Por Vicente Silva Vargas
Crónica sampedrina sobre una experiencia personal vivida hace más de 20 años cuando, de manera inexplicable, una remesa que contenía el delicioso asado de cerdo huilense, desapareció entre el Huila y Bogotá. No es cuento opita ni es otro embuste del Embajador de la India. Sucedió tal como se relata en las siguientes líneas.
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El cerdo es cuidado durante meses y sacrificado en vísperas del
San Juan para reparar el plato emblemático del Huila.
Foto del libro Alto Magdalena, publicado por la Central Hidroeléctrica de Betania (1987).
Mi mamá empezó sus
preparativos con dos semanas de anticipación. Primero, fue a la
galería donde separó y dejó pagos el mejor de los perniles y el más jugoso
lomito. Luego habló con las vendedoras de yerbas para que en pocos días le
tuvieran variadas plantas aromáticas. Enseguida, compró un par de libras
de sal de nitro que quedaban en los estantes apolillados del granero de
Diógenes Victoria. Cansada y quejándose como siempre, llegó radiante a casa para
pedirle a Libardo Kilo Triviño que restregara
los tiestos de barro con jabón de la tierra y estropajo para que todo estuviera
listo al momento de hornear el cerdo destajado.
Cerdo —al que los huilenses llaman marrano o cochino—
listo para ser sacrificado en un ritual que mezcla tradición, cocina,
licor, música y amistad. De esta costumbre proviene el dicho
«A todo marrano le llega su San Pedro».
(Foto de María del Mar Chávarro Silva).
Una digresión: el asado del Huila no es igual a la exquisita lechona tolimense. Difieren en muchas cosas como la preparación, los ingredientes, las especias, el horneado, su presentación en la mesa y, sobre todo, en el tamaño. El platillo opita se prepara y cocina en generosas porciones adobadas —casi que individuales— con la docena de matas y especias citadas líneas arriba. Entre tanto, el marranito tolimense es un delicioso relleno de su propia carne reforzado con más kilos de otro porcino, arroz blanco, alverjas, manteca, cebolla larga, papas, pimienta, sal y agua. Tan pronto queda adobado, se cierra con hilo su barriga e introduce entero al horno de donde cinco horas después sale presentado de cuerpo entero para ser rebanado poco a poco según el apetito de los comensales. Asado y lechona coinciden en varias aspectos: el lechón debe ser robusto y no tener más de dos años, los dos requieren una cuidadosa preparación, ambos van al horno, son platos tradicionales desde la llegada de los españoles al Gran Tolima y representan lo mejor de la gastronomía de una región que hasta principios del siglo XX fue una sola.
Foto del libro Alto Magdalena, publicado por la Central Hidroeléctrica de Betania (1987).
Volvemos con doña Rosa. El 22 de junio, cuando
los vientos de San Juan ya desclavaban tejas y sacudían abovedados, metió con parsimonia al horno de barro la media docena de trastos rebosantes de carne cuidando que cada vasija estuviera debidamente distribuida y sin roturas y se sentó a la entrada de la cocina como un cancerbero para evitar que ciertas vecinas chismosas llegaran a echarle el ojo a su receta o a 'salarla' con comentarios cargados de envidia y angurria. Tres
horas más tarde, después de disfrutar una tanda de sanjuaneros a todo volumen, sin dejar de apurar sus copas de Doble Anís, una esencia irresistible anunció que ese plato inigualable —el mismo que degusto desde niño y que hoy devoran con fruición mis hijas y también
los parientes del Caribe— estaba listo para ir a la mesa tal como lo hacían los
viejos opitas para celebrar con alborozo y abundancia la llegada del solsticio
de verano.
Pero la dicha para ella no era completa. Tres de sus hijos no estaban en el Huila y sólo una parte de ellos tendría la dicha de sentarse a manteles para compartir aquella obra hecha con dedicación de artesana y vocación de matrona. La otra parte de sus muchachos teníamos que contentarnos con saborear el asadito en la fría Bogotá y en la calurosa Santiago de Cali. Para cumplir con su equilibrado concepto de que «donde hay comida para uno hay comida para todos», armó tres avíos de igual peso y presentación y dispuso su envío a través de una transportadora de cuyo color prefiero no acordarme. Al rato, con voz emocionada, llamó para avisar que su encomienda estaba en camino y, como siempre lo hizo a lo largo de toda su vida, recomendó comerlo con prontitud, acompañado de un trago de mistela —licor hecho por ella en jícaras de barro y conservado en botellas de vidrios de colores— y escuchando música de la Sinfónica de Vientos y cantos de Jorge Villamil. (Escuche aquí su sanjuanero La mistela, obra alusiva al ancestral aperitivo huilense).
Pero la dicha para ella no era completa. Tres de sus hijos no estaban en el Huila y sólo una parte de ellos tendría la dicha de sentarse a manteles para compartir aquella obra hecha con dedicación de artesana y vocación de matrona. La otra parte de sus muchachos teníamos que contentarnos con saborear el asadito en la fría Bogotá y en la calurosa Santiago de Cali. Para cumplir con su equilibrado concepto de que «donde hay comida para uno hay comida para todos», armó tres avíos de igual peso y presentación y dispuso su envío a través de una transportadora de cuyo color prefiero no acordarme. Al rato, con voz emocionada, llamó para avisar que su encomienda estaba en camino y, como siempre lo hizo a lo largo de toda su vida, recomendó comerlo con prontitud, acompañado de un trago de mistela —licor hecho por ella en jícaras de barro y conservado en botellas de vidrios de colores— y escuchando música de la Sinfónica de Vientos y cantos de Jorge Villamil. (Escuche aquí su sanjuanero La mistela, obra alusiva al ancestral aperitivo huilense).
Doce horas después
llegué a la empresa de envíos, pero, ¡vaya sorpresa!, el paquete enviado
desde Garzón —al sur de Colombia— hasta la capital del país, no aparecía por
ninguna parte. Surgieron reclamos, me presentaron disculpas y dieron mil
excusas inexcusables, pero el asado, mi ansiado asado, no estaba por ninguna
parte. No hubo explicación humana capaz de hacerle entender al verdoso burócrata que ese encargo no tenía
valor material, que su tasación en pesos no era obra de los sabios del Banco de
la República y que ni el más puro de todos los oros del mundo podía suplirlo.
La mistela, aperitivo llegado de España en tiempos
de la Colonia, es preparado artesanalmente por las abuelas
del Huila. Su base es el alcohol etílico mezclado con yerbas y frutas
como mejorana, yerbabuena, café, canela, coca y guayabilla.
Todo
el día de San Juan transcurrió con llamadas suplicantes, peticiones rabiosas y
disculpas absurdas, pero el asado, aquel adorable platillo de mis abuelos,
estaba perdido quizá en medio de bodegas desordenadas o, por qué no, en el
estómago de algún envidioso. Pero lo peor no fue su extravío sino la dramática
espera de unos amigos de otras regiones a quienes había convencido de que
nuestro manjar era superior al cabrito santandereano, incomparable frente al
friche guajiro, muy diferente al cuy pastuso, mejor elaborado que la posta
cartagenera y de sabor tan auténtico que la mamona llanera no le podía competir.
Parte de los utensilios rústicos empleados por Rosa Vargas de Silva,
en Garzón, Huila, para preparar en San Pedro su asado de cerdo.
(Foto de José Chávarro Medina).
Los bizcochos de achira son infaltables a la hora de
acompañar las tremendas comilonas de junio en los pueblos del Huila.
(Foto del libro Neiva 400 años, de Orlando Mosquera y Gerardo Villegas (2012).
No sabíamos si
llorar, reír o maldecir, aunque lo más doloroso era no tener la certeza de cómo,
cuándo y dónde el goloso ladrón se apoderó de la joya gastronómica y de paso,
como si gozara con nuestro apetito transformado en sufrimiento, nos pegara
semejante mamada de gallo. Superada la 'jartera' y atragantados con un desabrido
e incoloro pollo bogotano, bajamos el volumen de la música y en medio de simuladas
carcajadas, brindamos con marcado acento opita por el desconocido caco y su marranada
diciendo: «¡Infeliz San Pedro y próspera indigestión!».
Garzón, junio de 1993.
Excelentes nota Vicente, el asado huilense no tiene comparacion y los Opitas que estamos fuera de nuestra tierra hemos estado expuestos a estas frustraciones sanpedrinas.
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