"Señores voy a contarles lo que en Neiva sucedió..."
Jaime Torres Holguín, el hombre que
hace 50 años se hizo pasar como
embajador de la India en Colombia.
(Foto de la familia Torres Quintero cedida
al periodista Olmedo Polanco).
Esta semana ―del 10 al 17 de diciembre― se cumplen 50 años del escándalo protagonizado en Neiva por un hombre que se hizo pasar como embajador de la India en Colombia. Este risible episodio que marcó a los huilenses como ingenuos y bobos y que ha servido para hacer canciones, un película y hasta bromas de mal gusto, es reconstruido en las siguientes líneas paso a paso. Memoria.
Por Vicente Silva Vargas
Todo empezó la segunda semana de diciembre de 1962 cuando llegó a Neiva Jaime Torres Holguín, «antiguo seminarista de la ciudad de Garzón», un hombre con gran poder de convicción, genuina capacidad para imitar personajes, dominio perfecto del latín e impecable manejo del inglés, el italiano y el francés. En el autoferro que viajaba de Bogotá a la capital del Huila este hombre se topó con un ingeniero bogotano que adelantaba un trabajo especializado en una reconocida empresa de la región. Al comentarle a su ocasional compañero de viaje sobre el insoportable calor, Torres Holguín le respondió en un extraño acento revuelto con español lo que descrestó al profesional que enseguida empezó a preguntarle de todo como si fuera un viejo conocido.
El extraño le dijo en su enredo que iba «a conocer
las ruinas de San Agustín» y bajando
la voz le confesó que era el embajador de la India en Colombia aunque le pidió
discreción debido a su jerarquía. No obstante, tan pronto se dio cuenta de que
su ocasional compañero había mordido el anzuelo empezó a hablar más de la
cuenta. Primero explicó que viajaba en tren porque su lujoso automóvil oficial
se había varado en Espinal y enseguida anotó que tan pronto fuera reparado por
mecánicos enviados de Bogotá su chofer particular lo llevarían hasta Neiva con
su equipaje para proseguir hasta el Parque Arqueológico.
Su conocimiento sobre la
cultura india, el rostro cetrino, el cabello negro y grasoso, su convicción
en cada tema abordado y los gestos que le parecían idénticos a los del Mahatma
Gandhi que él había visto en las películas en blanco y negro, dejaron atónito
al ingeniero. Desde ese momento empezó a tratarlo como una personalidad única
en su vida que no podía pasar desapercibida por esas tierras y por eso, tan pronto llegó bien de mañana ese lunes 10 de diciembre a
la vieja estación de Neiva donde era esperado por el comerciante Alvaro Díaz
Chávarro, se ahorró los saludos y
gritando desde el estribo del tren decidió compartir la gran primicia: «¡Les
presento al señor Embajador de la India, pero no digan nada porque viene de
incógnito!».
Jaime Torres Holguín, a la derecha, se dedicó al comercio de
mariscos en Estados Unidos y en New Haven, donde murió,
fue un personaje destacado de la comunidad.
(Foto de la familia Torresquintero cedida al
periodista Olmedo Polanco).
Los primeros en apuntarse a la lista de este memorable capítulo de la lambonería nacional, tan pintoresco como muchos relatos del realismo mágico de Gabriel García Márquez, fueron el ingeniero que lo descubrió, Díaz Chávarro ―llamado Aldíchar, como su almacén― y otros hombres que se volvieron expertos en reverencias y genuflexiones. Los siguieron otros personajes de la banca, el comercio y la industria que a las carreras desempolvaron el Manuel de Urbanidad y buenas maneras de don Francisco Carreño para poner en práctica anticuadas normas de protocolo, así fuera sólo por las apariencias.
Otros se fueron por la más fácil y llamaron a las
autoridades para que no pasaran por la vergüenza de ignorar a un dignatario de
esa categoría que por primera vez honraba con su presencia a las gentes de
aquellas tierras olvidadas. Aunque en un comienzo el gobernador Gustavo Salazar
Tapiero no se tragó el cuento porque la Cancillería no se tomó la molestia de
notificarle semejante acontecimiento, muy pronto la gran cantidad de llamadas y
de visitas al despacho le hicieron cambiar de parecer. El argumento era
sencillo: se trataba de una visita no oficial sobre el cual el Embajador había
pedido absoluta reserva.
Su advertencia no sirvió de nada. Al contrario, la
noticia sobre la llegada de un personaje exótico proveniente de un país
igualmente exótico se regó como pólvora. El gobernador, los secretarios del
Departamento, el alcalde de Neiva y el gabinete municipal dejaron de trabajar.
Los altos mandos militares y de policía cesaron la persecución de los últimos
pájaros y chusmeros y empezaron a lustrar sus charreteras para salir en las
fotos. Los comerciantes encargaron sus negocios a los dependientes y la media
docena de periodistas, acostumbrados a los incendiarios agarrones verbales
entre liberales y conservadores, por fin tuvieron una chiva y un personaje de
talla mundial.
Entre lisonjas y ágapes
Desde el instante en que llegó, el administrador
del Hotel Plaza, el más importante de la ciudad, se fajó en atenciones. De
entrada, le asignó la suite
presidencial y ordenó acondicionarla conforme a los gustos orientales del
visitante. Sin consultarle nada al huésped, dispuso una permanente dieta
vegetariana ajustada a sus costumbres y pidió vigilancia policial para que
nadie interrumpiera su sesión de yoga ni lo distrajera durante sus oraciones
sagradas. De ñapa, instruyó a meseros y camareros para que saludaran
inclinándose con reverencia y mandó que en los altoparlantes sólo se escuchara
música de la India.
Según relataba el cronista Víctor Cortes Castro en el semanario El Debate, ya entrada la tarde, el gobernador, su gabinete en pleno y unos cuantos colados decidieron
caerle de sorpresa para presentarle una saludo protocolario, pero al llegar les
tocó parar en seco cuando vieron que el Embajador no estaba embutido en un
elegante traje de etiqueta sino parado en la cabeza, en aparente estado de
meditación. Después de largos minutos de espera, Torres aparentó regresar a la
realidad identificándose como Shri Lacshama Dharhamdahaj y aunque quiso mostrar
unas credenciales que no tenía, el gesto fue rechazado porque su indumentaria
—una túnica blanca y un turbante armados con sábanas del hotel— no dejaron la
menor duda de que se trataba de un hombre llegado de lejanas tierras «para
fortalecer los lazos de amistad y cooperación entre dos naciones hermanas».
Informados de que el
‘diplomático’ no tenía su vestuario, funcionarios y miembros de la alta
sociedad ejercieron como sapos de oficio y a las volandas buscaron costureras
para que le improvisaran atuendos parecidos a los de algunas castas hindúes.
Torres Holguín ―apersonado de su papel― les pidió que no se molestaran porque
estaba a la espera de su equipaje para proseguir hacia el sur, pero los
anfitriones insistieron y dejaron que el dueño de Mi Lord ―el almacén de ropa
más importante de la ciudad― pusiera todos sus inventarios a disposición del
visitante. Lo mismo hicieron otros personajes que formaron comités para que
todos sus caprichos del Embajador fueran atendidos al instante. Uno de ellos
fue Miguel Ángel El sapo
Villoria, periodista y poeta que haciendo alarde de su apodo le regaló un
anillo con el escudo familiar. Algo parecido hizo el prestigioso médico
Abelardo García Salas ―Cavicas― al
desprenderse de una fina camisa de seda griega comprada por su suegro en
Europa.
Hasta don Oliverio Lara Borrero, uno de los
empresarios más importantes de Colombia, cayó en las redes de Torres. Ambos
hicieron tan buenas migas que en los continuos homenajes al visitante se les
escuchó hablar con propiedad del buey Apis ―el toro mitológico de la cultura
egipcia― y de la posible importación de bovinos desde la India a Colombia
debido a la sobrepoblación originada por la prohibición hinduista de consumir
carne de animales sagrados. Se dijo entonces que don Oliverio ―quién sí conocía
ese país y Torres que lo había visto en enciclopedias― compararon al Ganges y
el Brahmaputra con el Magdalena y el Cauca, elogiaron las milenarias riquezas culturales de
Calcuta y Bombay y hasta les hallaron similitudes entre Popayán y Cartagena.
Así como Lara lo atendió, otro grupo le organizó un
homenaje con comida, música, baile y aguardiente en una hacienda llamada El
Viso. Allí el Embajador quedó
extasiado con la imponencia del paisaje y los árboles de totumo que en su
postizo acento ―haciéndose el ignorante― se empeñó en llamar ‘tutumas’. Como si
fuera poco, aparentó sus convicciones religiosas cuando los dueños de casa le
sirvieron provocativas bandejas repletas de lomo fino de res y auténtico asado
de cerdo huilense. El incidente fue superado cuando le llevaron desde
Campoalegre ensaladas de frutas y verduras que devoró a regañadientes. Mas
adelante, el exembajador contó que esa fue la prueba más difícil ya que estuvo
a punto de caer en la tentación de probar al menos un bocado de la gran
cantidad de humeantes rebanadas puestas a su disposición.
En 1963 Emeterio y Felipe convirtieron en éxito
nacional el sanjuanero El Embajador, de Jorge Villamil.
(Carátula del elepé El Embajador).
El hombre de largo e impronunciable identidad que
se ufanaba de ser descendiente de una vieja casta hindú no se limitó a ser
atendido pues desde un comienzo ofreció favores a todos los pedigüeños que se
le atravesaron. Las primeras fueron agraciadas damas de todas las edades que
hicieron cola para que su excelencia, metro en mano, les tomara las medidas
para confeccionarles el sari, el
traje típico de las mujeres de su país. Aún se comenta que abuelitas ilustres,
señoras dedo parado, algunas
solteronas y ciertas señoritas en edad de merecer, le imploraron que les
regalara vestidos en colores brillantes, tal como mostraban las revistas de la
época a una señora llamada Indira Gandhi. Los hombres no se quedaron atrás a la
hora de pedir. A Alberto Vargas Meza le prometió llevárselo para que estudiara
farmacia y lavandería, al aviador Héctor el Loro Jiménez
le dijo que pensaba contratarlo como piloto de Indian Airlines, al periodista
Jorge Andrade le anunció una beca para especializarse en periodismo, al empresario Ignacio
Solano le quedó de enviar semillas de pasto del desierto y a Aldíchar le regaló un lente de cine que
nunca le llegó.
Vicente Silva Falla, corresponsal de El Espectador, relató que Torres Holguín
―oriundo de Yaguará y sobrino del respetabilísimo monseñor Félix María Torres
quien años después fue arzobispo de Barranquilla― estaba seguro del final de su
película en cuestión de horas. Por eso apuró los preparativos de un banquete de
gala en el Hotel Plaza para 250 invitados especiales a quienes quería
corresponder en persona por «las generosas e inmerecidas atenciones brindadas».
Para no dejar nada al azar e impedir que fuera descubierto antes de tiempo, el
propio Embajador mandó a timbrar tarjetas para el martes 18 y encargó a un famoso
restaurante bogotano la preparación de la cena y el envío a Neiva, en avión, de
banqueteros, cubiertos, mantelería y bebidas. De remate, tan pronto como se
escabullera del hotel sin su atuendo junto con compinche de Garzón, pensaba
dejar debajo de los platos de cada invitado un mensaje demoledor: «No soy
embajador de la India, soy Jaime Torres Holguín. Chupen por opitas, lambones y
pendejos. Cada quien paga su plato».
El señor exembajador
Seguro de que jugaba en el filo de la navaja,
Torres decidió continuar con su papel al aceptar dos homenajes más. El primero
fue el viernes 14 de diciembre cuando recibió los honores militares ofrecidos
por el Batallón Tenerife y su comandante, coronel José Pepe Rivas, con motivo de la fiesta de Santa Bárbara, la patrona de la artillería.
Esta vez, tal como contemplaba el protocolo militar, los invitados
especiales ingresaron con anticipación al casino de oficiales y luego, muy
circunspectos lo hicieron el gobernador Salazar Tapiero y el alcalde Julio
César García. Por último, el señor embaucador fue saludado con honores
militares reservados a los jefes de Estado y música marcial interpretada por la
banda de guerra. Luego, todos los invitados pasaron a manteles.
El sábado 15 el turno fue para el Club Campestre
que ofreció una elegante recepción en la que la selecta concurrencia fue
vestida de gala: de esmoquin los hombres y con traje largo las mujeres. Para
infortunio de Torres ―o tal vez para su beneficio― un condiscípulo suyo en el
Seminario Conciliar de Garzón lo reconoció esa noche cuando intentaba bailar un
complicado sanjuanero y envalentonado por varios anises entre pecho y espalda decidió
romper el protocolo para gritar con marcado acento opita: «Oooole Jaime Torres,
¿usted qué hace por aquiiiiiì?» El Embajador, sorprendido y asustado, le guiñó
un ojo y sólo atinó a responderle: «usted estar equivocado». Urbano Cabrera,
como se llamaba el excompañero, fue retirado a la fuerza por soldados del
batallón que lo amenazaron con mandarlo al calabozo por borracho e irrespeto a
la autoridad. Superado el incidente, el gobernador le pidió a su excelencia que
abriera el baile en su honor. Mujeres de todas las edades bailaron con él e
incluso hubo varias que le coquetearon de frente para ganar sus afectos y tener
la remota esperanza de convertirse algún día en una de las tantas mujeres de su
harén. Pero la suerte de Jaime estaba marcada para esa noche y ese lugar porque
Cabrera, herido por haber sido sacado a empellones y convencido de conocer al
impostor, buscó a Ignacio Solano Manrique, secretario de Hacienda del Huila,
para contarle su verdad.
Cabrera, ‘cabreado’ como estaba, habló sin rodeos: «Ese no es ningún
embajador de la India, ese es Jaime Torres Holguín, compañero mío del seminario
de Garzón. A él le decíamos el Caleño porque tenía vínculos con el Valle
y hasta allá se fue hace mucho tiempo». Una vez superó la sorpresa, Solano
Manrique le informó a Salazar Tapiera para que acabara con la farsa pero el
gobernador, más preocupado por la ridiculez en la que estaba envuelto, primero
le pidió a la Policía que confiscara y destruyera todos los rollos fotográficos
en poder de los fotógrafos que estaban en la fiesta y en los cuales, con toda
seguridad, aparecían él y muchas familias linajudas rindiéndole
pleitesía al embajador de un país que muy pocos sabían dónde quedaba.
Luego, muy a su pesar, encaró a Torres Holguín, que con mansedumbre admitió su
verdadera identidad, tiró al suelo su colorido turbante y una falsa piedra preciosa en la mitad y les gritó a todos que
no era diplomático ni nada parecido y que fueron ellos mismos quienes, en un
alarde de zalamería e idiotez, lo nombraron Embajador.
Los avergonzados opitas que hasta minutos antes le
habían sobado la chaqueta, cambiaron de semblante al vilipendiarlo con un
variado repertorio de palabras vulgares de la región y hasta intentaron
agarrarlo a trompadas. En un permanente de la Policía, esposado e incomunicado
en el calabozo, Torres Holguín pasó todo el domingo en carácter de exembajador
y solo hasta el lunes 17 fue enviado ante un juez municipal que lo interrogó hasta
la saciedad porque, supuestamente, había cometido cuatro delitos. Al final de
la tarde, el funcionario lo dejó libre al concluir que no robó por
ponerse ropa que le regalaron ni al lucir adornos prestados. Tampoco falsificó
documentos públicos o privados porque nunca los exhibió o le fueron exigidos, ni
estafó a nadie porque no firmó documentos o contratos ni tumbó al hotel ya que
alguien pagó su cuenta. Por último, se determinó que no hubo suplantación de
autoridad extranjera alguna porque si bien India y Colombia tenían relaciones
diplomáticas y comerciales desde 1959, en ese entonces no había embajador ni embajada en Bogotá (la legación india apenas se estableció en 1973).
Dicen las malas lenguas que al día siguiente, muy
temprano, los numerosos anfitriones y sus familias que en la última semana
miraron por encima del hombro a vecinos y amigos por estar detrás del
Embajador, desaparecieron de Neiva y sus contornos sin ninguna explicación.
Unos fueron hospitalizados porque no resistieron la humillación aunque dijeron
que se trataba de chequeos de rutina. Otros viajaron a Bogotá, Cartagena y
Miami dizque en viajes de negocios en plena Navidad cuando lo cierto es que
trataban de evadir la tomadura de pelo de amigos y enemigos. Los demás, al no
quedar ni una sola foto acusadora de su arribismo, negaron haber visto en sus
vidas a un tal Lacshama y hasta llegaron a decir que no sabían de qué tribu india les
hablaban. Es más, con el paso del
tiempo ha sido casi imposible hallar un testigo directo de aquellas jornadas de
ridículas reverencias como si los hechos hubieran sido arrastrados por una
avalancha.
Los coletazos del escándalo
No pasó nada extraordinario en el Huila luego de la humillante visita de su excelencia. El gobernador y el alcalde continuaron en sus cargos durante varios meses. El comandante del batallón siguió su carrera militar. Los secretarios del Departamento y el gabinete municipal volvieron a sus tareas al empezar el nuevo año. Los comerciantes, los banqueros y los hacendados que se codearon con Torres regresaron a sus actividades sin darle mayor importancia al incidente. Los periodistas dejaron una que otra constancia sobre aquella memorable visita y al otro día de la liberación de Jaime retomaron sus noticias sobre las pugnas entre godos y cachiporros.
Aparte de las indagaciones del juez a Torres, no hubo juicios políticos y mucho menos investigaciones de la Contraloría o la Procuraduría, como se estila ahora hasta para la caída de una uña. Todo volvió a la tradicional modorra neivana. Sólo un joven abogado llamado Guillermo Plazas Alcid, que por ese entonces sacaba un periódico cada vez que podía, dejó una constancia histórica en la que señala que esa semana de bobería no fue de todos los huilenses sino de un minúsculo grupo de la crema y nata de Neiva: «El advenedizo Jaime Torres Holguín evidenció públicamente la falta de visión, la escasez de prudencia, la mentalidad yérmica, la cortesía frívola y la espesa ignorancia que distingue a nuestra empinada élite político-social».
Llama la atención que medio siglo después de este hecho visto como una simple anécdota provinciana o una pintoresca historia urbana no se hayan realizado estudios o debates que contribuyan a la autocrítica y al análisis social. Todavía es hora de que las universidades locales ―que pululan por todo lado y gradúan profesionales en proporciones industriales― promuevan trabajos académicos desde la Antropología, la Sociología, el Derecho, las Artes o la Comunicación. Qué bueno sería tener tesis y monografías de grado sobre la actitud de los protagonistas, el resentimiento de los marginados del festín, la indignación de la gente del común, las conductas indebidas o no de homenajeado y aduladores. También sería un gran aporte a la memoria llevar a la escena teatral, con nuevos elementos, aquellos días trepidantes. De la misma manera, sería interesante la reconstrucción periodística a partir de la tenue investigación judicial, los registros de los periódicos nacionales y la voz de los pocos testigos que sobreviven. Como se puede ver, hay mucha tela de dónde cortar, distinta de la seda para los saris que el señor Embajador les ofreció «a muchas damas de Neiva».
Mientras esos estudios aparecen, es imprescindible mencionar el más valioso de todos los testimonios de entonces. Se trata de El Embajador, formidable crónica sanjuanera de Jorge Villamil Cordovez que al ser interpretada
por los irreverentes Emeterio y Felipe, amplificó el escándalo y dejó vivo en el chip colectivo la constancia histórica de que el humillante arribismo prohijado por unos pocos, trastocado injustamente en una estupidez regional, nunca debe repetirse ni transmitirse a otras generaciones. Gracias a la obra de Villamil aquel momento no quedó sepultado para siempre en el olvido tal como pretendían quienes destruyeron las pruebas, se escondieron y tragaron su vergüenza.
Ya en la parte musical y folclórica ―independiente del debate sociológico, ético y político― es encomiable el matiz diferente que los siempre recordados Jorge y Lizardo le dieron a la canción para convertirla en éxito rotundo
del San Pedro de 1963 y tema preferido por los colombianos de todas las regiones. Dos aspectos adicionales para destacar de su versión: la introducción con un sitâr, instrumento típico de la India
emparentado con el laúd y cuyas cinco cuerdas producen un sonido muy particular, y el simpático diálogo entre el Embajador y un opita
en el que Neiva y Garzón aparecen con las pintorescas denominaciones anglicadas
de Neivayork y Garzonville.
Además de la genial versión de Villamil y Los Tolimenses ―sin duda, el principal aporte histórico del caso― hay otras versiones destacadas del canto inicial. Una de las primeras la hizo en merengue, pero sin letra, el famoso Sexteto Daro (1964). Junto con la producción de la película dirigida por Mario Ribero en 1986 se conoció la interpretación, con cierto toque de rajaleña, de Ulises Charry y su grupo folclórico Aires de Peñablanca. Al año siguiente, para conmemorar los 25 años de la 'visita' de Shri Lacshama Dharhamdahaj, salió al mercado De San Pedro en el Huila con el Embajador de la India, elepé del dueto Víctor y Daniel, producido por el mismo Villamil con Ramiro Chávarro Vargas.
Daniel Samper Pizano y Bernardo Romero Pereiro también adaptaron en 1989 dos capítulos de la popular comedia de televisión Dejémonos de vainas para recordar las peripecias de Torres y en 2001, el productor radial Rito Polo Lozada y la orquesta La Bomba montaron una novedosa propuesta al mezclar el acordeón con una banda de pueblo para recordar al 'diplomático' y sus anfitriones. Poco después, Fernando Tafur hizo una magnífica interpretación con el acompañamiento de un pichinche y más recientemente, se conoció el ingenioso montaje en rock de Yersinia Pestis, una banda integrada por jóvenes rockeros de la Universidad Surcolombiana.
Los 25 años de «la llegada de la India de un supuesto
Embajador», fue celebrada por Jorge Villamil, Ramiro Chávarro
y el dueto Víctor y Daniel con la publicación de este elepé.
En la carátula (1997), aparece Hugo Gómez, el actor que un año
atrás protagonizó la película El Embajador de la India.
¿Y qué paso con Torres Holguín? Poco después
del arrollador éxito de El Embajador
le escribió a Villamil para darle las gracias por inmortalizarlo en el sanjuanero. Por su
correspondencia se supo que fue un hábil comerciante en la costa Caribe
colombiana de donde pasó a San Juan de Puerto Rico y luego a Miami. En sus últimos años se residenció en New Haven, Connecticut, Estados Unidos, donde se destacó como empresario e impulsor de importantes obras sociales. Allí murió de un infarto cardíaco a finales de la década del 80. Sus cenizas fueron
repatriadas por su esposa e hijos a comienzos de los años 90 y enterradas en un
cementerio de Neiva.
En 1986 las
peripecias de este personaje que se burló de la ingenuidad de un grupo de neivanos fueron
llevadas a la pantalla grande por Mario Ribero y el productor laboyano Abelardo
Quintero en una de las mejores producciones del cine nacional financiada por Focine. Esta película
protagonizada por un gran artista como Hugo Gómez y en la que participaron
varios actores naturales de Neiva, no podía tener otro nombre distinto a El embajador de la India.
Desde aquel diciembre de 1962 ―¡la bicoca de hace
medio siglo!― se dice que el karma que consume a los gobernadores del Huila no
está en el exiguo presupuesto oficial ni en la marca registrada de su
proverbial abulia, sino en la presencia de un verdadero embajador. Por eso,
cuando se anuncia la visita del representante de algún gobierno
extranjero, el gobernador de turno no duda en responder: «Díganle que coma
mierda».
Fuentes:
Noticias publicadas por Vicente Silva Falla en El Espectador.
Entrevistas con Jorge Villamil Cordovez y Lizardo Díaz Muñoz.
Crónica Los cinco días con Embajador de la india. Sensacional aventura de un seminarista extraviado, de Víctor Cortés Castro.
El Embajador
Sanjuanero
Compositor: Jorge Villamil Cordovez
Señores, voy a contarles lo que en Neiva
sucedió,
señores, voy a contarles lo que en Neiva
sucedió
que ha llegado de la India de un supuesto
Embajador,
que ha llegado de la India de un
supuesto Embajador.
Por todas partes practican el yoga y
genuflexión,
los Ferros y los Solanos y el señor gobernador.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el Embajador,
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador.
A don Oliverio Lara el buey apis le vendió,
a don Oliverio Lara el buey apis le vendió,
pa’ servir en Trapichito como gran reproductor,
pa’ servir en Trapichito como gran
reproductor.
Y como si fuera poco entre honores militares
Pepe Rivas lo llevó al casino de
oficiales.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el embajador
Sumatra, Sumatra, contesta el
Gobernador.
De Neivapur a Calcuta, de Bombay hasta Garzón,
de Neivapur a Calcuta, de Bombay hasta Garzón,
volaba El
loro Jiménez por contrato que firmó
volaba El loro Jiménez por contrato que firmó.
Calcuta, Calcuta... Ahí vuelve el embajador,
Sumatra, Sumatra, contesta el
gobernador.
A muchas damas de Neiva las medidas les tomó
para enviarles de la India el traje de la
nación.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el Embajador
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador
Al gran Cavicas
García la camisa le estrenó,
y el anillo de los Villoria el Sapo le regaló
Aldíchar, el gran amigo, elefantes compraría
y Vargas Mesa marchaba a estudiar
lavandería.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el Embajador
Sumatra, Sumatra, contesta el gobernador
Quesillos y más quesillos, quesillos
de Puerto Seco
quesillos y más quesillos, quesillos
de Puerto Seco
le enseñaba Adán Gutiérrez al Embajador a
hacerlos
le enseñaba Adán Gutiérrez al Embajador a
hacerlos.
Y aquí termina la historia del
supuesto Embajador
y aquí termina la historia del supuesto
Embajador
antiguo seminarista de la ciudad de Garzón,
antiguo seminarista de la ciudad de Garzón.
Calcuta, Calcuta, ahí vuelve el
embajador
Sumatra, la sutra, contesta el
Gobernador.