Hace algunos días, trabajando para una nueva propuesta televisiva, regresé a Altamira, La Jagua, Agrado, Garzón y Gigante, localidades del Huila, al sur de Colombia, afectadas en todo sentido por la construcción de la represa de El Quimbo, un monumental proyecto hidroeléctrico que obligó a desviar por segunda vez en la historia al río Magdalena, el más importante del país.
Fotografía tomada desde el nuevo viaducto. Al fondo, el fracturado
puente del Balseadero rodeado de terrenos talados en los que
antes había especies arbóreas nativas.
(Foto de Vicente Silva Vargas tomada el 24 de junio de 2015).
El panorama es
deprimente. En el Balseadero, un bañadero natural que debe su nombre al paso
obligado de balsas entre Garzón y El Agrado en tiempos remotos cuando no había
puentes ni lanchas movidas a motor, desapareció todo lo que muchas generaciones
de huilenses conocimos y disfrutamos. Los escampaderos de piedra, arena y pasto, formados por el uso
de la gente para los ancestrales paseos de olla, fueron arrasados por poderosas
máquinas retroexcavadoras y sus arbustos nativos que otrora brindaban frescor, se
convirtieron en horrendos chamiceros. De la comunidad de La Escalereta, una parcelación
formada por modestas familias campesinas que en los años 60 y 70 reclamaron al Estado
tierras de engorde para trabajarlas y volverlas productivas hasta el punto de
convertirse modelo nacional de reforma agraria, solo queda un parche de tierra
rojiza.
Muchas labranzas de cacao, sembradíos naturales que existían en las riberas del río antes de la llegada de los conquistadores españoles, también se esfumaron con lo cual el Huila dejará de ser una de las regiones líderes en la producción del llamado ‘alimento de los dioses’. Ya no hay canoas ni chiles ni anzuelos y mucho menos peces porque los pescadores también debieron salir como si fueran parias.
Otra gran cantidad de árboles de las orillas del Magdalena fueron talados sin misericordia y hoy sus restos son aserrados a las carreras dizque para evitar su descomposición tan pronto las aguas del río empiecen a transformarse en aguas de lago artificial. Tal vez sus trozos de madera sirvan dentro de poco para que a orillas del Magdalena represado (¿o apresado?) ciertos empresarios emergentes de la región levanten sus lujosos chalets.
El puente de acero y concreto construido en los años 40 del siglo pasado, todos los días pierde un trozo de su otrora refulgente figura ya sea porque los martillazos lo trituran o bien porque su espinazo no soporta más el triste final de una vida sobre el río que fue compañero y rival. Al ver su cascarón inerme e inservible en la distancia, junto al portal de otro puente aún más viejo, a él se le puede cantar con ternura aquella cantinela infantil: «El puente está quebrado / con qué lo curaremos...» Seguramente, digo yo, no será con cáscaras de huevo porque el Balseadero, en pocos días, será devorado ya no por su acompañante de siempre sino por otro rival más sano y más fuerte que acabó con los dos al mismo tiempo.
Muchas labranzas de cacao, sembradíos naturales que existían en las riberas del río antes de la llegada de los conquistadores españoles, también se esfumaron con lo cual el Huila dejará de ser una de las regiones líderes en la producción del llamado ‘alimento de los dioses’. Ya no hay canoas ni chiles ni anzuelos y mucho menos peces porque los pescadores también debieron salir como si fueran parias.
Otra gran cantidad de árboles de las orillas del Magdalena fueron talados sin misericordia y hoy sus restos son aserrados a las carreras dizque para evitar su descomposición tan pronto las aguas del río empiecen a transformarse en aguas de lago artificial. Tal vez sus trozos de madera sirvan dentro de poco para que a orillas del Magdalena represado (¿o apresado?) ciertos empresarios emergentes de la región levanten sus lujosos chalets.
El puente de acero y concreto construido en los años 40 del siglo pasado, todos los días pierde un trozo de su otrora refulgente figura ya sea porque los martillazos lo trituran o bien porque su espinazo no soporta más el triste final de una vida sobre el río que fue compañero y rival. Al ver su cascarón inerme e inservible en la distancia, junto al portal de otro puente aún más viejo, a él se le puede cantar con ternura aquella cantinela infantil: «El puente está quebrado / con qué lo curaremos...» Seguramente, digo yo, no será con cáscaras de huevo porque el Balseadero, en pocos días, será devorado ya no por su acompañante de siempre sino por otro rival más sano y más fuerte que acabó con los dos al mismo tiempo.
Este es el puente sobre el paso de El Balseadero que en pocos
días desaparecerá para siempre. A un lado, a la izquierda,
el portal de un viaducto más antiguo.
Panoramio / Google Maps).
El paisaje
natural fue transformado salvajemente por la mano del hombre, el poder del
dinero, la avaricia de la multinacional europea Emgesa y la nula creatividad de
políticos y gobernantes que en contravía de las alternativas probadas por otros
países como la energía solar, no ven soluciones distintas a saturar el Guacacayo
o río de las Tumbas, como lo llamaban los aborígenes, de represas y más
represas como la proyectada en Pericongo. En su página electrónica ―con un imperdonable error de
redacción― la multinacional pregona que El Quimbo «Aporta significativamente a la
insuficiencia energética de la Nación» (SIC), al suministrar el 8 % de su demanda
de electricidad, pero en ninguna parte indica que los miles de kilovatios que
generará serán sinónimo de calidad en el servicio o tarifas más cómodas para los usuarios. Tampoco
resulta creíble ésta frase de cajón: «impulsará el desarrollo y crecimiento del Huila en línea con la agenda
de competitividad del departamento, generando dinamismo económico en la región».
Mucho se ha dicho en Huila y muy poco a nivel nacional, sobre las responsabilidades políticas, sociales, económicas y éticas del proyecto convertido en realidad y los efectos devastadores del Quimbo en el medio ambiente y en la comunidad. Para no entrar en discusiones interminables, basta tomar uno de los apartes de la encíclica Laudato si' promulgada el 24 de mayo de 2015 por el papa Francisco y en la que el sucesor de Pedro hace una profunda reflexión sobre el desenfreno mercantilista y la torpeza política, dos males que aupados por las grandes potencias golpean a los países más pobres:
Mucho se ha dicho en Huila y muy poco a nivel nacional, sobre las responsabilidades políticas, sociales, económicas y éticas del proyecto convertido en realidad y los efectos devastadores del Quimbo en el medio ambiente y en la comunidad. Para no entrar en discusiones interminables, basta tomar uno de los apartes de la encíclica Laudato si' promulgada el 24 de mayo de 2015 por el papa Francisco y en la que el sucesor de Pedro hace una profunda reflexión sobre el desenfreno mercantilista y la torpeza política, dos males que aupados por las grandes potencias golpean a los países más pobres:
«Esta hermana [la tierra] clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que ‘gime y sufre dolores de parto’ (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura».
Nunca antes un viaje a la tierra de mis viejos ―la hermana tierra de la que entrañablemente hablara san Francisco de Asís― me había conmovido tanto como el último día de San Juan en el que volví a misa de cinco de la mañana y en la recordé mientras comulgaba a Omar, mi sampedrino hermano bailador, bebedor y enamorador. Allí en Garzón, en la plaza de mercado donde todos los sabores, colores y olores forman un banquete celestial, volví a tomar colada de achira en tazón de esmalte y otra vez engullí como un desaforado los inimitables tamales de arroz, hogo, zanahoria, tajada de huevo, tocino, carne de res y pollo, envueltos en primorosas hojas de bijao. Tan solo la vitalidad de unos jóvenes y viejos cultores de nuestros sanjuaneros y rajaleñas y la pasión por el trabajo cultural al lado de gente del pueblo lograron paliar la tristeza que no pudo ocultar el Doble Anís. No lo puedo negar ni lo he podido superar: me siento tan arrasado como los sembrados y la vegetación del Balseadero.
Al observar la debacle desde el puente de 1.708 metros que según el Gobierno será el más largo de Colombia tan solo por unos años, hoy más que nunca me golpea el mensaje tristón de El Caracolí, la guabina de Jorge Villamil que para mí es el himno de este desastre ambiental y sentimental:
Busqué en las playas del inmenso río
que en el pasado feliz recorrí
hallé el sendero cubierto de abrojos
las casas viejas se cayeron ya.
Y aquellas barcas de los pescadores
que reposaban sobe el arenal
ya no se encuentran, ya no se encadenan
al añoso tronco del caracolí.
En ese enlace podrá escuchar la canción El Caracolí.
Como muchos amigos, especialmente jóvenes, escribieron para que hablara de El Caracolí y su relación con un comentario mío en Facebook sobre El Quimbo y el puente del Balseadero, les cuento que se trata de una canción sobre la vieja Neiva, cuando esa ciudad era un puerto importante sobre el Magdalena al cual llegaban grandes embarcaciones con mercaderías de todo el mundo. Allí había un comercio vibrante y, por supuesto, muchas casas para diversión de adultos (para no ponerme tan fino: eran puteaderos).
En 1939, cuando el maestro apena tenía diez años, su padre, don Jorge Villamil Ortega, lo llevó a conocer ese lugar que vivía sus momentos de mayor esplendor y se sorprendió al ver su vitalidad, el movimiento mercantil, al diversidad de personajes y el colorido portuario. Veinte años después, en 1959, pocos meses después de muerto su padre, el recién graduado médico quiso recordar aquellos paseos al puerto de Caracolí y encontró que todo el agite y la luminosidad de otros tiempos habían muerto para siempre pero que muchos de sus lugares, momentos y personajes estaban vivos entre recuerdos y nostalgias.
Algo parecido me sucedió (sin puteaderos) cuando volví hace unos días al Balseadero y La Escalereta, dos lugares a los que muchas veces fuimos de paseo a fincas de amigos y a fiestas en casas de viejos conocidos que salieron de sus predios como si los hubiera expulsado un demonio exterminador. Allí estuvimos con mi padre y todos sus nietos en el último paseo de su vida ya que tres días después de haber gozado en ese lugar el remate de las fiestas de San Pedro que él contribuyó a crear en Garzón, partió para siempre. Ese fue mi último paseo al Magdalena pues no me imagino dentro de unos años, viejo e inútil, sentado en un restaurante de cadena tratando de identificar el sabor de un sancocho de gallina campesina al lado de un lago artificial que en poco tiempo hará su notable aporte al calentamiento global, ni me ubico en un resort tratando de comer un tamal envuelto en una bolsa de polietileno.
Vicente Silva Falla en El Balseadero con sus nietas
María del Mar Chávarro Silva y Daniela y María
Alejandra Silva Chamat.
(Archivo familiar).
Esta postal opita tiene música nostálgica y adioses como los de la mujer de Lot que no se atrevió a mirar atrás para no convertirse en estatua de sal. Son más las preguntas con respuestas huecas y los llantos con sabor al Yuma, el río en el que, como decía el filósofo griego, nunca nos volveremos a bañar.
Garzón, 29 de junio de 2015.