. Tan pronto nos hicimos conocidos nacionalmente empezaron a llegar los contratos. Primero fue Sello Vergara y luego Nueva Granada y Nuevo Mundo, las dos emisoras más importantes de Bogotá. que no eran de Caracol ni de RCN sencillamente porque en ese tiempo no existían las cadenas como tampoco las exclusividades. Con la primera estuvimos unos siete años haciendo un programa diario de canciones y luego nos fuimos para la segunda en donde duramos 18 años y medio produciendo un programa de humor y música.

   Inauguraron la televisión
La nostalgia y la alegría del compadre Felipe se confundían al repasar los primeros días de la televisión colombiana y las giras iniciales por el mundo:
Estando en Nuevo Mundo nos sorprendieron con la llamada para inaugurar la televisión nacional el 13 de junio de 1954, primer aniversario del golpe de estado que llevó al poder al general Gustavo Rojas Pinilla. Eso fue extraño porque teniendo a tipos famosos como Garzón y Collazos y  duetos berracos como Espinosa y Bedoya, Ríos y Macías, Obdulio y Julián y todos esos vergajos, nos llamaron a nosotros. Todo sucedió en forma chistosa porque a la pensión de la calle doce con carrera sexta en donde vivíamos Jorge y yo, llegó como a las ocho de la mañana, muy apurado y casi tumbado la puerta, Álvaro Monroy Guzmán, director artístico de Nuevo Mundo para decirnos que habíamos sido escogidos para participar en la emisión inaugural de la televisora. Nosotros le dijimos que no jodiera y nos dejara seguir durmiendo y le pedimos muy en serio que no hiciera esa clase de bromas porque sabíamos de la fama de otros artistas. Pero él insistió y no dijo: "Carajo tenemos que irnos para allá a ensayar y participar en todos los preparativos... caminen que esta noticia es de verdad y es histórica."

A regañadientes llegamos al sótano de la Biblioteca Nacional en donde estaban los estudios. Allí estaban todos los expertos en televisión que eran cubanos y los colombianos participantes. Cuando el director nos vio preguntó qué sabíamos hacer y cómo lo pensábamos realizar. Nosotros nos presentamos como cantantes de música colombiana pero le aclaramos que para esa ocasión pensábamos representar a dos campesinos vestidos con trajes típicos que sabían cantar y hacer humor. A partir de ese momento dejamos nuestro uniforme que era un smoking de chaquetas roja y verde, corbatines de idénticos colores, pantalones blancos y zapatos del mismo color, para vestirnos como auténticos montañeros. Luego nos pusimos con Monroy Guzmán a hacer el libreto pedido por el director, pero al momento de identificar a los personajes caímos en cuenta de la necesidad de un n nombre porque Jorge y Lizardo no calaban mucho con la denominación artística del dueto y fue en ese instante cuando Álvaro tuvo un chispazo y se le ocurrió ponernos Emeterio y Felipe y así quedamos bautizados para siempre.
Es curioso, pero el día en que nació la televisión colombiana nacimos nosotros con un nuevo nombre, más conocido que el original, empezamos a echar chistes y cambiamos nuestra indumentaria y así nos quedamos de por vida. Jorge y yo nunca lo buscamos pero como dijo Álvaro ese día hicimos historia al figurar en la primera emisión de nuestra televisión junto con el maestro Bernardo Romero Lozano, el violinista Proust y el discurso del Presidente Gustavo Rojas Pinilla quien aparte de felicitarnos efusivamente por nuestra participación en la sesión inicial, se volvió hincha nuestro y  con frecuencia nos invitaba al Palacio de San Carlos y a Melgar, en donde él acostumbraba ir de descanso.

Emeterio y Felipe se dispararon como artistas y nos volvimos personajes exclusivos de la televisión que nos pagaba por cada presentación 600 pesos, una suma muy respetable para cualquier artista de entonces. Pero así como estábamos en la televisión también seguíamos en la radio con nuestros programas de música y de humor, aspecto que agregamos radialmente desde junio del 54. Nuestra presencia en la televisión era tan frecuente que varios amigos pidieron que no volviéramos a presentarnos porque podíamos quemarnos y aunque en un principio no les paramos bolas porque queríamos aprovechar el cuarto de hora, con el tiempo nos dimos cuenta que había razón en esa crítica porque podíamos saturar al público y volvernos cansones.

Por eso en 1955 decidimos emprender una gira internacional que nos llevó a Panamá, Costa Rica, Guatemala y México en donde trabajamos en el Astoria, uno de los grilles más famosos de Ciudad de México. Después intentamos pasar a Estados Unidos para probar suerte en ese país pero en migración Jorge no pudo pasar por tener visa de estudiante aunque yo si pude ingresar con visa de estudiante. Él fue deportado por México y luego enviado a Colombia. Duramos unos dos o tres meses separados, yo en Nueva York estudiando inglés y Jorge en Ibagué, a la espera de mejores tiempos. Cuando se me acabó el dinero regresé a Colombia para trabajar en Ferroconcreto una empresa de ingenieros en Bogotá en donde volvimos a asociarnos con Emeterio. Allí permanecí durante algún tiempo y alternaba mi trabajo en la construcción con las actuaciones del dueto.
Tres alegres compinches
Lizardo Díaz Muñoz comentaba que en esa visita al Huila en 1959 el dueto encontró al compositor con el cual se volverían amigos, compadres y socios musicales durante décadas:
Las giras por pueblos y ciudades de todo el país se multiplicaron gracias a un  contrato publicitario con Bavaria que nos llevó a todas partes en compañía de Merceditas Baquero, esposa de Gerardo de Francisco y madre de margarita de Francisco, para promocionar la cerveza Costeñita. En todas las carreteras del país aparecía nuestra imagen en vallas de publicidad, en afiches y almanaques y en todas partes nos recibían como grandes personajes. Ese programa, Bavaria Invita era transmitido por Nueva Granada y fue un éxito para la empresa y nosotros, pero también para el folclor porque gracias a esa publicidad pudimos promover durante unos seis años la música y las costumbres del interior del país, pero especialmente del Tolima Grande. Tal vez por esa presencia continua en los medios y por las presentaciones nunca tuvimos buena relación con Darío Garzón que nos hizo la guerra y con frecuencia hacía comentarios descomedidos sobre Los Tolimenses.

Varias veces él dijo que nosotros apuñalábamos la música colombiana como queriendo decir que la maltratábamos cuando en realidad nuestro papel era de defensa y difusión del folclor, tal como lo hacían ellos, sin embargo es bueno aclarar que con Eduardo Collazos sí tuvimos buenas relaciones personales y llegamos a ser amiguísimos. Pese a la mala imagen que nos quiso hacer Darío, incluso antes de contar chistes, en esa época grabamos tal cantidad de discos en 78 y 45 revoluciones y luego en larga duración, que ya perdí la cuenta. En todo caso, desde el momento en que Los Tolimenses ganamos el concurso de la Esso, pasando por la inauguración de la televisión, la primera gira internacional y las presentaciones en las emisoras de Bogotá, grabamos con todas las disqueras que existían como Sonolux, Fuentes, Codiscos, Ondina, Zeida y  Sello Vergara. Ese era a grandes rasgos el perfil nuestro cuando encontramos en junio de 1959 a Jorge Villamil Cordovez, amigo mío desde que éramos guámbitos[1], convertido en un señor compositor que merecía ser promocionado y mostrado en toda Colombia [2].   
En medio del ruidoso ambiente sanjuanero de aquel año no hubo ninguna dificultad para el sí rotundo del autor que inmediatamente se puso a disposición de Los Tolimenses para que todo saliera como ellos pensaban. Por ese trabajo tan profesional que siempre los caracterizó, el Hotel Plaza, en Neiva, se convirtió en una especie de estudio en donde Villamil grabó El retorno de José Dolores, Adiós al Huila, La zanquirrucia y otros temas para que Emeterio y Felipe captaran en vivo las tonadas y los golpes de los temas ideados por él. Posteriormente los compadres repitieron el ejercicio en la misma grabadora y poco a poco fueron depurando las canciones hasta llegar al punto en que el autor quedaba satisfecho.

Los intérpretes terminaron sus ensayos muy emocionados y quedaron convencidos de tener entre manos unas composiciones auténticas que iban a revolucionar el ambiente artístico. Pero esas sensaciones percibidas por el dueto durante su estadía en aquel San Pedro no se quedaron en simples apreciaciones de un momento. Al contrario, cuando Lizardo se despidió de Villamil en el aeropuerto La Manguita fue franco y profético: "Estas serán sus primeras grabaciones, Jorge, pero vendrán muchas más porque usted tiene talento de sobra. Conserve ese estilo puro y original que así va a llegar muy lejos. Siga trabajando esas canciones tan lindas con mucha dedicación y nunca desmaye porque usted va a ser el gran compositor que Colombia necesita."
A las pocas semanas Emeterio y Felipe viajaron a Medellín en donde quedaba la sede de Zeyda, la casa fonográfica que los tenía entre sus artistas preferidos. Allí grabaron inicialmente un sencillo de 78 con El retorno de José Dolores y La zanquirrucia y poco después produjeron  un larga duración en el que además de esas composiciones figuró Adiós al Huila. Como lo habían prometido, los tres temas iniciales de Villamil estaban entre los 12 que formaban parte de ese disco llamado Bajo el cielo del Tolima que en cuestión de días se convirtió en éxito nacional. La nueva producción llegó a Neiva en los primeros días de septiembre de 1959 y sorprendió a un público huilense que no entendía cómo unos artistas tan famosos estuvieran cantando cosas que hacían parte de su vida cotidiana como el río, el rajaleña, el aguardiente y desde luego, la violencia.
 
Tampoco salían de su estupor al ver que el autor de esas letras humanas y diferentes a los temas almibarados y sensibleros, fuera hijo de un hombre rico y doctor ilustre por demás, al que le gustaba tanto la parranda que siempre llevaba en su carro un tiple por si acaso se le atravesaba una canción. Las dos emisoras de la ciudad, Radio Neiva y Ondas del Huila, no cesaron de repetir el disco de Los Tolimenses durante el final de ese año y comienzo del nuevo y rápidamente los muchachos con deseos de convertirse en cantantes famosos empezaron a canturrear las composiciones en los programas radiales en vivo. Los serenateros de la Plaza de San Pedro también hicieron suyas esas melodías y hubo casos en que los clientes exigían su interpretación sin importar que las mismas no tuvieran relación con el motivo de la serenata.

Los locutores y periodistas empezaron a hablar del médico compositor, tal vez porque no se atrevían a desglosar la actividad profesional del doctor Villamil de un asunto tan mundano como el de la música o seguramente para recalcar la doble condición de un profesional ilustre que siendo tan cercano al dolor humano, se había bajado de su pedestal para ponerle música a dureza de la vida. Y él aceptó esa identificación con naturalidad quizá porque la música siempre estuvo presente como una motivación mucho antes de nacer, mientras que la medicina fue algo tangencial que llegó a su existencia pero que nunca fue la razón fundamental de su realización personal.
 
 
 
Emeterio (izquierda) y Felipe (derecha), hicieron famoso el sanjuanero El Embajador, la increíble 'mamada de gallo' de Jaime Torres a la alta sociedad de Neiva sobre la llegada de un embajador que no era de la India ni era embajador sino un antiguo seminarista de Garzón.
 
A partir de esos primeros éxitos la llave Villamil-Los Tolimenses sería fructífera y amigable porque los tres convirtieron en una especie de compromiso el arte de componer y cantar canciones hasta el punto que se llegó a comentar que se trataba de una sociedad informal pero tan eficiente que los accionistas aportaban su talento sin que ninguno se pusiera a pelear las ganancias proporcionales que debían percibir por sus aportes. Desde que salió al mercado su primera canción, los discos y reportes de periódicos y revistas de la época muestran al maestro como un personaje íntimamente ligado a Los Tolimenses no solo en las composiciones sino en las presentaciones artísticas, radiales y televisivas. Entre los tres siempre hubo una rara empatía porque el neivano tan pronto tenía una nueva composición se comunicaba con sus compadres para ponerla a su consideración y éstos en un alarde de lealtad y respeto, conservaban íntegramente el concepto musical y el mensaje que el autor quería plasmar y si Villamil hacía un bambuco, Jorge y Lizardo ensayaban, montaban y grababan un bambuco.

Según decía Emeterio y lo confirma Felipe, nunca hubo una discusión sobre el uso de una palabra, el contenido de una letra o la tonalidad de una obra y por parte del autor, de acuerdo a lo dicho por Lizardo, jamás se produjo una imposición o un regaño por cuestiones musicales o costumbristas. Al contrario, Villamil siempre gozaba con las ocurrencias de Emeterio y se dejaba tomar el pelo de sus amigos que en sus espectáculos casi siempre lo incluían como protagonista de cuentos tan jocosos como el del famoso doctor Aquiles Castro (aquí les castro).
Durante más de 30 años de relaciones artísticas, Villamil, Ramírez y Díaz entendieron la música como la mejor manera de mostrar al Huila y el Tolima como una sola tierra, pero también emplearon sus cantos para pintar a su gente de cuerpo entero, sin estereotipos ni caricaturas humillantes. Por el contrario, con canciones y humor, los tres ayudaron a perfilar a un ser humano alegre, fiestero, trabajador, nostálgico y romántico y con esas características Colombia entera aprendió a querer a los hombres y mujeres del Gran Tolima.

Rajaleñas y sanjuaneros 
Ese trabajo conjunto que llegó a muchos rincones del mundo está condensado en todos los rajaleñas y sanjuaneros que escribió el maestro para ser interpretados con sentimiento casi silvestre por Emeterio y Felipe. Un ejemplo claro de esa afinidad entre autor, músicos e identidad opita está en El matuno, un rajaleña que Los Tolimenses hicieron muy popular:
El rajaleña que canto es rajaleña huilense
el rajaleña que canto es rajaleña huilense
tiene el efecto de la sal, con un trago de aguardiente
tra la lai morena con un trago de aguardiente.
 
 
Jorge Villamil y Lizardo Díaz: paisanos, amigos, compadres y cómplices de múltiples aventuras musicales. Ambos grandes y geniales.
 
Gracias a los tres, Colombia tuvo noticia de un ritmo poco conocido como el rajaleña y pudo gozar canciones memorables como Afánate Afanador, El barbasco, El betaniense, El guacirqueño, El matuno, El sapo, La zanquirrucia y el Rajaleña No. 2, entre otras, que salieron del Huila para convertirse en éxitos nacionales. Pero además de esta modalidad cultivada con esmero por el autor y el dueto, eso que ahora llaman huilensidad para referirse a la identidad de la región, también se hizo evidente en hermosos sanjuaneros de Jorge cantados por Emeterio y Felipe, entre los cuales se recuerdan con especial afecto El detenido, El embajador, El huilense, El tigre de Zalamea, La vaquería, La mistela, Llegó el San Pedro, Sampedreando, Tambores del Pacandé y por lo menos otra docena de sin igual estilo y calidad.

Por la necesidad de divulgar las costumbres regionales los tres asumieron como un compromiso moral la composición y grabación de una canción típica cada mes de junio para identificar las fiestas de San Pedro en el Tolima Grande, pero especialmente las del Huila. Así lo hicieron durante más de una década y por eso pasaron a la historia como símbolos regionales tan insustituibles que en cada festejo de mitad de año sus nombres y canciones vuelan alegremente con los primeras ventiscas sanjuaneras.

  El extenso cancionero del maestro huilense interpretado por Los Tolimenses no se limitó a rajaleñas y sanjuaneros sino que abarcó otros ritmos que fueron excelsamente interpretados o si no basta recordar a clásicos como Espumas y Me llevarás en ti ―tema central de la película Un Ángel de la calleque fueron grabados inicialmente por ellos y con los cuales ganaron codiciados trofeos en otros países que los aplaudieron por su ejecución ante multitudinarias audiencias.


Trabajo en llave
Jorge Ramírez y Lizardo Díaz formaron una sociedad musical que fue exitosa tanto en el campo artístico como en el empresarial. Cuando la televisión los hizo famosos los dos decidieron que su vida debía estar ligada al arte de cantar y echar cuentos y para poder sobrevivir no solo en términos físicos sino en el medio farandulero, fueron muy organizados. Desde que Ramírez dejó su negocio de llantas en Ibagué para buscar a Díaz en su residencia de estudiante en Medellín la pareja repartió sus funciones administrativas y profesionales. Lizardo se encargó de los contactos, las relaciones públicas y el manejo de los contratos mientras que Jorge con su guitarra se convirtió en puntero y segunda voz, correspondiéndole a su compañero la primera voz y el tiple como instrumento acompañante. Cuando empezaron a hacer humor y adicionaron a su nombre artístico los remoquetes de Emeterio y Felipe, Jorge asumió la función de recolector y contador de chistes que eran complementados en segundo plano por Lizardo.

Según recordaba Lizardo, su compañero nutría el repertorio de grandes cantidades de cartas, postales y hasta marconis que les enviaban los oyentes desde diferentes lugares del país, aunque amigos de Natagaima, Espinal e Ibagué también le hacían sus aportes. Muchos de esos cuentos eran revisados conjuntamente pero eran escogidos por Emeterio que hacía un enorme esfuerzo al clasificarlos aunque se sentía frustrado cuando no podía contar en la radio los cuentos más verdes o de doble sentido, ya que si lo hacía en las emisoras donde trabajaban éstas podían ser cerradas por el Ministerio de Comunicaciones. Uno de los cuentos que en su momento causó roncha entre los inspectores de esa entidad, es el que se transcribe a continuación como sencillo homenaje al compadre Emeterio, fallecido en 2001:
Cuando me fuide a casar le dije al curita del pueblo, padre, quiero casarme. Él me dijo: medítelo Emeterio, pero yo le contesté, no padre, yo ya resolví que me voy a casar. Él volvió y me dijo, medítelo, Emeterio. Fue entonces cuando le contesté: padre ya me lo medí y le quedó al pelo.
Emeterio y Felipe no hicieron muchas composiciones porque su fuerte siempre fue la interpretación combinada con humor y por ese estilo tan particular y diferente a todos los demás dúos, siempre se le conoció como el primer dueto cómico musical de Colombia. Sin embargo los dos compusieron algunas canciones que se hicieron populares en sus voces. De Jorge se recuerdan los temas Si no me quieres y Claro río y de Lizardo son conocidas A sanjuaniar, Morrocoy, Amanecer campesino y Mi serenata.
 
 
Lizardo Díaz Muños, el entrañable compadre Felipe. Folclorista, tiplista, cantante, humorista, empresario cinematográfico, gran señor, estupendo padre y esposo, pero sobre todo huilense excepcional. ¡Gracias compadre por tantas alegrías! ¡Que Dios te tenga en la gloria, guámbito mayor! 
 
Durante sus 42 años de vida artística, Emeterio y Felipe grabaron cerca de 30 elepés, es decir que llevaron al disco unas 300 canciones colombianas. Igualmente realizaron exitosas giras a más de 40 países, siendo las más importantes las efectuadas a Estados Unidos, Canadá, Unión Soviética, México, Panamá, Costa Rica, Guatemala, República Dominicana, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia y Brasil.

Por la venta de sus discos Los Tolimenses obtuvieron varios discos de oro y platino, aunque las condecoraciones más importantes las recibieron en pueblos y ciudades. Entre otras, Lizardo recuerda la Medalla de Oro del Festival Folclórico de Ibagué; el Taitapuro de Oro otorgado por el Huila; la distinción como Mejores Artistas Cómico musicales dada por El Tiempo en 1976; la Placa Nemqueteba de Oro conferida por sus actuaciones en televisión; la Medalla Ciudad de Ibagué y la Medalla al Mérito Artístico de la Gobernación del Tolima entregadas por su divulgación folclórica.
 


[1] Expresión típica de Tolima y Huila para referirse a los niños.