La tumba de un ‘buen ladrón’, la más popular en un cementerio del Huila
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Habitantes de Altamira recuerdan que en 1978 un extraño llegó a la población con el propósito de robarse una valiosa custodia de oro guardada con celo en la sacristía de la iglesia. El hombre, que según otras versiones robaba para ayudar a los pobres, fue abatido a tiros por la Policía a plena luz del día. Como nadie reclamó su cadáver después de varios días de permanecer a la intemperie, cinco prostitutas reunieron un poco de dinero para evitar que fuera enterrado en una fosa común.
Después de casi cuatro décadas, la tumba de Mauro Piñeros ―el 'Robin Hood' opita― es la más visitada y adornada del cementerio de Garzón, la ciudad de mayor fervor religioso en Huila, al sur de Colombia.
Flores de todos los colores y arreglos especiales nunca faltan en la tumba.
Hace poco menos de 40 años un policía mató a balazos a Mauro
Piñeros en el atrio de la iglesia de Altamira, pero hasta ahora, nadie sabe si
ese era su nombre y si en verdad se trataba de un ladrón que robaba a los ricos
para favorecer a los más pobres. Lo que sí está comprobado es que era un
forastero joven y de buena apariencia que al ser sorprendido cuando huía de la
iglesia con una custodia de oro escondida entre su chaqueta de cuero negro, fue
cosido a balazos por uno de los dos policiales que vigilaba la tradicional
modorra que al medio día anestesia a muchos pueblos del Huila.
Testimonios de la época contrastados con personajes
de hoy indican que Mauro alcanzó a decir su nombre, aprisionó la valiosa joya
contra su pecho, confesó su vocación por los desvalidos y que poco antes de
morir, con el policía todavía apuntándole a la cabeza, pidió perdón a Dios por
todos sus pecados. Alertado por las beatas del lugar, al cura párroco poco le
importó meterse en el charco de sangre para impartirle la extremaunción en
latín y esparcirle agua bendita por todo el cuerpo. Cuando comprobó que había
expirado, desengarzó con dificultad los dedos que atenazaban la custodia
salpicada de sangre y ayudado por el purificador, un pequeño lienzo utilizado para
tocar los ornamentos sagrados, logró recuperarlo y «limpiarle la mancha del sacrilegio».
Al contrario de lo dicho por Rubén Blades en su
canción, ese día de 1978 hubo mucho ruido porque todo el pueblo salió a
curiosear y a hacerse repetidas cruces delante del cadáver aún caliente. Sin
embargo, como sí dice el panameño en su Pedro Navajas, «no hubo
preguntas [ni] nadie lloró», quizá porque se trataba de un intruso llegado de
lejos a perturbar la paz de un pueblo en el que sus mil almas acostumbraban a
morirse de viejos cada veinte años. Además, Altamira, ―donde siempre se han
fabricado las mejores achiras del mundo― era un pueblo tan pobre que
escasamente tenía presupuesto para pagarle el sueldo cada tres meses al
alcalde, a la tesorera y al personero y mal podía despilfarrar sus paupérrimos
recursos en el entierro de un sacrílego.
El cuerpo estuvo varios días a la intemperie.
Aunque todo el pueblo fue en romería hasta el camposanto para hacerle caso al
alcalde que a través del megáfono encaramado en una guadua del parque principal
había pedido su colaboración para identificar al difunto y «darle cristiana
sepultura», todos vieron y olieron algo peor a lo que ya habían visto: una
gruesa nube negra de chulos dando vueltas interminables en el cielo y un olor
nauseabundo impregnándose en todo lo que parecía tener vida.
Placas de agradecimiento dan cuenta de los favores del 'Robin Hood' opita.
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Luego de otros cinco días abandonado en el piso de
otro lúgubre cuarto que hacía las veces de morgue del cementerio, la diligencia
de reconocimiento, pese a los anuncios transmitidos cada media hora por Radio
Garzón, llegó a la misma conclusión de los primeros días: no había pistas
sobre el tal Mauro Piñeros y su llegada al Huila. Nadie hizo nada por buscar a
su familia y confirmar su identidad, pese a que unos pocos alcanzaron a
insinuarles a los investigadores que buscaran ayuda en Bogotá y Cundinamarca en
donde ese apellido era muy reconocido.
Sepelio digno
El alcalde de Garzón autorizó una modesta partida
para comprar un ataúd de madera desechable y ordenó, por razones de salubridad,
el inmediato entierro del ‘Ladrón de la custodia de Altamira’ en una fosa
común. El trámite de la partida presupuestal y la compra del cajón se
refundieron entre firmas, sellos y vistos buenos y obligaron al administrador
del cementerio, Darío Rivas, a llevar el cuerpo envuelto en la misma sábana de
Altamira, hasta un pestilente hueco colindante con las tumbas de los suicidas. Jaime
Rivas Polo, hijo de Darío, le contó al autor de este blog que justo en el
momento en que Rivas abría una zanja para ubicar al nuevo inquilino cerca a los
cuerpos descompuestos de otros NN, cinco mujeres a las que nunca había visto lo abordaron con
múltiples preguntas que respondió entre dudas y monosílabos.
Como acostumbraban a hacerlo todos los lunes, las
mujeres habían bajado de los vagabundeaderos de Moroco para rezarles a las
almas del Purgatorio, pero en lugar de minifaldas de ocasión, mallas
insinuantes y yines embutidos a la fuerza, vestían discretos faldones de
tafetán que ocultaban los sensuales atractivos del amor comprado. No llevaban
coloretes chillones, maquillajes extravagantes ni pelucas de colorines, tan
solo unos sencillos mantos de encajes negros ocultaban sus rostros ajados por
el fragor de besos babosos y la trasnocha de todos las horas.
Sepulturero y prostitutas hablaron apenas lo
necesario. Ellas prometieron comprar el mejor ataúd que había en la Funeraria
Milflorez, la única existente en el pueblo, e hicieron ‘vaca’ para adquirir con
sus ajados billetes una tumba en tierra digna, distante del pabellón de
suicidas y distinta a la fosa común. Sin importarles las habladurías ni los
señalamientos de las rezanderas que todos los lunes también iban al cementerio
a chismosear y no a rezar, las putas buscaron a tres amigos de farra, trago y amores
para que hicieran la obra de caridad de preparar el cuerpo de un pobre cristiano
al que la burocracia le negó un sepelio decente.
Carlos Fériz, David Boronas Gil y Omar Silva
Vargas, aparecieron en un santiamén, limpiaron el cuerpo putrefacto, lo
vistieron de saco y corbata, le pusieron zapatos nuevos, lo amortajaron con una
sábana nueva comprada en el Almacén Tequendama y poco antes de que las campanas de la
Catedral marcaran las seis de la tarde ―tras fracasar en la búsqueda de un sacerdote
que le diera cristiana sepultura, siendo Garzón un pueblo atestado de curas―,
los ocho deudos llevaron el féretro hasta la capilla del cementerio.
En tiempos de lluvia o de pleno sol, siempre hay flores para Mauro. |
Los ‘deudos’ atendieron la recomendación al tomar
una cruz de madera abandonada en una tumba sin muerto y le pusieron un cartón
en el que escribieron lo único que sabían de su muerto: «Mauro Piñeros».
Después de rezar en coro la oración de los difuntos («Dale, Señor, el descanso
eterno / brille para él la luz perpetua»), cada uno dio tres golpes largos y
secos en el cajón para pedirle al difunto, en silencio, un favor desde la eternidad.
Enseguida, los hombres bajaron el cuerpo a la fosa, le lanzaron unas cuantas
manotadas de tierra y dejaron que Darío lo tapara con lentas paladas, tan lentas
que parecían lamentos de alma en pena.
La leyenda
Las cinco mujeres de Moroco ―el más antiguo
prostíbulo del Huila― se convirtieron desde ese momento en las viudas de un hombre con el que
nunca hablaron ni cruzaron palabras. Allí mismo, al borde de la fosa, acordaron cuidar
la sepultura, le mandaron a decir misas cantadas y sin decir quiénes eran ni
qué hacían, fueron hasta el convento de las monjas Clarisas para pedirles que
lo incluyeran en su lista de intenciones por las almas del Purgatorio.
Fueron aquellas muchachas desconocidas y
estigmatizadas las que en el voz a voz con sus clientes, amigas y comadres
empezaron a regar el cuento de un delincuente desconocido que desde el más allá
les hizo milagros como conseguirles un empleo decente para retirarse del oficio,
conquistar a un hombre soltero que las sacara a vivir juiciosas, levantar un
billete para construir la casa de sus viejos, librarlas por siempre de la
trampa del aguardiente o alejarlas del cigarrillo y la marihuana. Desde los
puteaderos, el cuento del buen ladrón se regó como pólvora y llegó a todo el pueblo
rezandero y al no creyente, se metió entre la ‘gente bien’ del Club Social y caló hondo en la ‘gente
mal’ que no sabía de clubes ni tenía apellidos encopetados.
Cuatro décadas después, su imagen ―etérea y desconocida― está presente en la más visitada, cuidada y florida tumba de la
conventual Garzón. Alberto Sanabria, un veterano sepulturero que conoce
muy bien la leyenda del 'Robin Hood de Altamira' y sus alrededores recordó con el
cronista algunos detalles que la memoria colectiva ha ido alimentado. «En la medida que creció el rumor de la muerte a
tiros del hombre que dizque robaba para darle lo robado a los pobres, fue
aumentando la peregrinación. Su tumba, que no es la más bonita ni la más lujosa o la de mayor tamaño, poco a poco empezó a llenarse de
flores, placas de agradecimiento, velas y veladoras», asegura este hombre que
lleva más de 30 años cuidando el cementerio que es propiedad de la Diócesis de
Garzón.
Aunque es muy modesto, el sepulcro se destaca desde
cualquier lugar del cementerio. |
«La sepultura estuvo abandonada durante un tiempo,
apenas con la cruz de madera que le dejaron las mujeres que lo enterraron, pero un día
vino de Cali una señora muy elegante y emperifollada que le prometió cuidar su
tumba si le hacía un milagro. Y debió hacerle el favor porque al poco tiempo
volvió y la mandó a arreglar dejándola muy bonita», afirma Alberto Cabrera,
otro trabajador del cementerio que se volvió viejo viendo el diario desfile
de fieles de Mauro.
Oliva, una mujer que hace más de 30 años vende flores
a la entrada del cementerio, dice que «todos los lunes una señora llamada
Mercedes llega a las ocho en punto de la mañana a barrer, limpiar la tumba,
ponerle flores y cambiarle el agua a los floreros». Oliva no sabe quién es la
misteriosa mujer ni qué hace porque, según ella, tan pronto compra los arreglos
entra al cementerio de donde sale una hora después sin dar ninguna
explicación.
«Es impresionante, desde el momento en que abrimos
el puesto, llega gente muy diferente a pedir las flores más bonitas para ese
señor, pero cuando más vendemos es los lunes que es el día de la misa de
difuntos», asegura Teresa, otra vendedora que nunca ha preguntado a sus
clientes si Piñeros les ha hecho milagros o no.
Empleados del cementerio aseguran que por lo menos un centenar
de personas visitan el lugar en días normales. |
«Muchos vienen con flores, le rezan un rato, se
arrodillan y le prenden una esperma o una veladora. Otros hacen el rosario, le
ponen una placa de agradecimiento y al final dan tres golpes lentos y secos en
la cruz de concreto o en el nicho para pedirle favores, especialmente trabajo,
salud o la solución a problemas económicos o familiares», atestigua con
seguridad Alberto Sanabria.
Aunque la Iglesia católica no avala ni cuestiona
estas manifestaciones de religiosidad popular, Sanabria y Cabrera, que nunca
han golpeado con los dedos los lugares de reposo de sus vecinos para pedirles
un milagro, manifiestan que junto a la florida y concurrida sepultura han
escuchado muchos testimonios de personas que, Biblia en mano, juran haber
recibido sorprendentes favores del 'Robin Hood opita'.
Bogotá, D. C., 7 de diciembre de 2015