Por Vicente Silva Vargas
Mediados de los setenta. El
aluvión musical venía a Colombia desde el norte, con las rancheras y algunos
baladistas mexicanos. De España -pese a la censura franquista- nos llegaban
bellas baladas de Rafael, Iglesias, Perales, Mocedades, Serrat, Mari Trini, Nino
Bravo y tantos otros de gran talento y poesía. Del sur, además de todo aquello
que nos amarraba al fútbol, al tango de las cantinas y otros lugares, nos
pegaban las baladas de Leo Dan, Palito Ortega, Sandro y claro, el divino calvo
que a sus cantos le metía unos diálogos de telenovela que nos parecían
insuperables porque en ellos se podía decir lo que la timidez no dejaba.
Nunca lo vi en un concierto ni en
recital pese a que se vino a Pereira ―huyendo de la dictadura y tratando de recuperarse de un accidente que sufrió en Villaviencio― cuando ya su fama galopaba en el lomo de la leyenda por toda América. Pero lo conocí
en la radio, en Radio Garzón, a donde llegaban sus discos prensados por CBS,
unas plastas de 33 rpm que los peleaba para ser el primero en lanzarlos y
repetirlos y gritarlos como tratando de imitar su tono ronco que nadie podía
copiar por muy afónico que estuviera.
No obstante, mi cercanía íntima con el autor de Fuiste mía un verano, Ni el clavel ni la rosa, El niño y el canario, Así es Carolita, O quizá simplemente le regale una rosa y dos decenas más de cantos amorosos que en este momento se anudan en la garganta y en la memoria, no fue a través de las emisoras sino por medio de la rockola, eso que antes llamábamos el traganíquel. Sucedía por lo general los viernes en la tarde en dos sitios que ya no existen en el Garzón de hoy así tengan el mismo nombre y estén en idéntico lugar: las heladerías La Estrella y La Rosa. Allí se nos iba la quincena escuchando al mendocino, metiendo monedas de diez y veinte centavos hasta quedar 'pelaos' y 'rascaos' de ‘jartar’ tanta Póker y de llorar a las ingratas a quienes complacíamos en público, con nombre propio, aunque casi siempre nos rechazaban.
No obstante, mi cercanía íntima con el autor de Fuiste mía un verano, Ni el clavel ni la rosa, El niño y el canario, Así es Carolita, O quizá simplemente le regale una rosa y dos decenas más de cantos amorosos que en este momento se anudan en la garganta y en la memoria, no fue a través de las emisoras sino por medio de la rockola, eso que antes llamábamos el traganíquel. Sucedía por lo general los viernes en la tarde en dos sitios que ya no existen en el Garzón de hoy así tengan el mismo nombre y estén en idéntico lugar: las heladerías La Estrella y La Rosa. Allí se nos iba la quincena escuchando al mendocino, metiendo monedas de diez y veinte centavos hasta quedar 'pelaos' y 'rascaos' de ‘jartar’ tanta Póker y de llorar a las ingratas a quienes complacíamos en público, con nombre propio, aunque casi siempre nos rechazaban.
Por supuesto, no puedo olvidar el
combo de leonardistas de aquellos lejanos años en el Huila: Gerardo y Ernesto Calderón
España, Moisés Murcia Rojas y Alonso Barreiro Otálora, hoy hombres de radio y
de negocios. Fueron largas jornadas, días enteros de disfrute con aquellas
melodías ―llamadas por algún imbécil de la radio anodina de hoy como ‘música
para planchar’, tal vez porque lo crió una doméstica― con las que a veces,
aparte de enamorar, hasta peleábamos porque un día las inclinaciones estaban
por Leonardo, al otro por Leo Dan y algunas veces por Sandro.
Hoy ya no quedan ni el calvo ni
el ‘Gitano’. Tampoco están La Estrella ni La Rosa con su traganíquel ni los dueños de entonces que muchas veces nos fiaron y
patrocinaron las berrietas por culpa de las ingratas, pero sobre todo, por
culpa del hombre de pelo en pecho y apretada pañoleta que calló su recia voz y
que, como si fuera el final de una de sus famosas películas, este domingo puso
"fin" al rollo de su vida. Hoy, los lacrimosos románticos de hace
tantos años le cantamos con afecto y gratitud al gran Fuad Jorge Jury, conocido
en el mundo de los mortales como Leonardo Favio: Mi tristeza es mía y nada más.
Ñapa
En los años de Leonardo Favio, en Pereira,
Colombia, hizo una versión muy moderna del viejo bambuco Simón el enterrador, también
conocido como El enterrador (escuche aquí la interpretación de Luciano y Concholón) o La hija del enterrador.
Este canto que es muy popular en el Eje Cafetero ―él lo llamó La hija de Juan Simón― fue el primer
bambuco grabado en la historia del país, por allá hacia 1908. Según el cuadernillo incluido en un disco de la Filarmónica de Caldas, su autor es el
poeta manizalita Victoriano Vélez Arango y la música, al parecer, es de
Carlos Romero, también caldense. Allí también se indica que, con el nombre dado por Leonardo, figura en la antología del folclor de Andalucía donde se le cataloga como un romance de autor anónimo. Los manizalitas afirman que este bambuco
recordado por la triste partida del artista argentino, es tan caldense como
el nevado del Ruiz.